Bergman eterno. Un artista genial que siempre vuelve con sus grandes temas
La adaptación en una reciente serie de su película más vista, Secretos de un matrimonio, invita a regresar al universo creativo del maestro sueco, cuyo cine no pierde vigencia
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En su recorrida por distintas iglesias, el pequeño Ingmar Bergman acompañaba a su padre, un pastor luterano que no dudaba en propinarle fuertes castigos a modo de correctivo por sus supuestas faltas. El cineasta lo recuerda en Linterna mágica, su magnífico libro de memorias. La relación conflictiva con el mundo religioso de su padre lo llevaría luego a su ateísmo declarado. “El miedo nos hace buscar una imagen salvadora y esa imagen es Dios”, sostendría después. Esto no impidió, sin embargo, que el tema de Dios fuera una de sus obsesiones, junto con un conflicto esencial que exploró con lucidez abismal mediante guiones que, en general, brotaron de su propia mano: los límites de la comunicación humana.
La incomunicación es precisamente uno de los temas de Detrás de un vidrio oscuro, en la que un joven busca establecer contacto con su padre. Se trata de una de las grandes obras de Bergman, que obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera. Dentro de poco se cumplirán seis décadas de su estreno, el 16 de octubre de 1961.
Bergman nació en Upsala, Suecia, en 1918. Como en muchos artistas, su infancia es la fuente de su arte, una filmografía de más de 50 títulos. “Soy un niño. Toda mi vida creativa proviene de mi niñez”, dijo. Sus películas reflejan las angustias existenciales que lo habitaban. Fue pródigo en descendencia (nueve hijos) y en enlaces fallidos (cinco matrimonios y muchos amoríos con sus actrices, entre ellas Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullman). Con el tiempo reconoció aspectos oscuros de su personalidad, asumió que no fue el mejor padre y pasó largas temporadas de retiro en su mítica isla de Fårö, en la que la muerte lo alcanzó a los 89 años en 2007 (el mismo día en que murió otro gran maestro que también sondeó en la incomunicación, Michelangelo Antonioni).
Abordó sus temas con intuición visionaria. En Un verano con Mónica (1953), uno de sus primeros grandes films, una jovencísima Harriet Andersson muestra su rostro, bello y rebelde, en primeros planos antológicos, en uno de los cuales la actriz mira al espectador. Mónica es el deseo de vivir en un verano en la costa del mar.
La nostalgia por la juventud aparece en Cuando huye el día (1957), con el legendario Victor Sjöström (protector de Bergman en el Instituto de Cinematografía de Suecia), que encarna a un anciano que repasa su vida mientras la muerte se acerca. Ya aquí resultaba clara la influencia de Søren Kierkegaard, padre danés del existencialismo. También la del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, pero más aún la de su compatriota August Strindberg, autor de El padre y La señorita Julia. Carl Theodor Dreyer, con La pasión de Juan de Arco (1928), lo precedió en la inquietud religiosa.
Como en Visconti, la pasión de Bergman por el cine convivió con el teatro e incluso la ópera. Desarrolló su camino cinematográfico mientras dedicaba parte de su energía a ambiciosas puestas teatrales, entre ellas una adaptación de la ópera de Mozart La flauta mágica (1975).
En El séptimo sello (1957), un joven caballero, interpretado por uno de sus grandes actores, Max von Sydow, regresa de las Cruzadas en la Edad Media y la muerte le sale al paso; el hombre busca demorar su abrazo final enfrentándola en una célebre partida de ajedrez, inspirada por uno de los frescos de una iglesia que Bergman vio en su infancia, cuando seguía a su padre: la Danza de la muerte del pintor Albertus Pictor, imagen en la que, frente a un aristócrata, una calavera mueve sus piezas en un tablero.
Los críticos insistieron en ver una trilogía del silencio de Dios del genio sueco, compuesta por Detrás de un vidrio oscuro, Los comulgantes (1963), aquí conocida como Luz de invierno, y El silencio (1963), con la sensual Gunnel Lindblom. Bergman siempre negó esa supuesta trilogía.
En el cine de Bergman el conflicto familiar abruma pero fascina. Por ejemplo en Sonata otoñal (1978), con un duelo actoral –quizás uno de los más notables en la historia del cine– entre Ingrid Bergman y Liv Ullmann. Y en Escenas de la vida conyugal (1973), aquí conocida como Secretos de un matrimonio, concebida como una serie televisiva, con Liv Ullmann y Erland Josephson, que tiene una muy reciente remake disponible en HBO Max. Es la película más vista de Bergman, quien luego retomará a sus personajes Johan y Marianne treinta años después, en su último largometraje, Saraband (2000), cerrando el círculo de sus desencuentros con un encuentro conmovedor.
Su gran reconocimiento internacional empezó con su primer Oscar a la mejor película extranjera, El manantial de la doncella (1960), a un tiempo dura y poética. El huevo de la serpiente (1977), otra de sus películas premiadas, es una historia en la Alemania de la República de Weimar, que refleja el germen oscuro del nazismo y el racismo genocida que ya asomaba a través de una serpiente que, escondida, crecía en el fondo de una sociedad desquiciada.
En Persona (1966), la obra de Strindberg La más fuerte le dio a Bergman la idea de dos personajes femeninos, uno que habla todo el tiempo y otro siempre callado. Aquí el tema es la identidad, con el trasfondo de la teoría junguiana de la persona. Bergman recurre a imágenes que supusieron, según declaró, el punto más lejos al que llegó su cine, junto con Gritos y susurros (1972), film en el que el color rojo aviva el conflicto entre las hermanas protagonizadas por Ingrid Thulin y Liv Ullmann.
El tema de Dios y la incomunicación gobierna Detrás de un vidrio oscuro, película en la que el hijo, Minus; el padre, David (Gunnar Björnstrand); la hija Karin (Harriet Andersson) y su esposo Martin (Max von Sydow) comparten unos días de descanso.
En la historia del caballero Block (El séptimo sello), su escudero habla como un escéptico moderno y Dios es ausencia, distancia, el ser que no atiende a súplicas u oraciones: el silencio de Dios. En Luz de invierno el sacerdote, que debería tener la fe más firme, es incapaz de transmitirle esperanza y consuelo a un creyente desesperado que pide su ayuda. Y en Detrás de un vidrio oscuro, Karin dice ver a Dios como una araña amenazante, lo opuesto a un dios protector, y se hunde en la locura.
A primera vista, el camino “teológico” de Bergman es diferente al de su admirado Andrei Tarkovski, de quien dijo que llegó a la cumbre que él no pudo acceder, y a quien ayudó en su último film, El sacrificio, filmada en Suecia con el protagónico de Erland Josephson.
Pero parte de la genialidad es la fuerza de la sorpresa. Minus sufre por la relación fría con su padre. En la posguerra, la incomunicación se anclaba en el fundamento filosófico que le daba el existencialismo en las versiones de Jaspers, Sartre, Camus, Ionesco, Beckett. Hoy esa incapacidad, inherente al ser humano, tiende a ocultarse bajo la ficción de ser “acompañado” por muchos “amigos” en las redes y el mundo digital.
Entre las rocas, el mar, la casa aislada y con su familia reunida, David, el padre, escritor, parece flotar en una sensación de aturdimiento y vacío. Pero la primera sorpresa aparece: la comunicación sí es posible. Detrás de una ventana, en el atardecer, de cara al mar, el padre finalmente habla, se comunica con el hijo. Minus entonces le pide a su padre que le demuestre que Dios existe; necesita algo firme que lo ayude a enfrentar las tormentas. Segunda sorpresa: el padre le asegura que Dios sí existe. Lo prueba no la teología o la filosofía, sino el amor. El amor “más grande y el más pequeño, el más ridículo y el más sublime”, ese amor es lo que permite que “el vacío se vuelva abundancia y la desesperanza, vida”.
Las palabras del escritor acaso sean las del propio Bergman. Con ellas, David no solo se comunica con su hijo sino que también convoca la esperanza en un mundo de confusión y soledad.