Calles llenas: ¿La sociedad le perdió el miedo al miedo en la segunda ola?
La salud pública entró en una tensión más evidente con otros valores del bienestar
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“Gregorio Samsa se despertó una mañana y se encontró convertido en un insecto gigantesco, pero debido al lockdown su vida continuó prácticamente sin cambios”. Parafraseando el comienzo de La metamorfosis, de Franz Kafka, el ilustrador escocés Tom Gauld publicó en febrero ese texto en su habitual espacio en The Guardian, junto al dibujo de una enorme cucaracha incómodamente sentada frente a una computadora, en actitud home office. Pintura universal de las transformaciones (y estancamientos) que llegaron con la pandemia. Sin embargo, las nuevas fronteras que debimos trazar con cercanos y desconocidos son hoy difusas en la Argentina, donde aún en el peor momento de la pandemia la medida del encierro sigue siendo motivo de polémica.
El Observatorio de Psicología Social Aplicada de la Facultad de Psicología de la UBA realizó en marzo una encuesta sobre 2110 casos en CABA y provincia de Buenos Aires en la que consultó a los participantes sobre su grado de predisposición a acatar un eventual (hoy ya vigente) nuevo confinamiento. El 52% respondió que acataría totalmente las medidas, el 26% que sólo parcialmente y el 13%, que no. En otro sondeo, vinculado con la presencialidad en las aulas, “más del 60% considera que las medidas anunciadas durarán dos meses o más”.
Si la segunda ola es más cruel, si el personal de salud está exhausto y las vacunas llegan en cuentagotas, ¿por qué la gente sigue en las calles casi como en tiempos de prepandemia? Caldo de cultivo para lugares comunes –la grieta, la soberbia argentina, los grupos anti–, la respuesta a estos interrogantes es, para diferentes investigadores, una oportunidad de pensar con mayor profundidad el problema, y, sobre todo, de dar pinceladas grises en un país en el que todo se ve blanco o negro.
“No arranquemos por el simplismo de la grieta”, pide con humor Joaquín Navajas, director del Laboratorio de Neurociencia de la Universidad Torcuato di Tella (UTDT) e investigador del Conicet. “Las personas respondemos de manera diferente ante estas situaciones de muchísimo riesgo por distintas razones”.
En “Razonamientos morales acerca de la crisis de Covid-19” (Navajas, Alvarez Heduan, Garbulsky, Tagliazucchi, Ariely, Sigman), señala que la pandemia ha llevado dilemas morales a la esfera pública. “Cuestiones como el modo de asignar recursos médicos escasos (ventiladores en situaciones de disponibilidad limitada, por ejemplo), o si es aceptable compartir datos privados confidenciales para rastrear eficazmente el virus”, señala el trabajo, realizado sobre 15420 casos en 10 países de América latina, incluida la Argentina.
“Existen tensiones entre priorizar la salud pública u otros valores del bienestar humano que están en juego, como la libertad económica para desarrollarse y sustentarse”, explica Navajas.
Hartazgo psíquico
Desde el psicoanálisis, el médico y escritor José Abadi señala una tríada: “Hartazgo psíquico, agobio físico y falta de esperanza o ausencia de proyecto. Existen mecanismos de defensa, como la negación, pero también la gente sale del encierro por una necesidad de encuentro con el otro”. La noción “existo/existís/hay un futuro” toma fuerza frente a una pandemia “que lleva un tiempo prolongadísimo, con una cuarentena extensa y con resultados no satisfactorios en función de lo que se prometía y lo que efectivamente se logró”, dice Abadi.
La realidad demuestra que el contagio le puede llegar a cualquiera, afirma el psicoanalista. “Por eso el relajamiento de los protocolos hay que pensarlo desde un mal manejo del hartazgo, del agobio de la gente”.
Navajas recuerda el dilema del tranvía: “Una formación desbocada recorre una vía en la que hay cinco personas atadas. Tenemos la posibilidad de accionar una palanca que desviaría el tranvía hacia otra vía en la que solo hay una persona atada. ¿Accionamos la palanca o nos quedamos quietos, sin intervenir?”. La respuesta que demos a este dilema dará una idea de nuestra huella dactilar moral: “Las personas que optan por intervenir por el ‘mal menor’ se enmarcan en lo que llamamos consecuencialismo; tomar esa decisión implica un esfuerzo mental que activa la corteza prefrontal, porque naturalmente no queremos lastimar a nadie, aunque entendemos que las consecuencias serán peores si no actuamos. El otro grupo, el que no accionará la palanca, está ligado al no matarás: las consecuencias serán peores pero la persona estará libre de haber intervenido en el resultado”.
¿Qué tiene que ver esto con cumplir o no con las medidas restrictivas? “Los consecuencialistas priorizan la salud pública por sobre otros aspectos del bienestar humano –dice Navajas–. No se trata de un gesto espontáneo, pero entienden que es necesario intervenir”.
El trabajo citado comprobó además actitudes vinculadas con la personalidad. La inestabiliad emocional, una tendencia a experimentar emociones negativas (miedo, enojo, tristeza), muy común entre los que sufren de ansiedad, es el tipo de personalidad que más cumple con las restricciones en este momento crítico.
La pauta de los afectos
También incide el núcleo de afectos. Si creemos que nuestro círculo social más cercano (la familia, los amigos) se está cuidando, entonces nosotros también nos cuidamos más. Esa burbuja ejerce una presión positiva, según observó un estudio del que participó la filósofa francesa Ophelia Deroy, colaboradora de la UTDT. Publicado en el British Journal of Psychology, advierte que aunque la mayoría de las campañas de prevención señalan la amenaza médica de la enfermedad, “la investigación en ciencias humanas enfatiza, por el contrario, el papel clave de la influencia social en el cambio de comportamiento”.
De todos modos, en un país que se autopercibe partido al medio no resulta descabellado pensar que en las burbujas o los pequeños grupos afines incida la identidad política de las personas. Sin embargo, más que la ideología, lo que pesa es la pertenencia a una tribu. De otro modo: no es ser de izquierda o de derecha lo que define nuestra adhesión a una política pública sino nuestra pertenencia a determinado grupo.
El estudio “La interacción entre partidismo, creencias sobre la severidad de la pandemia de Covid-19 y apoyo para intervenciones políticas” (Freira, Sartorio, Buruchowicz, López Boo, Navajas) mostró que tanto en la Argentina como en Uruguay, donde los oficialismos se parecen muy poco en lo ideológico, la gente que apoya a los gobiernos creía aquí y allá que iba a haber menos muertes por Covid, mientras que la oposición planteaba un panorama más trágico. “Sin embargo, el tribalismo apareció cuando se consultó por políticas específicas, como agudizar la cuarentena o cerrar escuelas”.
En “¿El líder sobre la política? El alcance de la influencia de la élite en las preferencias políticas” (Levy Yeyati, Moscovich, Abuin) ya se había observado que “las personas pueden estar de acuerdo con determinadas políticas públicas, pero dejan de estar tan convencidas cuando se les aclara el origen partidario de esas políticas.”
Sesgos y atajos cognitivos
Una de las autoras, Lorena Moscovich, politóloga, doctora en Ciencias Sociales, jefa de experimentación del Laboratorio de Aceleración del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y profesora de la Universidad de San Andrés, subraya la influencia de los sesgos: “Las buenas decisiones llevan tiempo porque suponen estimar todas alternativas (en este caso: no me quiero enfermar, elijo los mejores medios para materializar ese resultado, y me cuido). Cuando esas decisiones son demasiado complejas uno puede apelar a atajos cognitivos que pueden llevarnos a decisiones equivocadas. La tribu entra en escena en esos casos. Por ejemplo, si mi sustento depende de la posibilidad de tener a mis hijos en la una escuela y quiero que esté abierta, pero el que propone las clases presenciales es un líder al que yo no apoyo, entonces concluyo que no quiero que las abran, pero lo hago para no quedar afuera de mi tribu, que es la que critica esa medida”.
Entonces ¿es cuestión de confiar o no confiar en quienes nos gobiernan para acatar o no una política pública? Para Abadi es importante el liderazgo. “Para tener autoridad hay que ser creíble. Cuando las afirmaciones de quien gobierna son desmentidas por la realidad, el paternalismo útil pierde eficacia. El gobierno nacional tuvo un discurso protector en el comienzo, que se desvirtuó luego y quedó convertido en exigencias que a veces tomaban la forma de acusaciones y retos. Un líder tiene autoridad cuando da respuestas pero también cuando dice: ‘Esto lo sé, esto no, y lo estoy averiguando’”.
Moscovich señala otras razones por las que la cuarentena no se cumple: “Para las personas de bajos recursos que dependen exclusivamente de su trabajo y de la ayuda que da el Estado es más difícil evitar salir. Existe una conexión directa entre el nivel socioeconómico y el aislamiento y esto quedó claro en un rastreo de movilidad que hizo el PNUD a nivel regional en alianza con la empresa Grandata”.
A veces, apunta Moscovich, la racionalidad individual lleva a la irracionalidad colectiva. Cita el ejemplo que da el sociólogo y economista norteamericano Mancur Olson: “Si en una procesión cargamos entre todos una bandera gigante sobre nuestros hombros, nadie la ve. Si quiero verla, debo subir a un balcón. Pero si todos hacemos eso, nadie lleva la bandera y se rompe la acción. Individualmente, alguien quiere salir y lo hace, pero si todos salimos a tomar cerveza a los bares, el resultado es que pueden subir los niveles de contagio. Ahí tenemos un problema de acción colectiva”.
Sobreinformados
Cansados, ansiosos, mal dormidos, más pobres. En ese estado decidimos cada día qué hacer y qué no. “Circula mucha información de mala calidad que luce de buena calidad. Y nunca como ahora la sociedad se mete a ver la lógica detrás de un paper científico. Esto se observa claramente en la polémica por la presencialidad en las escuelas. Abrimos las escuelas y subieron los casos, dicen unos. ¿Pero subieron los casos porque abrimos las escuelas? Esa información no la podemos afirmar científicamente –dice Navajas–. Del otro lado, los partidarios de la apertura muestran que no hubo contagios, pero tampoco lo sabemos: la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia. Es un debate con falencias estadísticas y trampas cognitivas, cuando lo más sensato sería mirar que hubo países que cerraron, luego abrieron, después volvieron a cerrar. Sin blancos y negros, con grises”.
Lorena Moscovich insiste en que la Argentina no es excepcional y aporta elementos para que –en cualquier país y contexto– las políticas públicas estén menos envueltas en polémicas y beneficien a todos: “Construcción de confianza, predicar con el ejemplo, dar indicadores claros y automáticos, impulsar pocas medidas pero efectivas (por ejemplo, que todo se haga al aire libre), dar ayudas concretas a los que tienen que quedarse en sus casas”.
Para Abadi, en la Argentina “no se trabajó lo suficiente sobre el valor del miedo útil, que protege, para contrarrestar el pánico inútil, que congela y confunde”.
Tampoco se trata de “pasar el día entero pensando en la pandemia”, dice el psicoanalista.
De esa manera, no habrá nada que los Gregorio Samsa versión siglo XXI logremos tener bajo control. Más que controlar la pandemia y sus efectos, pensándola sin cesar y del mismo modo, “estaremos capturados en ella”. Y, en definitiva, con menos chances de salir más o menos ilesos de las cuatro paredes harto conocidas que en 1915 describió Kafka en su corta y potente novela.