Beatriz Sarlo y la vida indómita de las ideas
La autora de Una modernidad periférica, fallecida esta semana, enlazó el campo intelectual con el gran público
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Se va un augusto centurión de las guerras culturales del último medio siglo. El vocablo bélico de la Roma Imperial le cala bien a Beatriz, porque ella combinó el combate permanente con la delimitación (la lucha por las fronteras) de un territorio especial: la literatura argentina.
Beatriz Sarlo fue la primera intelectual que supo enlazar las florituras ásperas del campo intelectual argentino con el gran público. Ni David Viñas (excelso en la pluma, pero dueño de un tono cascarrabias, poco sofisticado en los medios), ni Juan José Sebreli (acérbico y distante), ni naturalmente Horacio González o José Pablo Feinmann (los enumero, y noto con pena que todos han muerto): ninguno gozó de la conexión singular que Beatriz supo agitar y mantener con las masas argentinas. Fue una intello para puaners, políticos, psicoanalistas, rosqueros, maestras de cerámica, verduleros perspicaces y taxistas tirapostas; una intelectual para todos y para cualquiera que se sintiera parte de la otra gran pasión argentina: la batalla imaginaria por las ideas.
(Por eso Beatriz se metía en el Malba en pleno partido del Mundial de la Selección: las pasiones populares son así, archicompetitivas y celosas.)
"Cuando miraba la política, Beatriz funcionaba como una crítica literaria, y cuando leía literatura, a menudo era una analista política"
Es interesante que, de niña, Beatriz no hubiera soñado con ser escritora, sino intelectual a secas: una figura moderna donde la palabra se enrosca en un juego de poder. Es decir: un intelectual no se aboca a la palabra en su belleza y su misterio (como lo haría una poeta), sino que persigue más bien una forma del sigilo y la autoridad, de la prescripción y la verdad. (O quizás, para el intelectual no hay belleza y misterio como el que tiembla bajo ese juego de poder.) Donde hay autoridad, hay obediencia: Beatriz no persuadía, no hacía un mano a mano mayéutico donde buscaba convencer a su interlocutor; Beatriz hacía download de su lectura del mundo. Beatriz no solo escribió y dio clases: entró en el imaginario popular a partir de ciertas poses, de cierta manera de comunicar que su cuerpo era un médium de otra cosa. Magnética en su deferencia, altiva en sus distancias, combinó su altura profesoral con un look de señora bien que podía maridar perlas y peronismo en una sola frase.
Cuando miraba la política, Beatriz funcionaba como una crítica literaria, y cuando leía literatura, a menudo era una analista política. Cristina Kirchner fue una aliada ideal para la consolidación de Beatriz como intelectual pública. La jefa de Estado que amaba confundir la Patria consigo misma, que se autopercibía una intelectual y que terminó por convertir el Estado en una máquina narrativa, había encontrado una crítica a la medida de narcisismo espectacular. Cuando se conocieron, en una reunión que había organizado Néstor Kirchner, y a la que Beatriz concurrió junto al historiador Tulio Halperin Donghi, Cristina cometió el error de comentarle que había leído a Ernesto Laclau y quiso darle una clase a la profesora; quería manifestarle no solo que se sabía la lección, sino que además ella era la lección en acto. Sarlo se dedicaría a decirle que no había entendido absolutamente nada de Laclau durante el resto de sus días. Su rechazo se mantendría férreo hasta la llegada de Milei, cuando llamó a votar por lo que dijera Cristina.
"Beatriz encarnó como nadie la negatividad del intelectual, que implica la resistencia espartana al confort de ciertas seducciones masivas"
Cuando Beatriz visitó 678, nos juntamos como quienes se juntan a ver un partido de fútbol en casa de Daniel Link. Pasión de multitudes a la romana: la gladiadora más augusta visitaba el cubil de las bestias más oscuras, nefastas y peligrosas; tenía algo de documental de NatGeo. En su glosolalia acusatoria, Barone le decía: ¿cómo puede ser que no te rindas ante esta comunión de gobierno y pueblo que somos los kirchneristas? Como cuando un águila desciende sobre un roedor, la escena en la que Beatriz le dice “Conmigo no, Barone” es para pasarla en cámara lenta. Lo que yo no sabía en ese momento es que fue un acto de piedad: Beatriz le retruca su trayectoria en los medios en los años 90, pero calla que Barone había trabajado nada más ni nada menos que en la sección de cultura de Convicción, el diario de Massera durante la dictadura. Deja que Barone sepa que ella sabe, que solo le queda recular para sobrevivir. Beatrix Imperatrix: no solo es luchadora en la arena, también le perdona la vida.
Siempre me pareció algo del orden de la magia que a los argentinos les importara tanto lo que pensara una intelectual; me fascinaba que se enojaran con Sarlo, que protestaran porque su opinión no se alineaba con la propia. Que desearan de manera muy auténtica que Beatriz estuviera de su lado de la cancha. Creo que son estas cosas, y no las listas ociosas de los Nobeles, las que hacen secretamente grande a nuestro país: esta conexión pasional de los argentinos con la vida indómita de las ideas. Beatriz encarnó como nadie la negatividad del intelectual, una noción de Theodor Adorno que implica la resistencia espartana al confort de ciertas seducciones masivas; y compró, sin embargo, todos los fantasmas del peronismo, incluido el estallido social inminente y Alberto Fernández. Por mi parte, confieso que me daba cierto placer cuando se equivocaba, y que solo me enojó su triste y olvidable obituario de Jorge Dotti.
El velorio de Beatriz compuso una escena de una fuerza narrativa descomunal (al punto que me cuesta creer que no lo diseñó ella misma). El CeDInCi consta del pasillo de una antigua cochera, y al fondo un patiecito y un cuarto austero. La gente agolpada, calor, vino barato y mucha emoción; los fastos de una intelectual de izquierda porteña. Un cuadro de Marx y Engels del Partido Comunista escrito en letra gótica donde se lee “1848″, la fecha de la publicación del Manifiesto Comunista. No solo decía: este es mi alfa y mi omega, regreso a mi origen de militante de izquierda, lo que siempre fui; también se afincaba en el tiempo, como una intelectual del siglo XX. Debajo del póster de 1848, Beatriz descansaba de blanco inmaculado, una vestal o una derviche, inmortal y abrazada a la negatividad última. Morituri te salutamus, magna Beatriz.