Armenia y la defensa de su memoria histórica
Los homenajes por el aniversario 108° del genocidio armenio reflejan el imprescindible papel de la cultura
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EREVÁN
Llegué a Ereván para participar de los homenajes por el aniversario del genocidio armenio que, cada año, se celebra el 24 de abril. Ya la víspera pude ver la marcha de miles de jóvenes que partían con antorchas desde la Plaza de la República. El 24 llegué con una flor, entremezclado con el pueblo –un tercio de la población total se moviliza durante ese día–, hasta el monumento Tsitsernakaberd, que evoca la matanza. Resulta particularmente interesante preguntarse por qué se eligió el 24 de abril como día de la conmemoración.
No es cualquier día. Después de desarmar y exterminar a los soldados armenios que revistaban en el ejército otomano, los turcos adoptaron una estrategia muy precisa: la eliminación de todos los intelectuales armenios. Los arrestos y deportaciones masivos de ensayistas, novelistas y compositores comenzaron en febrero de 1915. Pero en la mañana del día 24 de abril de ese año, en lo que entonces era Constantinopla, fueron arrestados 235 intelectuales. En poco tiempo más la lista subió a 800. Escritores y periodistas como Krikor Zohrab, Daniel Varoujan y Vartkes Serengülian; músicos como Komitas; o actores como Yenovk Shahen, fueron enviados al exilio o a campamentos militares. De este lote pocos sobrevivieron. Lo mismo sucedió con los miembros del clero armenio, con los que hubo un especial ensañamiento.
"Un buen gobierno es mucho más que solo ordenar las cuentas"
Solo después de esta enorme purga de intelectuales los Jóvenes Turcos iniciaron la masacre con las masas de la población civil armenia. El método apuntaba en apariencia a conjurar todo posible atisbo de resistencia; lo central, sin embargo, es que querían borrar la memoria de un pueblo. Por eso se elige el 24 de abril, porque ese día fue la estocada al armazón simbólico de una nación.
Estas intervenciones pueden ser nefastas, como en el caso del genocidio, o plausibles, si buscan reorganizar una sociedad. Más aún: todo cambio para ser exitoso y sustentable en el tiempo requiere una particular centralidad de la dimensión cultural. Es que las sociedades no están suspendidas en la nada, sino que tienen una estructura narrativa profunda: su esqueleto alegórico. No siempre esas ligaduras entre hombres, asociaciones intermedias y sociedades son buenas; a veces son destructivas. Las religiones pueden ser generadoras de sostén pero también de perversión: hay que pensar que el fundamentalismo religioso no se circunscribe al mundo del Islam. Pero no hay cambio a largo plazo si no se opera sobre ese imaginario que articula a la ciudadanía. Los museos del holocausto, los parques memoriales, las caricaturas de Spiegelman o los graffitis en las paredes en París o Berlín solo pueden ser vistos como superficiales o innecesarios por un ingenuo.
"Un modelo tecnocrático de cultura le entrega la narrativa al populismo"
¿De qué nos hablan los que ofrecen opciones sin estructuras profundas de pertenencia? De proyectos estériles y efímeros. Las ideas desencarnadas de la sociedad abierta, el libre mercado y el respeto de los derechos civiles, que son condiciones necesarias, no son suficientes. Mucho menos la remisión a la desangelada idea de gestión. El concepto de “patriotistimo constitucional”, que acuñó Jürgen Habermas, intentó dar un paso adelante y llenar ese vacío desde una perspectiva que pretendía ensamblar lo jurídico con lo espiritual. Sería algo así como un orgullo por un tipo de gobierno democrático que respeta las instituciones y las leyes. Sin embargo, es una apelación a la razón, difícil de asimilar como un núcleo simbólico que pueda ser transmitido de generación en generación.
Si no adoptamos la decisión de anclar el proyecto político en una estructura histórica, y hasta podríamos decir moral, corremos el serio riesgo de que, ante el primer tropiezo, las mayorías le den súbitamente la espalda. La confianza solo existe cuando hay un horizonte de sentido, cuando los ciudadanos sienten, más allá de lo racional, que la travesía vale la pena.
Hay que sospechar de los que solo hablan de la gestión, de los que creen que un buen gobierno es ordenar las cuentas porque todo lo demás llegará por añadidura. Cabe sospechar de los que creen que un museo que explique el trauma de una nación es un gasto inútil. Cabe sospechar de los que ven la cultura como una simple organización prolija de festivales. Por supuesto que esos festivales son útiles, pero la cultura es otra cosa: en un sentido profundo, significa encontrar esas ligaduras por las cuales los ciudadanos se sientan parte de un proyecto de vida en común. Es necesario un lugar de pertenencia, un hogar. Sabemos por experiencia que es un terreno resbaladizo, pero eso no debe arredrarnos.
Toda biblioteca es un repositorio de la memoria histórica, por lo cual rastrear la deriva de la nuestra es una suerte de metáfora. La generación de Sarmiento, que construyó un Estado laico, con libertad más inclusión, desembocó en una Biblioteca Nacional conducida por Jorge Luis Borges, que dejaba las tareas administrativas en manos de José Edmundo Clemente pero encarnaba en sí mismo un sentimiento identitario: reunía al Facundo y al Martín Fierro.
Las figuras de Perón y Kirchner desembocaron en la biblioteca de Horacio González, un emblema de diletantismo militante, que abandonó toda gestión en manos de una corporación a cambio de que lo dejaran urdir una épica partidaria con Carta Abierta.
El primer modelo de Macri, del que hoy abjura en una interesante autocrítica, es la biblioteca de Alberto Manguel, un hombre muy culto pero completamente desacoplado del país, que desde muy niño trotó como un nómade por el mundo, que detesta al Vargas Llosa liberal y cuya utopía literaria –¡tan en las nubes estaba!– se aparta de Roberto Arlt y se acerca a Lewis Carroll. La prueba está en que cuando se fue de la biblioteca se avocó a dar cursos de literatura en cruceros de lujo por el Mediterráneo. Una mala idea.
Claro que hay que combatir el modelo cultural militante de Horacio González, pero también el cartesiano de Alberto Manguel y quienes –candorosamente– lo prohijaron desde un pensamiento descremado. Este modelo tecnocrático de cultura, que se centra en la mera gestión y se desmarca de los símbolos, que no apunta a explicar de dónde venimos y hacia dónde vamos, tiene un problema: entrega la narrativa al populismo. Es conformista y cómplice.
La política cultural va a las esencias o a ningún lado. Con su 24 de abril, el pueblo armenio enseña que el único cemento que organiza a los ciudadanos y los invita a la epopeya del esfuerzo es aquel que arraiga en su historia y en su cultura. No es mirar para atrás, es enraizarse.
Marcelo Gioffré es escritor