Baruj Spinoza, el más actual de los outsiders del pasado
El holandés es hoy el pensador más influyente de los clásicos , por su incisivo rechazo de los dogmatismos y de la adhesión acrítica
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Tal vez ningún pensador ha sido tan mal leído, tan poco comprendido y tan bastardeado como Baruj Spinoza (1632-1677), ese judío holandés maldito y expulsado no solo por su propia comunidad sino también por los poderes políticos y eclesiásticos de su época. No solo: ahora incluso, su extrema originalidad, su resistencia a dejarse capturar por los discursos dominantes, el carácter enigmático y por momentos casi indescifrable de muchos pasajes de sus textos lo mantienen proscripto de muchos círculos “biempensantes”. Frecuentemente, para domar su extrañeza se le adjudican rótulos y adjetivos de lo más diversos: panteísta, monista, racionalista, ateo… Etiquetas que dan la ilusión de que se entiende lo que quiso decir, pero que, al imponer un sesgo previo a la lectura, solo sirven como obstáculo. Esas categorías funcionan como anteojeras: si ya se sabe lo que se va a encontrar ahí, no es necesario leerlo… Y justamente la lectura –algo bien diferente a pasar la vista por las páginas–, con toda la dificultad que plantea, es un tema central del holandés.
La defensa acérrima de la “libertad de filosofar” (como plantea explícitamente en su Tratado teológico-político) es el eje de su práctica. El rechazo al dogmatismo en cualquiera de sus manifestaciones se expresa a lo largo de toda su obra y adquiere, en cada libro, una modalidad particular. A primera vista, parecería que Spinoza se ocupa de diferentes cuestiones: la ética (dirigida principalmente a la vida individual y desarrollada en su Ética demostrada según el orden geométrico), la política (que se refiere a la vida social, en su inconcluso Tratado político) y la interpretación de los textos, actividad vinculada tradicionalmente a la religión (en su ya mencionado Tratado teológico político). Sin embargo es posible revisar esa división convencional y advertir que esta última obra contiene, de alguna manera, las claves para comprender la totalidad de su trabajo. Las tres áreas son, en realidad, hebras entretejidas de un solo lazo. Ya en su temprano Tratado de la reforma del entendimiento el filósofo había sentado las bases para forjar un pensamiento autónomo. Anticipando los planteos del Iluminismo, Spinoza no acepta corsés teológicos ni autoridades eclesiales que dictaminen acerca de la razón y la verdad. El nexo entre sus textos es el tajante rechazo al pensamiento único, al fanatismo y a la adhesión acrítica. Refuta el esquema vertical dominante y postula la horizontalidad de los lazos y los afectos.
Pero ¿por qué una obra dedicada a enseñar cómo se deben leer las Escrituras constituye el mapa de su pensamiento? ¿No es ese acaso un tema irrelevante para la ética y la política, un mero ejercicio de erudición o, a lo sumo, una discusión sobre “el sexo de los ángeles”, cuestiones muy alejadas de la vida real y concreta de los ciudadanos comunes? He ahí la estrategia spinoziana: como dice Leo Strauss, en épocas de persecución el escritor/pensador debe usar ciertos ardides que le permitan decir lo más crudo y revolucionario de su pensamiento con el suficiente disimulo como para que pase inadvertido a la vista de los censores. Al modo de “la carta robada”, expuesta a cielo abierto y, por eso mismo, invisible para los inspectores de la moral, Spinoza despliega sus más audaces afirmaciones “escondidas” en un texto que aparenta ocuparse de literatura.
Ese núcleo de desacralización es la base de la libertad, eje de su pensar, que irradia hacia todas las áreas de la vida humana. Es que no solo en los ámbitos religiosos se verifica ese fenómeno de autoridad divinizada y hegemónica: también en la política rige, muchas veces, una religiosidad secularizada, una adoración acrítica, un culto de capilla. Esa es la situación que Spinoza denuncia y pretende desarticular. Ejercer el pensamiento es lo contrario de la obediencia ciega y la sumisión a dioses de cualquier tipo. La vigencia de esta postura es indiscutible. No se trata, simplemente, de separar Iglesia y Estado, sino de impedir que el Estado funcione como iglesia. Pero postular un sujeto libre no implica convertirlo en soberano: el hombre, dice, no es “un imperio dentro de un imperio”. Sus acciones y decisiones están indefectiblemente entramadas con los otros, según una legalidad que rige todo lo existente.
Su materialismo radical, su rechazo a la metafísica, su afirmación de la inmanencia, su énfasis en los afectos, el cuerpo y la potencia, su apuesta por lo singular que no se disuelve en ningún universal, sitúan a Spinoza como el más moderno de los pensadores. Tiene razón Althusser cuando afirma que Spinoza es, en la filosofía, el centro vacío que no deja de producir efectos. Esa rabiosa actualidad es, al mismo tiempo, lo que lo hace “inactual” (eso que Nietzsche llamaba intempestivo): una flecha que atraviesa las modas, las tendencias y los discursos de consumo, lo políticamente correcto y las ideas on demand. Leer a Spinoza hoy es recuperar la fuerza de un pensar que tiene mucho para decirnos, aquí y ahora.
Doctora en filosofía. Su último libro es Tiempo de Spinoza (Leviatán)