Borges y el arte espontáneo de la conversación
La edición definitiva de Los diálogos, que reúne todos los programas radiales en que el autor de “El Aleph” departía con el periodista Osvaldo Ferrari, es una formidable y solapada autobiografía intelectual y personal
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A partir de los años setenta, la presencia de Borges en los medios se volvió moneda frecuente. Sus apariciones en la radio o la televisión –inconcebibles para cualquier narrador actual– eran sorpresivas, sencillas, eruditas y, a veces, estrafalarias. Las nuevas generaciones de lectores seguramente carezcan de una de las dimensiones del escritor en su etapa crepuscular: la presencia de su voz y su particular fraseo balbuceante, familiar por aquellos años hasta para los que nunca habían leído una línea de él.
Esa versión hablada se transformó de manera voluntaria en parte de la obra, en libros de conferencias como Borges oral o Siete noches. También de manera paralela y colaborativa, aunque con estatus más ambiguo, surgieron diversos libros de diálogos y entrevistas. Entre estos figuran los tres tomos (el primero llegó a salir en vida de Borges) que reunían las conversaciones con el periodista Osvaldo Ferrari, que por entonces mediaba la treintena, en un programa radial transmitido entre 1984 y 1985. Todos esos encuentros son los que reúne Los diálogos. Edición definitiva bajo una misma tapa.
La ambigüedad reside en si hay que considerar estos libros supuestamente subsidiarios como parte del canon del propio Borges. Para resolver el enigma tal vez se pueda recurrir a las palabras del escritor inscriptas en este volumen. El elogio de la oralidad y del diálogo como género fundacional se repite a lo largo de las páginas. En una de esas apariciones, Borges, en contrapunto con Ferrari (un entrevistador también de muchas lecturas), llega a la conclusión de que lo escrito está hecho también de lo oral y que en esas conversaciones radiales “lo que decimos está siendo registrado, de modo que es oral y es escrito a la vez: mientras estamos hablando estamos escribiendo”. En el prólogo al primer volumen ya lo había definido. “Como todos mis libros, acaso como todos los libros, este se escribió solo”, anota. No es casual tampoco que Platón y Sócrates aparezcan de manera constante en estos “diálogos”, a su manera también mayéuticos.
Cuando se publicó Borges, el masivo volumen que reflejaba las apariciones de JLB en el diario de su amigo Adolfo Bioy Casares, algunos lectores se mostraron sorprendidos por la eventual maledicencia y altanería del dúo en la intimidad (opiniones siempre mediadas, en ese caso, por Bioy como amanuense). Esa versión inesperada de Borges tiene su contracara pública en las casi 800 páginas de esta colección, donde muestra su famosa cortesía dialógica (con su ética de concederle al otro siempre la razón), su sentido de la ironía, sus opiniones contundentes (por ejemplo, como un eco de la coyuntura actual, en contra del Estado), su gusto por la digresión, su modestia exagerada que, a veces –cuando le nombran algún verso suyo–, se traiciona. Los que escucharon alguna vez su voz, no podrán evitar leerlo contagiándose del recuerdo de esa cadencia única. Los que no, quizá podrán intuirla en esos “desde luego”, “cómo no” o el uso habitual del pretérito perfecto.
Son ciento dieciocho diálogos de seis páginas en promedio cada uno. El repertorio es amplísimo, pero sobre todo espontáneo, porque la consigna pactada era que el escritor no sabría de antemano qué tema propondría Ferrari. Aunque a todo lo largo algunas ideas, anécdotas o frases se repiten como un ritornello (por ejemplo, el “Art happens” (”el arte sucede”) de Whistler, que tanto le gusta sacar de debajo de la manga), lo más inesperado son las respuestas de Borges que aportan, de manera distendida, información nueva, como una solapada autobiografía intelectual y personal. También asombra la retentiva de los versos que recita, de Ascasubi y Almafuerte, sin trastabillar. Decía que nunca aprendió ninguno de memoria, sino que cuando un verso le gustaba “los poemas se me pegan”.
Un ejemplo de esas definiciones inesperadas. No le gustan los “–ismos” del siglo XX, con excepción de uno, el expresionismo: “Los expresionistas condujeron el movimiento estético más importante de este siglo […], fue una especie de renovación total de las letras. De la pintura también”. Fue cuando vivía en Ginebra, durante la adolescencia, que leyó por primera vez en una revista expresionista un texto de Kafka, amigo de aquellos, pero de prosa nada estridente. “Fui tan insensible –cuenta Borges– que me pareció simplemente muy manso, un poco anodino, ya que estaba rodeado de toda clase de esplendores verbales de los expresionistas”. Al “gran escritor clásico del siglo XX”, como lo considera, le deberá muchas cosas, entre otras la escritura, como admite sin problemas, de “La biblioteca de Babel”.
Los viajes (es excepcional el relato de sus viajes a Japón), la poesía, el budismo, incluso la literatura rusa y su pasión adolescente por Dostoievski, son parte de esta inconmensurable partida verbal. También Virginia Woolf (un apartado donde reconoce que su madre tradujo Un cuarto propio y él solo lo revisó, al igual que pasó con su famosa versión de Las palmeras salvajes, de Faulkner).
Los distintos retratos al paso (Macedonio, Pedro Henríquez Ureña) tienen un modelo en Lugones, al que recuerda como un hombre solemne y triste, y también de juicios tan expeditivos que impedían cualquier charla. “Cuando yo era joven quería ser Lugones, y luego me di cuenta que Lugones era Lugones de un modo mucho más convincente que yo”, dice con el sello de su humor.
A los temas literarios y filosóficos –que en Borges son una forma de respirar– se le puede sumar la cantidad de curiosidades biográficas. La biblioteca paterna en que a los cinco años lee un poema dedicado al Buda, el recuerdo infantil de Evaristo Carriego recitando versos de Almafuerte, o el minucioso, y por momentos cómico, racconto de sus experiencias en la biblioteca Miguel Cané, donde trabajó nueve años. Borges termina por considerar que el famoso nombramiento como inspector de aves de corral y huevos (con el que el peronismo buscó denigrarlo para sacarlo de su puesto) le fue beneficioso: a partir de entonces descubriría que podía ganarse la vida dando conferencias. Fue así como nació el Borges oral.
Decir que Los diálogos es una cantera ineludible e inagotable –solo se esbozaron unos poquísimos temas– resulta una redundancia. Su logro paradójico es que la voz de Borges, que decía querer ser olvidado, a tanto tiempo de distancia, siga resonando, incluso por escrito, como si todavía fuera parte del presente.
Los diálogos
Por Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari
Seix Barral
790 páginas
$ 17.900