Boom del streaming: el true crime, una puerta a los abismos del alma humana
Las plataformas apuestan a los documentales policiales basados en hechos reales, en series donde los asesinos incluso confiesan durante el rodaje
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De pronto, nos encontramos viendo una y otra vez en la comodidad del hogar películas que nos cuentan crímenes reales con lujo de detalles. Las consumimos con placer, como si fueran ficciones, cosa que en algún punto lo son, al menos porque en el relato se utilizan los mecanismos narrativos de las mejores películas del género. ¿Cómo llegamos a esta nueva adicción y qué puede decirnos esto sobre el mundo del entretenimiento y sobre la condición humana?
La revolución en las comunicaciones ocurrida un poco antes del comienzo de este milenio implicó cambios en las costumbres, especialmente en lo relacionado con el esparcimiento. El consumo de cine, una institución cultural que vertebró todo el siglo XX y que resistió exitosamente la amenaza de la televisión y posteriormente el video hogareño, fue probablemente el más afectado. La idea de que cada hogar pudiera recibir online un streaming de datos con películas creó las plataformas: espacios donde, a la manera de las viejas góndolas de los videoclubes, uno pudiera elegir una película a cambio de una cuota general mensual y verla inmediatamente, ahora sin la necesidad de desplazarse fuera del hogar y sin la amenaza de pagar una fortuna por una devolución tardía.
Como suele suceder, un cambio en las condiciones de exhibición genera modificaciones en la producción y el consumo, resultando en nuevas formas estéticas. Una de las consecuencias del triunfo ostensible de las plataformas es la creación de nuevos géneros, con sus códigos y sus esquemas. La nueva era en donde predomina Netflix, pero también otras como HBO Max, ha dado como resultado un resurgir y apogeo de los documentales, especialmente los que tratan temas policiales. Los llamados true crime son esos documentales destinados a contar un episodio policial de la vida real. A menudo, se trata de un asesinato y, como suele suceder en la vida, el asesino está quitándole la vida a una persona de su conocimiento, en general a alguien de su entorno cercano.
El porqué de este interés en la representación documental de casos reales es motivo de especulación entre especialistas, pero una forma de entenderlo es que las plataformas han reemplazado no solo al consumo de cines en salas sino también al de la televisión. En términos estéticos y de calidad, la producción de documentales para plataformas está en un estadio intermedio entre uno y otro, sin la pretensión artística o de ensayo visual que pueden tener los que se exhiben en salas (ahora mayormente restringidos a los festivales o ciclos) pero mucho más elaborados que un programa de televisión, como las historias escandalosas de Hollywood contadas en el canal E! (E! True Hollywood Stories). Tanto como un reemplazo del cine, los documentales de plataforma pueden ser considerados al mismo tiempo como televisión de alta calidad. El reporte de casos policiales, siempre atractivo, ahora tiene una forma de ser contado menos precaria y efímera que el informe televisivo.
Cuestión de tiempo
Una de las características importantes de los documentales es la duración. En la televisión, el tiempo que puede durar un programa está fuertemente pautado por la grilla. Los programas de tele duran un tiempo predeterminado, no demasiado extenso. El cine exhibido en salas, en cambio, no tiene esa restricción. Incluso una extensión mayor a la normal puede ser símbolo de cierta jerarquía artística. El famoso documental Shoah, de Claude Lanzmann, sobre el Holocausto judío, dura casi diez horas y, tanto para el director de la obra como para la crítica, la duración era parte de la experiencia misma; sugería que un tema tan importante para la humanidad no era algo para despachar en una hora y media: había que atravesar esos testimonios desgarradores sin el beneficio de la elipsis o el montaje que los harían más soportables y banales.
En cambio, la duración de los documentales que se ven en las plataformas es variable, puede resolverse en menos de una hora o alcanzar varios capítulos y llegar a la extensión de Shoah, aunque se trate de exponer de un único crimen y sus consecuencias legales. En la comodidad del hogar y administrando la forma en que se ve, estas producciones pueden acompañarnos por días y semanas. El documental en la plataforma no ocupa un lugar en una grilla finita ni exige que el espectador pase demasiadas horas fuera de su casa. Esa extensión desusada ya no funciona como garantía artística sino como casi todo lo contrario: una exigencia comercial que permite considerar a uno de estos productos aislados como compañía hogareña durante varias noches o la posibilidad del bingwatching glotón. Así, a menudo, se siente que están estirados, demorando la información o repitiéndola de manera de alcanzar una cota mínima de tiempo demasiado alta.
Consumir sistemáticamente estos documentales de plataforma lleva inevitablemente a preguntas filosóficas. ¿Qué lleva a una persona a quitarle la vida a otra? ¿Cómo alguien puede no solo cometer un acto tan atroz e irreversible sino al mismo tiempo poner en riesgo su propia vida, exponiéndose a la posibilidad de ser encarcelado durante muchos años? La gama de respuestas es enorme: está quien mata porque no soporta a su pareja, porque tiene un revólver cerca y tuvo una discusión que no pudo manejar, está quien medita durante años la mejor forma de eliminar a alguien a quien no soporta y también quien lleva una mentira demasiado lejos y no encuentra otra forma de salir del laberinto que eliminando a quienes no puede exponerles la verdad, aunque sean su pareja y sus hijos.
Como si fuera una franquicia, los true crime salieron de su ámbito original, los Estados Unidos, y se encaminaron a conquistar el resto del mundo. Así, cada país comienza a desarrollar sus historias, a menudo incompletas, sin resolución legal. En nuestro país, el asesinato de María Marta García Belsunce era un caso propicio para un true crime de Netflix y efectivamente la producción de Carmel. ¿Quién mató a María Marta?, de 2020, cumple sobradamente con las reglas del género.
Hay varios ejemplos de la globalización del true crime. El caso Cassez-Vallarta: una novela criminal muestra la condena a una mujer francesa por la justicia mexicana por participar supuestamente en una banda de secuestros extorsivos, generando un enorme conflicto diplomático entre los dos países. Sophie, un asesinato en West Cork, cuenta la muerte de una mujer francesa en Irlanda, que también genera un conflicto entre los dos países. El caso Wanninkhof lleva el true crime a España, con la muerte de una mujer atribuida a la pareja femenina de su madre. Elize Matsunaga. Érase una vez un crimen nos lleva a Brasil en donde una mujer de clase alta (con un pasado turbio) cumple condena por asesinar y descuartizar a su pareja.
¿Cuáles serían las reglas generales de este nuevo género? En principio, mantener cierta ambigüedad a lo largo de su desarrollo de manera de que se sostenga un suspenso y jugar al final de cada capítulo con una revelación inesperada que cambia el rumbo de la investigación. Lo notable es que muchos casos realmente tienen para ofrecer esos cambios radicales que invierten la perspectiva. De hecho, el ojo entrenado sabe que si la serie tiene varios capítulos y hacia el final del primero todos los indicios indican que el culpable está debidamente identificado, algo sucederá que cambiará todo. Es tan ineluctable como el Quinto de Caballería llegando a tiempo para salvar a los colonos de los ataques de los indios en un western. Así son los géneros.
Otra característica proveniente de la revolución digital es relevante en la producción de estos materiales. Desde que los teléfonos son cámaras de foto y video y buena parte de sus productos son compartidos en las redes sociales, la cantidad de material biográfico con que cuentan los documentalistas es enorme. Un ejemplo es la aterradora El caso Watts. El padre homicida, exhibida en Netflix, contada casi por completo con el material de videos hogareños generados por la propia familia y compartidos en Facebook. La distancia entre ese material edulcorado y autocelebratorio y el hecho que se está contando en la película (un padre de familia normal que, antes de ser descubierto en un affaire, asesina a su esposa y a sus hijas de cuatro y tres años) es abrumador.
En esos casos, los realizadores se encuentran con un hecho consumado y manejan el material de archivo para hilvanar y darle sentido a la historia. Sin embargo, en los primeros ejemplos de este género había, antes del episodio cerrado, un proyecto cinematográfico previo que consistía en el seguimiento del caso policial. El más fabuloso de estos documentales, exhibido en HBO Max, es La escalera. Vale la pena detenerse en su historia.
En diciembre de 2001, el exitoso escritor norteamericano Michael Peterson llama a emergencias diciendo que su mujer cayó por las escaleras de su mansión en Forest Hills. Las autoridades no creen en su versión y lo acusan de asesinato. Peterson toma una decisión insólita: convoca a un equipo de filmación para que registre todo el proceso y le da acceso a su intimidad casi sin restricciones. Así, durante años, un equipo de filmación francés sigue las deliberaciones de Peterson con su abogado, el entrenamiento actoral para enfrentar al jurado, la elección del jurado, el juicio. Finalmente en 2004 se termina una miniserie de ocho capítulos que es exhibida en diversos canales, incluyendo la BBC.
Sin embargo, el caso no deja de producir novedades y en 2012 el equipo vuelve a filmar con Peterson en las mismas condiciones, terminando con una miniserie de 13 capítulos (¡629 minutos!). La escalera, con su producción a lo largo del tiempo arrancando en un formato de exhibición y terminando en otro, es el punto de articulación entre un producto cinematográfico de largo aliento y el comienzo de la era de los documentales de plataforma.
El caso de Peterson representado en La escalera es asombroso y cumple con todas las características de los true crime: personajes atractivos, ambigüedad, incertidumbre y vueltas de tuerca en la historia que serían la envidia de los mejores guionistas de Hollywood. Tanto es así que, como comienza a suceder cada vez más a menudo, posteriormente se realizó, producido por la misma plataforma, una representación con actores profesionales, en este caso con Colin Firth haciendo el papel de Peterson. Esos experimentos ficcionales sirven para dos cosas: seguir exprimiendo las posibilidades comerciales de un hecho policial y confirmar que es mucho mejor el registro documental, parcial e imperfecto, que una recreación profesional con los mejores actores.
Lo mismo sucede, con un agregado extra, en otro gran exponente del género, The Jinx, una miniserie de HBO Max centrada en un empresario norteamericano, Robert Durst, acusado de asesinar y descuartizar a su mujer. En esta miniserie el proceso de grabación tuvo incluso consecuencias legales, nada menos que en la resolución del caso. El propio acusado –luego de una serie de revelaciones asombrosas que incluyen el hecho de que durante meses escapó de la justicia haciéndose pasar por una mujer muda–, en una de las últimas entrevistas, mientras hace una pausa para ir al baño, olvida que todavía tiene el micrófono funcionando y, hablando solo, confiesa todos sus crímenes.
En ese punto en donde el personaje de un true crime se condena a sí mismo por la vanidad de ser parte de un proyecto cinematográfico se forma un vórtice donde confluyen realidad, ficción, ley, televisión y cine y, en definitiva, vida y muerte. Esa posibilidad de asomarse a los secretos más abismales del alma humana, con sus consecuencias aterradoras es, quizás, el secreto del éxito de estos documentales.