Ariana Harwicz: “Hoy se aísla y lleva a la muerte social al que se pronuncia distinto”
La autora de Matate, amor, que se representa con gran éxito en Madrid y pronto será filmada en Hollywood, critica la actual cultura de la cancelación y reivindica el arte como la mejor vía para no ser súbdito de nadie
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MADRID
Aterrizó a las 5 de la mañana en la capital española después de un periplo que en pocos días la llevó desde Francia, donde reside en el campo, a 180 kilómetros de París, hasta Bogotá y el norte de México, invitada para hablar de su obra narrativa, sus ensayos y su mirada del mundo. La argentina Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977), autora de Trilogía de la pasión (compuesta por las novelas Matate, amor, La débil mental y Precoz) y Degenerado, es un torbellino de energía y una usina de ideas. Son las tres de la tarde de un domingo y no comió desde el día anterior. Habla con destreza y lucidez una lengua propia, una expresión que seduce a Pedro Almodóvar, quien acudió en Madrid a una de las representaciones de la versión teatral de Matate, amor, protagonizada por Érica Rivas, dirigida por Marilú Marini y producida por Carla Juliano. La novela fue incluida en la lista larga para el Man Booker International 2018, ganó el premio al mejor libro extranjero traducido al alemán y Martin Scorsese producirá la adaptación para cine, interpretada por Jennifer Lawrence. “Leí que Matate, amor santifica la mirada de la madre, de la extranjera, la señalada por el pueblo, la loca. Todas estas figuras son reales en la medida en la que ella es también todo lo contrario: es egoísta, es perversa, es mala madre, cínica. El personaje es conmovedor en la medida en que no renuncia a ser también una victimaria”. En menos de 90 minutos, Harwicz toma un taxi, pide un menú para comer, toma el metro, visita la librería Olavide, cuyos dueños son argentinos, manda mensajes a sus amigos escritores, y responde a esta entrevista.
"Prefiero mil veces que un artista diga su ideología, aunque sea criticable, a que se haga pasar por piadoso, magnánimo, filántropo”"
Durante las horas de vuelo, Harwicz pensó, tomó apuntes, hiló argumentos, que comparte durante el diálogo con la nacion. Hay seguridad y convicción en sus respuestas. Además de su obra de ficción, la escritora publicó Desertar, un diálogo con el traductor Mikaël Gómez Guthart, donde navegan por el verbo del título a través de sus múltiples acepciones: desertar de un país, de una lengua, de un pasado. También acaba de publicar el ensayo El ruido de una época (Marciana) donde explora su obsesión por el presente, por comprender y por gritar con valentía aquello con lo que no está de acuerdo, aquello que pocos se animan a decir.
–Mencionás en el nuevo libro tu obsesión por el presente. Pareciera que te referís más a los peligros y obstáculos que a las posibilidades. ¿Cuáles son estas adversidades?
–Quizá no es muy original que alguien que escribe se obsesione con su época; es casi una fatalidad del hecho mismo de escribir. Todos estamos mirando el presente, los ermitaños, los antisociales o los condescendientes con los discursos de época, los críticos, incluso los que no quieren pertenecer a ninguna comunidad. Lo que veo es un cierto careteo. La pose viene por añadidura, por el hecho de ser artista, pero ya antes, en otros tiempos, los filósofos y los escritores se enfrentaban en duelos, elegían a sus enemigos. Pascal versus Montaigne, Hume versus Rousseau, Sartre versus Raymond Aron. Con una noción de enemistad que es, por supuesto, la de la hermandad. Prefiero mil veces que un artista diga abiertamente su ideología, aunque sea criticable desde el punto de vista del humanismo, de los derechos humanos, a que se haga pasar por un artista piadoso, magnánimo, filántropo, cuando sabemos que nadie, y menos los escritores, son así. Hay una cierta imagen de bondad que hoy se supone tienen que ofrecer los escritores (no ser, sino ofrecer) para ser reconocidos que me parece una estafa, sobre todo para el lector. Hace diez años no estaba tan instalada la idea de que los autores tenemos casi que mostrar desdén por la literatura, una imagen humanista, todos defendiendo las buenas causas en los festivales. Los lectores después se van y no pudieron escucharnos debatir ideas literarias. Es una especie de pátina que hay que tener para acceder a ser invitada, a salir en tapas de diarios, a ganar premios. No hay ninguna diferencia con el discurso de los políticos.
–Disparás contra etiquetas como “autora latinoamericana”, por ejemplo, que no solo utilizan las editoriales, sino también la crítica y los lectores. ¿Cómo afectan estos rótulos a los creadores?
–No despotrico contra la identidad sino contra la imposición y la clasificación del mercado. Hoy el artista tiene que resistirse a esa imposición identitaria, pero es un ejercicio difícil en el que se está más bien solo, sin aliados. Sé que vende, sé que para el mercado es más fácil catalogar, pero esa tipificación, ese ordenamiento de las escritoras le gusta al poder, a las grandes editoriales. El peligro es que se aliena, se empareja a todos los escritores, se los indistingue (es una palabra que uso, pero no creo que exista en español). “Vos, como [la escritora francesa] Virginie Despentes…”, me dicen. ¿Qué tengo que ver yo con ella, al margen de que Despentes es best seller y europea, y yo no? Me responden que las dos somos mujeres, casi como si quisieran decir: “¡Che, son mujeres, escriben parecido!”. A ninguna escritora puede convenirle eso. Estoy segura de que todas las escritoras del pasado que admiramos tanto tampoco lo hubiesen aceptado.
"El intelectual tiene que pensar solo, emancipado, porque si piensa en grupo, donde todos piensan igual, no piensa”"
–¿Cuál debería ser hoy el papel del intelectual?
–Siempre es el mismo. Lo que cambia son las coordenadas del tiempo que nos toca. El intelectual piensa solo, porque si piensa en grupo, donde todos piensan igual, entonces no piensa. El intelectual tiene que pensar solo, emancipado, liberado de las presiones y aprietes, de los temores, y después, sí, ir al encuentro de sus contemporáneos. Hoy creo que la lógica es la de aislar y llevar a la muerte social al que se pronuncia de manera distinta, y la de manejarse en grupos para asegurase un lugar. Si pensamos todos igual y hablamos todos igual, escribimos, por lo tanto, todos más o menos igual. Entonces, ni pensamos, ni hablamos, ni escribimos.
–Pareciera existir un afán por anular la singularidad, la individualidad, por exaltar lo colectivo y tribal a la hora de pensar.
–Exacto, y eso solo va en detrimento de la escritura, y por ende de la lectura. He militado durante mi pubertad y toda mi adolescencia en grupos que no tenían una etiqueta (ni anarquistas, ni comunistas), pero con los que íbamos a las escuelas de las villas, a los comedores, a los hospitales, a las escuelas del interior, a las comunidades mapuches. Eso era mucho, pero muchísimo antes de que se hable en voz alta de los femicidios, de que exista esa palabra y la de violencia conyugal, cuando todavía se decía “drama pasional” para edulcorar el crimen. Admiro mucho el compromiso político, el ir contra la lógica del poder. Pero si no se puede pensar o criticar una obra porque toca temas de violencia social y se sustituye el debate literario, entonces la literatura se ve arrinconada, interceptada, entrampada.
–En otro sector, como el del Colectivo de Actrices Argentinas, ¿sentís que se dejó de lado a Érica Rivas, la protagonista de Matate, amor, cuando relató su experiencia con Ricardo Darín [se refirió a un “maltrato personal y profesional”]?
–Todavía hoy me duele. Lo que pasó con Érica y con Valeria Bertuccelli es tristísimo; es sobre todo inadmisible desde el punto de vista de la lucha, legítima, que plantean las actrices. La mayoría de las colegas –se supone que existe una sororidad, para usar el diccionario de la época– fueron en contra de ellas, las dejaron solas, aisladas. A mi modo de ver, la traición –y me hago cargo de lo que digo– es que han hecho lo que tanto se le critica al patriarcado, al sistema tan injusto con las mujeres, el mecanismo de hacerlas pasar por locas. Es el compendio típico de lo que le critican, y con tanta razón, al sistema machista. Las aislaron. Eso me quita mucha fe en el movimiento. Si se defienden causas, hay que ir contra el poder, hay que aceptar perder. En la escritura siempre se pierde: escribir, traducir, interpretar, es perder. Militar también es asumir el riesgo de perder (lectores, contratos, publicidad, premios, viajes). Si la lucha no implica perder nada, sino al revés, solo ganar, no se llama lucha, se llama hacer negocios. En general, las víctimas que denuncian pierden siempre. Es paradójico, ¿no? Porque se le da un lugar muy grande a la víctima en los discursos, pero en la realidad, después, se la destruye.
–En El ruido de una época recalcás cierta idea de sumisión intelectual a algunos postulados, incluso hablás de una “cultura de la cobardía”. ¿Somos rehenes de la era de la cancelación?
–Sabemos por la historia que los autores del pasado tenían más coraje político que los de hoy. Reconozco que a veces idealizo el pasado y eso es una gran torpeza de mi parte, lo asumo como defecto, pero en años de dictaduras, bajo el régimen estalinista, en un momento donde el mundo sí estaba efectivamente dividido entre la izquierda y la derecha, el comunismo y el capitalismo, los intelectuales tendían a otra posición. A debatir y exponer las disidencias sin anularse entre sí. Hace un tiempo fui entrevistada por un periodista argentino para un documental sobre cancelación producido en Estados Unidos. Bueno, como la película no salía, les pregunté si había pasado algo. Y resulta que cancelaron el documental sobre cancelación. Igual, en medio siglo, o en un siglo (y nadie de nosotras lo verá), se reirán, supongo, de este tic actual a corregir y reescribir [como en el reciente caso de los libros de Roald Dahl] los textos del pasado.
"El arte solo puede tener fuerza política si se emancipa de la realidad. Cuanto más lejos va una obra, más corrosiva y revolucionaria es”"
–¿Se puede escribir fuera de los imperativos del mercado? ¿Cuán fuerte es la presión que se ejerce para escribir sobre determinados temas?
–El compromiso político de un autor es con su obra. Y nada más. El arte no tiene por qué responder a las exigencias de los problemas de la realidad. El arte no tiene por qué ser súbdito de nada ni de nadie, con ninguna excusa ni ninguna promesa. No tiene que mirar con beneplácito a la realidad. Tampoco cada autor debería inventarse un mito para ofrecerlo al público. El arte solo puede tener fuerza política si se emancipa de la realidad. Cuanto más lejos va una obra, cuanto más inventa otra dimensión, otra red conceptual, otra lengua, más corrosiva es, más efectiva y revolucionaria. Pero es al revés, no es que no me interese el sufrimiento real; es que mi responsabilidad es escribir sin moralizar, y así es como puede espejarse algo del ser humano.
–¿Qué artistas mencionarías para ejemplificar eso?
–Milena Jesenská se estaba muriendo en un campo de concentración nazi y sus últimos escritos hablan sobre la felicidad. Se preguntaba si soportaría la felicidad una vez fuera del campo. Etty Hillesum, deportada de Ámsterdam a Auschwitz, no habla de las cámaras de gas; habla de la espiritualidad, de Dios, del ascetismo y de su propio ego. ¿De qué habla la poesía de Eliseo Diego, opositor del régimen castrista? Habla de un piano, de Dante, del aljibe. Escribe: “Yo solo soy responsable de la escritura del libro, pero no de sus lecturas; del grito, pero no del eco. El eco no es mío; yo sólo pongo el grito”. ¿De qué habla Osip Mandelstam, que sufrió el estalinismo? Él se consideraba una sirena y habla de la dignidad de la voz del poeta y dice que todo poeta tiene que estar librado del mal de responder al poder. Esa es la gran consigna para mí; liberarse de ese mal. Varlam Shalámov, que fue deportado a Kolimá y luego murió en un asilo para “locos”, escribe sobre unos guantes y la nieve: es lo más conmovedor que leí sobre los campos rusos. “Límite”, el último poema de Sylvia Plath, antes de meter la cabeza en el horno y suicidarse, termina con la luna y su capucha de hueso. El arte tiene que hacer un gran desvío: esa es su operación, la de la sustitución de la realidad.
–Destacás a menudo en el ensayo un concepto que es “la ética de quien escribe”. ¿A qué te referís?
–Se supone que ahora están los que hablan bien y los que hablan mal. Pero ¿ellos y ellas hablan bien? Hay un modo en el que hay que hablar, adjetivar, pronunciar, utilizar los pronombres. Hay que adecuarse a ese modo de hablar; si no, te cae la censura. No es porque en mi libro, o en el libro de otro, se mencionen las fosas comunes de Franco, o los nietos sin devolver y los cuerpos sin identificar de la dictadura, o porque diga en una entrevista que los chicos van al colegio sin comer, que sea político. Es político por la relación que arma con la lengua que inventa. Se puede escribir y odiar la literatura. Se puede leer y estar alienado.
–¿Encontrás ciertos enfoques, tendencias o miradas para leer determinadas obras que vienen dadas por el mercado?
–Que cada uno piense y lea como quiera. Solo sería bueno que hubiera muchas más formas de leer y de pensar las obras, muchas hipótesis. Cuando escribí Matate, amor, no estaba leyendo sobre la lucha marxista feminista de Rosa Luxemburgo, Judith Butler o El segundo sexo. Eso lo leí antes, pero no inspiró la obra. Estaba en el campo viendo cómo le sacaban el hígado a los patos para hacer foie gras, las moscas en los ojos de los caballos, los gitanos que duermen en caravanas en los bosques o los ranchos quemados por ataques en la Liberación. La operación de la escritura es obligarse a ver lo que no se ve.
–¿Cómo es la lengua con la que te comunicás en el día a día y con la que creás [explora este aspecto en Desertar]? ¿Surge espontáneamente?
–Es una lengua ni porteña ni francesa, ni emigrada, ni un dialecto, una lengua ni de local ni de extranjera, una semántica que está armada desde algo que no es una identidad, sino una fluctuación. Espontáneo, no hay nada. Las grandes obras están hechas de un control riguroso, monástico, cartesiano, militar y, también de gracia, soltura, irracionalidad. Es imposible lo uno sin lo otro, y es todo el trabajo a emprender.
–Hollywood va a adaptar Matate, amor. ¿Qué pensás que sumará y qué pondrá en peligro este logro al que tantos autores aspiran?
–En peligro estamos siempre, y si se escribe, todavía más. No sé qué harán, me da mucha intriga cómo ven ellos a este personaje marginal. Es un choque de mundos, y en ese sentido me resulta muy excitante por el contraste. A ver cómo meten la cabeza en el libro, cómo se sumergen y cómo vuelven a la superficie.
PERFIL: Lírica y descarnada
■ Ariana Harwicz nació en Buenos Aires, en 1977, y vive desde hace años en Francia, en un pueblo a 180 kilómetros de París.
■ Entre sus novelas se cuentan las que componen la Trilogía de la pasión, integrada por Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015), que abordan de manera descarnada las relaciones entre madres e hijos.
■ Sus libros se caracterizan por un lenguaje lírico y descarnado. La controvertida Degenerado (2019) es un monólogo centrado en un hombre acusado de pedofilia.
■ También publicó Desertar, un diálogo con el traductor Mikaël Gómez Guthart, y más recientemente El ruido de una época.
■ La traducción al inglés de Matate, amor, publicada por Charco Press, fue seleccionada en 2018 para el Premio Man Booker. Luego fue convertida en obra de teatro y se prepara una versión cinematográfica, producida por Martin Scorsese.