Asteriscos
Este cuento inédito del autor de El calígrafo de Voltaire forma parte del volumen que la Academia Argentina de Letras publicó en festejo de sus 90 años; su trama enseña que las páginas de un libro pueden esconder múltiples enigmas
- 21 minutos de lectura'
Fue Julio Essenberg quien reunió y prologó, con celo ejemplar, los Poemas escondidos de Esteban Bianco. Por el bien de la Academia, Essenberg evitó explicar el hallazgo de esos escritos póstumos. Han pasado diez años y me toca a mí, en este prólogo a la segunda edición, reparar ese razonable silencio.
Esteban Nemesio Bianco publicó tres libros antes de cumplir los treinta. No volvió a editar nada hasta el fin de sus días. Donde hay un vacío, sabemos, se impone una leyenda. El académico Darío Alarcón se había obsesionado con esos hipotéticos poemas:
—Cuando en 1966 llegaron a la biblioteca de nuestra Academia las cajas con las cosas de Bianco, me entusiasmé. Pero no había nada de valor: alguna crítica, cartas recibidas, papeles indescifrables, la cuenta de la luz. No importa: la búsqueda prosigue.
Aquella vez Essenberg, amigo de Alarcón, se apuró a decir:
—Me acuerdo de que cuando Bianco donó sus libros dijo «Mi biblioteca es mi verdadera obra». Y murió poco después. Una buena razón para que pensemos que no volvió a escribir una sola línea.
Cuando nos reuníamos a tomar el té con leche, antes de que comenzara formalmente la sesión, las voces de Alarcón y Essenberg apagaban las otras. Solo Juan Aldys se animaba a terciar, siempre irónico, siempre ligeramente alejado de todo. A veces fustigaba a Alarcón, otras a Essenberg. Estábamos en 1972, pero Aldys vestía como un caballero de principios de siglo. Su padre había sido dueño de una famosa colección de armas: él prefirió reunir guantes, sombreros y bastones.
—Mirá la elegancia de Aldys —se admiraba Alarcón—. Nosotros, Julito, no podemos competir con esos trajes italianos.
—Aldys es un dandy. No tiene esposa, ni hijos que mantener —protestaba Essenberg, que tenía esposa, cuatro hijas y un magro sueldo de profesor de Gramática en la universidad.
También Alarcón estaba a salvo de todo problema económico. Se había casado en 1940 con la heredera de una de las familias más ricas del país. La mujer había muerto a causa de una infección bacteriana en 1967, durante uno de sus viajes al Oriente o al África, siempre en campañas de beneficencia para pobres lejanos. Los pobres autóctonos no la conmovían. Alarcón se había empeñado en dilapidar la fortuna heredada, pero ya estaba resignado a ser rico hasta el fin de su vida.
Persiguiendo la sombra del poeta Bianco, compraba baúles llenos de papeles, fotografías, tazas de té envueltas en papel de diario y las otras chucherías que dejan las mudanzas y las muertes. En aquel aciago invierno de 1972, seguía ilusionado con los poemas.
—Decime, Alarcón —preguntó su amigo—. ¿Quién fue el cretino que te condenó a esa búsqueda infinita?
—Fue una mujer. Vilma Lutzky. Profesora de literatura. Escribió algunos poemas y dos libros de cuentos. Firmaba como Vilma Lutz.
—No me suena el nombre —dijo Essenberg, a quien todo le sonaba.
—Nos conocimos en la primavera del 38. Apenas habían pasado unos meses de noviazgo cuando me ordenaron que fuera a París para resolver un problema de inventario en la embajada. Algo atolondrado, le pedí a la señorita Lutzky que me acompañara. Como ella quería conocer Italia, sacamos pasaje a Génova en el Conte Grande. Un problema en el trabajo me obligó a posponer el viaje un mes. Ella partió. Vino la guerra y me resultó imposible viajar. Vilma logró salir de Italia, pero quedó sola en París. Era judía, extranjera, hizo lo posible por escapar a España, pero tuvo algún problema de papeles y terminó por matarse en un hotel de Marsella. Se envenenó.
Alarcón había comenzado a hablar con tono ligero, como si contara una comedia, pero teníamos ante nosotros una tragedia. Nos quedamos en silencio, hasta que Aldys, empeñado siempre en simular que los asuntos humanos le eran ajenos, volvió a hablar de Bianco:
—¿Y ella, antes de desaparecer, te habló de los poemas?
—Vilma era amiga de la única hija de Bianco. Habían sido compañeras de colegio. La hija aseguraba que su padre nunca había dejado de escribir sus poemas, pero que no sabía adónde habían ido a parar. Decía también que su padre concebía ideas extrañas sobre la poesía: no solo había que tener en cuenta cada poema, sino la idea total que daba cuerpo a la obra. A esa idea secreta la llamaba “la constelación”. Y en el caso de su padre, esa idea era el silencio.
—¿Tendrá lectores hoy la obra de Bianco, con sus biombos, sus vitrales, sus clepsidras? —se preguntó Essenberg—. He visto que los jóvenes solo escriben poemas a Ho Chi Mihn, al Che Guevara, a los pueblos oprimidos.
—Ya pasarán de moda todas esas abyecciones —aventuró Aldys—. Y los poetas esconderán bajo la alfombra su oportunismo, como Neruda escondió su “Oda a Stalin”.
El presidente había incorporado poco tiempo antes una campanita, que daba a los encuentros un aire litúrgico. La hizo sonar y pasamos a la biblioteca, donde tenían lugar las sesiones. Eran tiempos de secuestros, bombas y asesinatos, pero allí, entre libros, no podía pasar nada malo.
Al día siguiente sonó el teléfono a la hora de la siesta. Mi esposa había salido, así que tuve que levantarme de la cama y atender. Era Essenberg. Estaba a punto de increparlo por la hora, cuando dijo:
—Murió Alarcón. Aranda llegó temprano a la Academia y apenas entró en la biblioteca lo encontró. No pudo hacer nada, llevaba muerto varias horas.
Tardé unos segundos en reunir unas palabras:
—Pobre Darío. ¿Su problema del corazón…?
—No, no. ¿Para qué hablamos de Bianco? Esa obsesión que tenía con sus poemas imaginarios… Volvió de noche a la biblioteca, se subió a la escalera y se rompió la crisma.
—Pero los estantes no son tan altos.
—Estaba buscando un libro en el piso superior. Cayó por encima de la barandilla.
El sábado por la mañana nos reunimos en la Recoleta bajo un escudo de paraguas negros. Essenberg se ocupó del discurso. Noté en sus palabras un cierto resentimiento contra Bianco, como si el lejano poeta, que había muerto varios años antes, tuviera la culpa de la caída de Alarcón.
El lunes siguiente visité la Academia para retomar mi siempre demorada biografía de Almafuerte. Cuando dejé mi abrigo en los ganchos de bronce del pasillo me quedé mirando la placa con el nombre de Alarcón. Pensé con melancolía que pronto otro nombre ocuparía su lugar.
Al entrar en la biblioteca, me di cuenta de que se me habían ido las ganas de trabajar. Beatriz, una joven bibliotecaria, acomodaba unos libros, así que me dirigí a Silvia Mainardi, con quien tenía más confianza. Todos los años la señora Mainardi anunciaba su inminente jubilación, pero luego se arrepentía.
—En qué lo ayudo, doctor Greco —me preguntó, mientras me miraba a través de sus lentes gruesos. Llamaba a todos «doctor», y la mayoría lo era, pero yo no—. ¿Sigue trabajando sobre Almafuerte?
—Sí, pero con esa biografía estamos en veremos. En realidad… me gustaría ver qué libros consultaba Alarcón la noche de su muerte.
La sonrisa desapareció de la cara de la señora Mainardi.
—Estaba mirando los libros donados por Bianco —respondió con aspereza—. Encontramos algunos en el suelo.
Y de inmediato me dio la espalda. ¿Creía que yo le estaba echando la culpa de su muerte a la biblioteca y a sus normas de seguridad? ¿O era un temor supersticioso a hablar de la tragedia? Misteriosamente, yo la había ofendido.
Subí la escalera hasta el piso superior y luego la otra escalera, la portátil. A mis espaldas, la barandilla por sobre la cual el pobre Alarcón había caído. Aparté de mi mente la escena fúnebre y di una mirada a los libros, encuadernados en verde, rojo y azul. En su mayoría eran crónicas de viaje. Bianco, que nunca había viajado a ningún lado, veía el mundo a través de las exageraciones de los cronistas. Cocodrilos, hielos eternos, pagodas, pigmeos. En el lomo, las iniciales «E. N. B.»: Esteban Nemesio Bianco. Tome un libro al azar. Aquí y allá aparecían estrellitas o asteriscos en lápiz. Señalaban frases que no me parecían especialmente relevantes. Por la numeración de los ejemplares me di cuenta de que faltaba un tomo.
Cuando bajé, la señora Mainardi había desaparecido y solo estaba Aranda, el director de la biblioteca. Era un hombre joven, no llegaba a los cuarenta, pero a causa de sus manías parecía mayor. Fumaba en pipa, solo comía la comida que le preparaba su madre, no escribía una sola palabra si no era con pluma. Detestaba el papel secante y usaba, como antaño, una caja con arena.
—No me distraiga, que esto es una operación delicada —me advirtió, mientras llenaba con tinta negra una pluma a émbolo. La vida entera era para él una operación delicada.
—Falta un libro de la colección Bianco. ¿Se lo llevó la policía? —le pregunté.
—No. Siempre falta algún libro. El público general no puede llevárselos a domicilio, pero ustedes, los académicos, sí. Lamento decir que son especialistas en olvidar la correspondiente devolución. En cuanto a la policía, viene mañana un subcomisario a hacernos algunas preguntas.
—¿Por qué? ¿Dudan de que haya sido un accidente?
—Formularios y formalidades. Ayer mataron a un exjuez acá a dos cuadras. Lo acribillaron, igual que al agente de guardia. ¿Le parece que la policía va a perder tiempo en investigar la caída de Alarcón?
En la gran mesa de la biblioteca solo había un lector: Juan Aldys. Era raro verlo en la biblioteca, fuera de los días de sesión. Estaba tomando notas de un libro sobre filosofía bizantina.
—La novela, ¿no? —pregunté.
—Cuanta más información reúno, más lejos estoy de terminar.
Una vez me había confesado que le gustaba trabajar en bares. Escribía desde los años cincuenta una novela sobre crímenes cometidos a lo largo de los años en distintas partes del mundo. Los muertos eran eruditos en la historia de Bizancio. Incesantemente prometía la novela y la postergaba, tal vez porque no le encontraba solución a un enigma tan extendido en el tiempo y el espacio.
—Qué frío espantoso —me dijo—. ¿Vio el vendaval que hay afuera? Y dicen que cuando anochezca, la temperatura baja a cero grados.
Salí a la calle y comprobé que Aldys tenía razón. Cerré el paraguas, para que el viento no lo destrozara. Las diez cuadras fueron un martirio. Apenas entré en casa, estornudé y mi mujer, más joven y mucho más saludable que yo, me recriminó que hubiera salido con ese clima. Le comenté mis dudas sobre la muerte de Alarcón.
—Vamos, Greco, no seas ridículo. —Cuando me reprocha algo, mi mujer me llama por el apellido—. Un profesor de latín jubilado, poeta para más datos, que se mete a investigador.
—Para que sepas, de joven hacía una página de enigmas policiales en la revista Leoplán. Los lectores tenían que descubrir quién era el culpable. Mi detective se llamaba Tales.
—¿Cómo Tales de Mileto? ¿Aquel que se cayó en un pozo por mirar las estrellas?
—Le puse ese nombre porque los detectives siempre son como Tales. Resuelven los enigmas, pero no pueden ver con claridad dónde están parados. Auguste Dupin es un aristócrata que ha malgastado su fortuna. Sin el doctor Watson, que le soluciona la vida práctica, Sherlock Holmes no podría resolver ningún misterio. Los detectives miran las estrellas, pero nunca ven el pozo que tienen a sus pies. —Suspiré—. Debería haber seguido con mi página de Leoplán, en vez de dedicarme al latín.
—No creo. Los periodistas son unos muertos de hambre.
—En cambio, los profesores de latín somos magnates.
Dos días después, por la mañana, sonó el teléfono. Era la hija de la señora Mainardi, la bibliotecaria. Había tenido que venir con urgencia de Tandil, donde vivía, para ver a su madre, porque estaba delicada.
—No se preocupe, yo me ocupo de avisarle a Aranda y al presidente —dije.
—No lo llamo por eso. Es que quiere hablar con usted. Dice que es el único que le va a creer.
Después del almuerzo, me tomé un taxi hasta Floresta. Silvia Mainardi vivía en una casa con un pequeño jardín, a cinco cuadras de Rivadavia. Toqué dos veces el timbre, pero nadie atendió. La vecina, que barría de la vereda hojas y ramas, me preguntó:
—¿Venía a ver a la señora Silvia? Se la llevaron de urgencia al hospital. Fue la tormenta del lunes. Llegó sin el impermeable, empapada y temblando. Estaba delirando, la pobre.
—¿Qué decía?
—Hablaba de unas llaves.
La señora Mainardi no se recuperó de su neumonía y murió dos días más tarde.
La Academia se había convertido en un convento de clausura. Todos hablaban en voz baja, como si la desgracia estuviera durmiendo en algún rincón y temieran despertarla.
Cuando entré en la biblioteca, Beatriz me recibió con alguna alegría: adiviné que le gustaba que alguien interrumpiera aquel silencio triste. El director, Aranda, firmaba una nota de circulación interna.
—¿Con birome, Aranda? —le pregunté—. ¿Tanto han cambiado las costumbres?
—Es que me desapareció el frasco de tinta. ¿Puede creer que justo aquí, en este edificio, donde se supone que todos son distinguidos eruditos, alguien se robe un frasco de tinta?
—Cómo se lo van a robar. A lo mejor se rompió cuando limpiaban. A veces, el plumero…
—No se rompió, lo robaron. Desde la muerte de Alarcón nada funciona bien.
Beatriz me preguntó:
—¿Le traigo algún libro, doctor?
Tardé en reaccionar. Me había quedado pensando en la tinta, en la tormenta, en la señora Mainardi.
—Si, por favor. Tráigame todos los libros que encuentre de Vilma Lutz.
El jueves salía de la tintorería El Trébol, que está a la vuelta de la Academia, cuando me encontré con Juan Aldys. Se sobresaltó al verme. Miró el envoltorio de papel madera que yo llevaba en la mano:
—No me imaginé que dejara ropa en esta tintorería, que está a unas cuantas cuadras de su casa.
—La japonesa es infalible. No hay mancha que se le resista. ¿Ya son y media?
Aldys miró su reloj de bolsillo:
—Faltan unos minutos.
Caminamos juntos hasta la Academia. Le pregunté a Aldys por su novela, con sus crímenes bizantinos. Me dijo que estaba cerca del final.
—Lo felicito.
—Ah, pero que termine o no mi novela no depende de mí— agregó, con aire de misterio.
Nos reunimos alrededor de la mesa del té. Las paredes, cubiertas por los retratos de quienes nos precedieron, habían sumado una foto en blanco y negro de Alarcón. Aldys preguntó por Borges, que hacía tiempo no venía. Essenberg respondió que había ido a Junín a dar una conferencia sobre el género policial.
—Somos trece —dijo el presidente—. Qué macana. Ojalá llegue alguno más.
—O alguno se vaya —propuso Aldys.
Después del té pasamos a la biblioteca. Esa tarde me tocaba exponer a mí. Estrenaba una corbata nueva que me había regalado mi mujer. Demasiado moderna y un poco ancha para mi gusto. Pero si elegía otra, se ofendía.
—Ahora el académico Greco nos leerá su disertación: “El secreto de Almafuerte” —anunció el presidente.
Todos me miraron en silencio, más resignados que expectantes. Ya me habían escuchado hablar otras veces de Almafuerte y no esperaban grandes novedades. Miré las hojas mecanografiadas que tenía delante, pero las hice a un lado.
—Voy a dejar a mi poeta para la próxima vez. Quiero hablar de las dos muertes que enlutaron a la Academia estos últimos días: un accidente y una muerte por neumonía. Intentaré probar que fueron dos asesinatos.
—Vamos, Greco, no nos asuste —dijo el presidente.
—Sabemos que Alarcón entró de noche a la biblioteca, trepó a una escalera alta y revisó los libros legados por Bianco. Son crónicas de viaje que no echan ninguna luz sobre la obra del poeta. Lo importante no eran los libros en sí, sino su ubicación, en el lugar más peligroso de la biblioteca. Cuando el pobre Alarcón subió a la escalera, el asesino lo hizo caer al vacío.
—Disparates —dijo el presidente—. ¿Quién querría matar a Alarcón? ¿O a cualquiera de nosotros?
Continué:
—El otro día le pregunté a la señora Mainardi por los libros que había consultado Alarcón. Su humor cambió por completo. Pensé que la había hecho enojar. Después me di cuenta de que no era enojo: era miedo. Yo venía a corroborar, con mis sospechas, algo que ella también pensaba: que a Alarcón lo habían asesinado. Antes de morir quiso hablarme de unas llaves. Imagino que en el pasado le prestó al asesino uno de los juegos de llaves del edificio, y no se las había devuelto. De otro modo, ¿cómo había entrado Alarcón en el edificio? Yo creo que alguien lo tentó con una mentira. Por ejemplo, que los poemas de Bianco estaban escondidos en la encuadernación de los libros donados.
“El martes la policía visitaría nuestra Academia para hacer algunas preguntas y llenar un par de formularios. El crimen sería olvidado, a menos que la señora Mainardi hablara. El asesino tenía que impedir que fuera a trabajar. Contaba con un cómplice: el clima. Ustedes recordarán la tormenta de esa tarde maldita. El asesino robó un frasco de tinta y con disimulo lo derramó sobre el impermeable de Silvia Mainardi. Con alguna insistencia obligó a la bibliotecaria a dejar el impermeable en una tintorería japonesa que está a pasos de la Academia. Luego le prometió que le buscaría un taxímetro, porque la poca vista de la señora Mainardi no le permitía descubrir qué coches estaban libres. La hizo caminar en la lluvia y el frío. Cuando finalmente le consiguió un taxi, la señora Mainardi ya estaba empapada, con gripe en camino y ausencia asegurada. Por desgracia, fue algo más grave que una gripe.
Puse sobre la mesa el envoltorio de la tintorería y desgarré el papel madera con una brusquedad algo teatral.
—La japonesa me explicó que la tinta negra nunca sale del todo.
Sobre la tela beige del impermeable, el pálido recuerdo de una mancha.
Aldys levantó ligeramente la mano, como para interrumpirme.
—Ya descubrió cómo fueron los crímenes, o mejor dicho el crimen, porque el segundo, si le creemos, fue una muerte involuntaria. ¿Pero sabe también el nombre del asesino? —me desafió.
—Usted, Aldys, mató a Alarcón. Encontré su nombre en la dedicatoria de uno de los tres libros de Vilma Lutz.
El presidente hizo sonar su campanita.
—Académico Aldys, aclárele al académico Greco que nada de lo que dice tiene el menor sentido.
En ese momento entró uno de los empleados de la biblioteca con una bandeja y trece copas de champagne. Siempre brindábamos al final de la sesión. Antes de que el presidente hiciera oír su protesta por este cambio inoportuno, Aldys se apuró a aclarar:
—Yo pedí que se anticiparan, porque no puedo quedarme hasta el final de la sesión y nada me gusta más que tomar una copa de champagne con mis amigos. Espero que no le moleste, señor presidente. Con mi partida dejaremos de ser trece.
Ninguno tocó su copa, excepto Aldys, que la bebió de un trago. Luego dijo:
—Conocí a Vilma Lutzky en 1937. Poco después publicó ese libro, cuya dedicatoria le permitió al académico Greco la solución del enigma. Creía que los dos éramos felices, pero de pronto Vilma desapareció de mi vida. Nunca supe con quién se había ido. La busqué largo tiempo, hasta que me enteré de que había muerto durante la guerra, en una pensión de Marsella. Y de pronto, el otro día, más de treinta años después, Alarcón pronunció su nombre. A la salida le propuse que fuéramos a una confitería que está sobre la avenida Las Heras. Ahí me contó la verdadera historia. En un instante concebí el plan. Le dije que creía haber visto, en la entretela de la encuadernación de los libros legados por Bianco, papeles escondidos. Tal como lo había previsto, se entusiasmó. Los dos whiskies que había tomado colaboraban con su impaciencia: no soportaba aguardar hasta el día siguiente. Pasamos a buscar las llaves por mi casa. Yo esperaba que alguna señal lo alertara, y que el crimen quedara cancelado. No prestó atención a la foto de Vilma en un marco de plata, ni a la emoción con que pronuncié su nombre. Solo tenía ojos y oídos para su pesquisa. Así fue que volvimos a esta biblioteca. Sostuve la escalera, mientras Alarcón revisaba los libros en lo alto. Se quedó largo rato ensimismado con un libro de tapas coloradas. De pronto dio un grito de alegría. Es difícil matar a alguien en medio de una imprevista felicidad: antes de que me explicara su hallazgo empujé la escalera. Fue un esfuerzo físico tan leve que me pareció que no era del todo yo el que actuaba, sino el mecanismo bien aceitado del destino.
“Vilma Lutz. —Aldys pronunció el nombre sin agregar, al principio, nada, como si cualquier predicado fuera inadecuado, como si un nombre fuera una esencia. Todos los enamorados son nominalistas—. No lo maté porque me la hubiera arrebatado. Son cosas que pasan, y nadie es dueño del corazón de nadie. Lo maté porque esa noche, después de la sesión, mientras tomábamos esos whiskies, me contó que aquello no había sido el fruto de una serie de decisiones chambonas, sino el firme desarrollo de un plan. Él se había comprometido en secreto con la famosa heredera que le aseguraría la gran vida. Vilma era un obstáculo de importancia. Su insistencia era primordial. Si la abandonaba, Vilma le haría la vida imposible. Una noche, mientras deambulaba desesperado, Alarcón vio la publicidad de una compañía naviera y se le ocurrió la solución a sus problemas. Inventó lo del viaje y la cancelación a último momento. Vilma vivía con la cabeza en las nubes, pero él, que trabajaba en cancillería y tenía acceso a los cables cifrados de las embajadas, sabía que la guerra era inminente y que ella no tendría modo de volver, al menos durante un largo tiempo. En París, Vilma esperaba a su amado; pero en vez de Alarcón, llegó el ejército alemán. Se mató en una pensión de Marsella con luminal.
—Pero todo eso fue hace mucho tiempo —dijo el académico más joven, un autor de biografías que no hablaba nunca.
—Sí, fue hace mucho tiempo, pero para mí acaba de ocurrir.
Aldys dejó un libro de tapas rojas sobre la mesa. Llegué a leer en el lomo las iniciales: «E. N. B.».
—Antes de que me vaya, quiero que sepan que he encontrado los poemas secretos de Bianco. La noche del crimen me llevé este libro, para ver si podía descubrir lo que Alarcón había encontrado. Cuenta el viaje de un escocés por el Tibet. Al pasar las páginas advertí unos asteriscos hechos con lápiz que no tenían ninguna lógica. Me fui a dormir con el acertijo en mente y al despertar me di cuenta de que esas estrellitas no señalaban frases o párrafos, sino letras. Si se reunían todos esos puntos, aparecía la constelación: un soneto. Imagino que lo mismo se repite en los otros libros. Cuando Bianco nos dijo algo así como “Mi biblioteca es mi verdadera obra”, lo interpretamos como una metáfora, una defensa de la lectura. Pero había que interpretarlo literalmente: la biblioteca era su obra. El soneto que descifré se llama “La lámpara votiva”.
Cuando Aldys salió, sentimos un común alivio. No estábamos ansiosos por denunciarlo: solo queríamos olvidarnos de él, apartarlo de la implacable luz de nuestra conciencia. Imagino que, después de un tiempo de discusiones y dudas, habríamos terminado por llamar a la policía. No fue necesario. Esa misma noche Aldys se mató en el comedor de su casa, con un viejo revólver de la colección de su padre.
Como el mismo asesino se había condenado, acordamos borrar toda huella del crimen. En el acta de la sesión, mi disertación sobre Almafuerte reemplazó la confesión de Aldys. También me ocupé del impermeable. Se lo dejé a una mujer que pedía limosna en la puerta de la iglesia del Pilar. En los tres meses siguientes, Essenberg descifró con paciencia los cincuenta sonetos y luego los dio a la imprenta, sin aclarar las circunstancias del descubrimiento.
Me consuela saber que Alarcón alcanzó a vislumbrar el libro póstumo de Bianco. Después de tantos años de practicar la decepción, había llegado el momento del asombro. No podemos reprocharle que haya ignorado los signos que le dio la noche: la silenciosa y dócil compañía de Aldys, la fotografía en el marco de plata y el feroz vacío que lo esperaba. Solo tenía ojos para sus estrellas.