Cambio climático. Ante el calor récord, la humanidad afronta un drama moral
Marcado por sequías e incendios, julio fue el mes más cálido desde que hay registros en el planeta; el combate contra el calentamiento se ha vuelto imperativo
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La sorpresa no fue llegar a ese lugar que ha ejercido una fascinación desde mi infancia y que, sin saberlo, ha determinado nuestro destino, sino la evidencia perturbadora de encontrarlo cerrado. Era el segundo día consecutivo que interrumpían el ingreso a la Acrópolis, en Atenas, debido a la ola de calor extremo que azota a toda Europa con termómetros que alcanzan y superan los 43 grados Celsius. La Cruz Roja Griega ha debido proporcionar botellas de agua y ayudar a las personas que sentían náuseas y mareos por las altas temperaturas. Llegar a sitios que no se pueden disfrutar plenamente dejó de ser una posibilidad para transformarse en una experiencia concreta de las limitaciones que impone el aumento de la temperatura del planeta. Una alerta acerca de lo efímero de algunas de nuestras conquistas. Aunque para muchos resulte una incomodidad momentánea, podría tratarse solo del comienzo de algunos cambios en nuestra vida cotidiana.
"En julio la temperatura global promedio y la del mar Mediterráneo alcanzaron los valores más altos jamás registrados"
Si hemos tenido la capacidad de imaginar y crear un mundo mejor, es gracias a esos hombres que veintitantos siglos atrás nos legaron el valor de la palabra, la ciencia y la idea de la democracia. Quizás el cartel de “cerrado”, debido al calor extremo, sea un llamado de atención de aquella civilización que buscaba unir a todos los hombres del planeta contra su propia barbarie. No olvidemos que los griegos llamaban hybris a la desmesura del orgullo y la arrogancia, al exceso de confianza en las propias fuerzas que nos empujan al desastre. Y ocurre que el ser humano, embriagado por su testarudez, puede ser responsable de su propia tragedia.
En julio la temperatura global promedio y la del mar Mediterráneo alcanzaron los valores más altos jamás registrados. Italia sufrió la ola de calor de “Cerberus”, llamada así por la Sociedad Meteorológica Italiana en referencia al monstruo de tres cabezas que aparece en el Infierno de Dante, seguida por el anticiclón proveniente de África bautizado “Caronte” –el barquero acompañante de las almas al inframundo en la mitología griega–, que elevó las temperaturas por encima de los 40°C la semana siguiente. El Ministerio de Salud emitió una alerta roja (que significa “riesgo de muerte”) en 27 ciudades, incluidas Roma, Florencia y Bolonia, sitios donde los bienes más requeridos fueron los miniventiladores, los paraguas y las botellas de agua. En Turpan, China, se registró una histórica temperatura de 52,2 grados.
Según Robert Rohde, experto en cambio climático de la Universidad de Berkeley, las altas temperaturas responden “a la combinación de El Niño y el calentamiento global, y es posible que se presenten días aún más cálidos en las próximas semanas. Los períodos de calor intenso ocurren dentro de los patrones climáticos naturales pero, a nivel mundial, son cada vez más frecuentes, más intensos y más duraderos”.
Tal vez los sucesos climáticos experimentados en forma personal, directa, persuadan a tomar conciencia. Sin embargo, la humanidad no reacciona ante ese destino colectivo que la ubica ante una emergencia planetaria: aun cuando el clima extremo se está convirtiendo rápidamente en la norma, el cambio en el clima sigue teniendo una prioridad baja entre los problemas locales e internacionales.
La comunicación de la crisis ambiental. La brecha entre la comprensión científica y la conciencia pública del cambio climático se atribuye en gran medida a fallas en la comunicación. Jeff Goodell, autor del reciente libro The Heat Will Kill You First afirma que “como especie, tendemos a priorizar lo urgente sobre lo importante y, debido a nuestra historia evolutiva, estamos programados para lidiar con el león que viene del bosque, no para elaborar estrategias sobre cómo salvar nuestra civilización en los próximos cien años”.
A esto se suma el síndrome captado tan bien por la película Don’t Look Up (No miren arriba, disponible en Netflix), la incapacidad humana para contemplar su propia destrucción. A ello podríamos agregar la eficaz metodología de sembrar la duda –tal como ha ocurrido con la industria de los cigarrillos años atrás– acerca de la veracidad de la ciencia que afirma que la crisis climática tiene origen humano.
También ocurre que muchos términos específicos no son entendidos por el público en general: mitigación, adaptación, cero neto, descarbonización, carbono neutralidad, etc., y eso no contribuye a combatir la apatía generalizada frente al cambio climático.
Las grotescas protestas de activistas consistentes en arrojar salsa de tomate a obras de arte, teñir de negro las aguas de la Fontana di Trevi o incluso resaltar las ventajas de cruzar el Atlántico a vela en lugar de hacerlo en un vuelo comercial en nada han colaborado a una mayor concientización o un cambio de políticas. Por el contrario, crean fastidio en una sociedad saturada de mensajes apocalípticos. Solo para mencionar el fenómeno “Greta” y otros similares, surgido en algunos colegios, basta decir que las tecnologías digitales, de las que se han valido en las protestas, representan el 4% de la emisión de gases de efecto invernadero: nuestros teléfonos, computadoras, servidores, routers y televisores inteligentes están calentando más el planeta que toda la aviación civil junta.
Una política no convierte las palabras en hechos. También existe una desazón y un descreimiento hacia la clase política que, contando con el conocimiento adecuado, ha postergado la resolución de estos temas por décadas, aun cuando los datos científicos independientes que prueban la relación entre las emisiones de gases de efecto invernadero y el calentamiento global son aplastantes. Es cierto que los delegados en cada Cumbre del Clima, más allá su autoconfianza y de las complejidades propias de las negociaciones (que deben resolverse por unanimidad) son, esencialmente, representantes de sus gobiernos, lo cual representa una limitación. De modo que esa metodología puede ser adecuada políticamente pero no resulta efectiva en situaciones de urgencia. Allí todo se convierte en palabras, no en hechos. O por lo menos no en los hechos necesarios. O quizás sea el enmascaramiento de una impotencia: un drama moral.
Sabemos que la Tierra está 1,2 grados centígrados más caliente que en la era preindustrial y que los científicos más destacados del mundo en meteorología coinciden en afirmar que si superamos la barrera de 1,5 grados las consecuencias podrían ser irreversibles.
Sin embargo, en las elecciones que han tenido lugar recientemente en el mundo, y a punto de celebrarse en nuestro país, los candidatos no han jerarquizado el cambio climático entre sus preocupaciones principales. Se trata de una insensibilidad que se funda esencialmente en la idea de que el problema no les atañe o no es verosímil.
Haber trazado propuestas en relación con el llamado triple impacto (económico, social y ambiental) seguramente les hubiera permitido ganarse la simpatía de un sector de la población, sobre todo de los más jóvenes, que en gran medida ven en estos comicios una elección antigua, sin mística ni ilusiones, que impide soñar un país que posee un gigantesco potencial para un desarrollo sostenible. Probablemente la ignorancia de esta oportunidad ha llevado a los candidatos a considerar que este tipo de propuestas no arrastrarían votos, tendrían escasos likes y no conducirían a un progreso económico equilibrado, sino a la pobreza.
La huella de carbono. Nadie es dueño de la atmósfera, por lo que personas y empresas carecen de incentivos para evitar o disminuir las emisiones que contribuyen al impacto climático. Tal vez, en momentos de apremio, y en tanto consumidores, las palabras resultan insuficientes. Y quizá el mercado sea un instrumento de concientización si se otorgara un precio al carbono y se cobrara una suma según las emisiones que provocan las distintas actividades.
Ya sabemos que para evitar los peores impactos de la crisis climática debemos realizar una transición rápida de los combustibles fósiles a energías renovables. Pero considerando que las emisiones de carbono continúan aumentando, si hubiera voluntad de limitarlas se podría imponer un impuesto a cada tonelada de gases de efecto invernadero emitido, comenzando por un precio bajo, y haciendo que las alternativas más limpias sean económicamente competitivas. Por aquel principio de que “si querés disminuir una actividad mala, aumenta su precio”, con esta metodología se promoverían actividades, servicios o productos que consumen una menor cantidad de energía y se incentivaría el ahorro energético.
Gravar los productos que más combustibles fósiles requieren podría ser la forma más rápida de impulsar el movimiento hacia una economía verdaderamente sostenible. Así como contamos con la información nutricional de un producto, se podría dar a conocer de qué modo contribuimos, con nuestros consumos o actividades, a agravar o resolver un problema global, de efecto transgeneracional. También sería adecuado medir la huella de carbono que cada organismo público genera, debiendo reportarlo ante la ciudadanía que representan.
El hecho de no poder ingresar al lugar donde Platón y Aristóteles pasearon y discutieron con sus discípulos hace unos 2500 años invita a debatir la primacía de la racionalidad o de la barbarie en el futuro de nuestra civilización. Cuando me retiraba de aquel lugar histórico recordé una frase de la Odisea: “Los dioses tejen desventuras a los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”. Los científicos aseguran que todavía se está a tiempo de cambiar el rumbo del clima. Eso me da esperanzas de que Homero, una vez más, tenga razón, y las generaciones futuras puedan cantar con alegría los acontecimientos de estos años.