“Byronmanía”: la moda que siguió los pasos de un poeta
Tal vez no debería sorprender que el sufijo de Beatlemanía o Taylormanía tenga su origen en las andanzas de un poeta. “Byronmanía” fue como se definió a la ambigua atracción que en su época, a comienzos del siglo XIX, causó la figura de Lord Byron. De hecho, el término empezó a imponerse cuando el escritor todavía vivía en su Gran Bretaña natal y andaba en la veintena. El círculo se cerró con su muerte a los 35 años en Missolonghi durante la guerra por la independencia griega contra los turcos –el 19 de abril de 1824, hace dos siglos– y selló así una de las leyendas más incombustibles del romanticismo.
“Cuando doy alto sentido a lo ordinario, dignidad de desconocido a lo conocido y apariencia infinita a lo finito, estoy romantizando”, definió Novalis. Byron no se ajustó por completo a la definición del poeta alemán. La crítica más usual es que todos sus libros parecen hablar, bajo el disfraz de alguna voz poética, siempre de sí mismo y proponerse como objeto de escándalo. Por eso –aunque las extrapolaciones nunca son exactas– no resulta por completo errado considerarlo, como se ha hecho, un precursor en espíritu de los rock stars.
“Me desperté una mañana y descubrí que era famoso”, dijo después de que se publicaran los dos primeros cantos de Childe Harold’s Pilgrimage, el largo poema narrativo en que un joven algo hastiado de la vida decide buscar entretenimiento en tierras distantes. Esos versos reflejaban sus deambulaciones entre 1809 y 1811 por España, Malta, Grecia y el Levante. Sus proezas no eran solo escritas: Byron cruzó a nado en ese viaje el Helesponto (el estrecho de los Dardanelos) y con eso inauguró el nado en aguas abiertas. Todavía hoy se realiza una competencia ahí en su homenaje.
Los escándalos de George Gordon Byron (nació en 1788) no tienen de todas maneras que ver con sus precursoras inclinaciones atléticas que se sobreponían al pie defectuoso que –según todas las fuentes– marcó su carácter y arisco. Tras volver de aquel viaje iniciático, causó todo tipo de alborotos. Heredó de uno de sus tíos el título de Baron, lo que le permitió participar de la Casa de los Lores, donde se hizo notar. Los principales conflictos, sin embargo, fueron los affaires con mujeres casadas, que levantaron indignación en todo Londres. El malestar se acentuó con la relación con su medio hermana Augusta (hija del matrimonio previo de su padre, un esquilmador de fortunas). Los rumores de incesto fueron la gota que colmó el vaso.
Acosado por esos chismes y por la enormidad de sus deudas, Byron dejó la isla en abril de 1816 para nunca más volver. Ese exilio voluntario y perpetuo aportaría un elemento definitivo a su estampa romántica. Ese mismo año, se sumó en la Villa Diodati, en Ginebra y a la vera del lago Lemán, a la pareja tránsfuga de su colega Percy Bysshe Shelley y Mary Shelley. Fue ahí donde una noche propuso una compulsa para escribir un cuento de terror. Su médico John Polidori escribió “El vampiro”, el primero en su género, y Mary concibió lo que terminaría siendo Frankenstein.
Byron pasaría a Italia, donde mantuvo también pasiones licenciosas y mostraba otras extravagancias. Byron era un enamorado de los animales: a su newfounland le construyó una tumba monumental y por sus casas –como describió Shelley– circulaban como pares gatos, monos, gallinas de guinea y hasta un águila y un halcón.
Byron había tenido fascinación por la cultura armenia y esa vocación lo llevó a sumarse a la guerra en Grecia, donde armó una brigada pagada de su propio bolsillo, hasta que unas fiebres desconocidas acabaron con él. Su imagen en uniformes estrafalarios le agregaron un toque oriental a la vestimenta romántica. La casi inmediata incineración de su autobiografía por sus editores dejó en las sombras por más de un siglo otro elemento: su bisexualidad.
La paradoja de esa vida hiperactiva y para sus contemporáneos inmoral es que Byron fue leído solo a la luz de sus aventuras y que sus obras (nunca dejó de escribir) pagaran el precio colateral de esa fama negra. En su última etapa, le dedicó casi todo su tiempo a Don Juan, un enorme poema de 17 cantos (quedó incompleto), donde amparándose en su gusto por la ottava rima contaba las peripecias de un joven español al que –muy lejos del carácter de Tirso de Molina– su belleza obliga a huir y se enamora de la hija de un pirata. Más allá de esas tribulaciones argumentales, lo notable de Don Juan, es su talento para la sátira y la digresión. Es una obra maestra, pero aparece postergada por la propia aura de Byron, un personaje per se.