Belgrano y San Martín, héroes muy distintos en la pluma de Mitre
Con el fin de alumbrar una épica nacional, el fundador de La Nación hizo foco en dos figuras que juzgó complementarias
- 7 minutos de lectura'
Según la célebre definición de Ernest Renan, una nación es la articulación de una tradición común y de un proyecto común. Un país que no reconozca en su pasado un relato capaz de contener a todas las parcialidades que lo conforman, y que no logre definir para el futuro otro relato que, a modo de continuidad y consumación del primero, sea capaz de definir un núcleo básico y común de aspiraciones y reglas de juego que garanticen un porvenir atractivo, jamás llegará a ser una verdadera nación. Antes de que Renan sentara estos principios, Bartolomé Mitre los supo comprender muy bien, y decidió desde muy joven que dedicaría su vida a la doble tarea (o mejor dicho, a las dos facetas de la única tarea) de construir como historiador el discurso identitario desde donde emergiera claramente una tradición nacional que incluyera a todos, y de definir y ejecutar como gobernante el proyecto político que garantizara la fructificación de esa tradición que venía del pasado en un futuro de condigna unidad y creciente prosperidad.
Gracias a la articulación inteligente de ambos relatos, el histórico y el político, el de la tradición y el del proyecto, Mitre ha sido reconocido no solo como el iniciador de la historiografía “profesional” y científica argentina y de lo que después se conoció como la “historia oficial” de nuestro país, sino también como el impulsor y primer ejecutor de un modelo de Estado y de nación que fue capaz de convertir a la Argentina, durante largas décadas, en un país orgulloso de su pasado, entusiasmado con las posibilidades de su futuro y seguro de su profetizada grandeza.
Debe señalarse que este doble éxito suyo, sin embargo, no se debió solamente a su pericia como historiador y como político y gobernante, sino también a su innegable destreza poética, pues el relato histórico-proyectivo en el que articuló su versión del pasado y del futuro del país jamás habría logrado hacerse carne en la población, seduciendo, convenciendo y comprometiendo en la acción a generaciones de argentinos, si su construcción no hubiera estado gobernada, además de por el dato histórico y la propuesta política, por una dimensión épica capaz de entusiasmar e involucrar a sus compatriotas mediante el recurso de la ejemplaridad moral y vital de dos cabales héroes, San Martín y Belgrano, modelados por Mitre con la misma mano maestra y la misma técnica literaria con que Homero, Virgilio y los anónimos autores de los grandes poemas heroicos de la Edad Media modelaron a Aquiles, Ulises, Héctor, Eneas, Roland o el Cid.
No tiene la Argentina (a despecho de lo que imaginaron Lugones y Rojas, que creyeron ver en el Martín Fierro un poema épico) héroes literarios, de ficción, equiparables a los nombrados. No tenemos una Ilíada o una Eneida en las que reconocernos como pueblo, en las que descubrir nuestros valores tradicionales y a partir de las cuales definir un proyecto de futuro comunitario; tenemos, en cambio, dos admirables obras, la Historia de Belgrano y de la independencia argentina, y la Historia de San Martín y de la emancipación americana, en las que Bartolomé Mitre nos ofrece, a la vez, investigación histórica y construcción poética, indagación y compulsa de fuentes y creación literaria, crónica de sucesos reales y construcción de dos admirables personajes que, siendo también ellos reales, se plasman además con la rara perfección psicológica y la consumada ejemplaridad moral con que los grandes escritores de ficción diseñan a sus héroes.
Sabiamente, Mitre intuye que no basta un héroe perfecto para proponer a la emulación de sus conciudadanos, porque la perfección intimida y aleja. Decide entonces elaborar su versión de la historia nacional en torno a dos héroes de muy diversa complexión espiritual y convenientemente complementarios.
Uno de nosotros
Belgrano es el hombre ejemplar por su esfuerzo antes que por su excepcionalidad. Mitre nos lo presenta como alguien nada extraordinario, como uno más de nosotros. Llevado por las circunstancias a desempeñar grandes y pesadas tareas, su grandeza estuvo en no rehuirlas y en hacerse cargo de ellas con abnegación, con sacrificio extremo y con dedicación conmovedora. Belgrano es el héroe cercano, más fácilmente imitable por su “mediocridad” (Mitre no teme usar esta dura palabra, aunque despojándola de todo matiz peyorativo y cargándola, sospechamos, de su sentido latino de ponderable medianía), y por ello mucho más querible que admirable. Pierde en admiración lo que gana en simpatía; su alma es grande y pura, su carácter elevado y sencillo; su grandeza moral no se funda en la superioridad o en el genio, sino en el desinterés y en la falta de orgullo y de egoísmo: se trata de un héroe modesto que brilla sin deslumbrar, no superior sino igual a nosotros, imitable precisamente por accesible, sim-pático, esto es, co-sintiente, co-sufriente junto al pueblo, partícipe de sus mismas aspiraciones, limitaciones, esfuerzos y miserias.
Un ideal estimulante
Frente a este modelo heroico próximo y simpático, el que ofrece San Martín en la pluma de Mitre es más lejano por su excepcionalidad. En él sí domina el genio y fulge lo extraordinario; por más elevado, es más admirable, pero también más inaccesible y alejado de una posible emulación. Su ejemplaridad es más ardua, más desafiante, más ideal, aunque precisamente por todo eso sumamente estimulante como meta aspiracional. La imitación de Belgrano es como la imitación de los santos, perfectamente posible; la de San Martín, como la imitación de Cristo, un faro que alumbra y guía en la marcha hacia un horizonte que por definición jamás se ha de alcanzar. Sobre este modelo de héroe nuestro historiador-poeta funda la ejemplaridad sanmartiniana en dos notas íntimamente relacionadas: la de una genialidad excepcional y transformadora de la realidad, y la de un poder y una fuerza capaces de llevar al triunfo el proyecto enarbolado más allá de cualquier afán de realización personal.
Hemos asistido en los últimos tiempos a un indigesto empacho de relatos falsos, hipertróficos, amañados, antojadizos, sin asidero alguno en la realidad y de pésima factura tanto narrativa cuanto ideológica; esto ha conducido a un hartazgo y a una descaminada y peligrosa desautorización del relato en sí como instrumento de autorreconocimiento y estímulo sociales.
El que existan relatos falaces no implica, sin embargo, la improcedencia del relato como estructura significativa (según quería Renan) tanto de la tradición cuanto del proyecto de la nación. No existe nación o cultura que carezca de relatos y de mitos, no se puede vivir sin ellos. Solo es cuestión de dar con el más ajustado a la realidad histórica y aspiracional del pueblo en su totalidad y en su complejidad, evitando las representaciones parciales y excluyentes y las narrativas maniqueas que enfrenten a un sector del país con otro, arrogándose la titularidad del bien y achacando a los demás la encarnación del mal. Bartolomé Mitre, en la segunda mitad del siglo XIX, dio con esa feliz fórmula, en la que se educaron millones de argentinos y sobre la cual se fundó una nación grande, próspera y segura de sí. Hoy, al cabo de décadas de decadencia, desintegración u humillación, la Argentina tiene aún pendiente la tarea de elaborarse una épica sana, interpelante, factible e integradora para el siglo XXI.
El autor es Investigador del Conicet, profesor y exdecano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UCA y miembro de número de la Academia Argentina de Letras