Argentina, 1985: cuando escuchábamos el susurro de la esperanza
En los días del Juicio a las Juntas había en el país una confianza en el futuro que hoy tenemos la oportunidad de recuperar
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La Argentina de 1985 era una Argentina feliz. Solo que no lo sabíamos. La humillación de una guerra perdida, paradójicamente, nos devolvió la democracia, aunque los apropiadores de la historia hoy busquen nuevas emociones nacionalistas en torno a la recuperación de las Malvinas, sin aceptar que fuimos derrotados. Pero en 1985 nadie hablaba de Malvinas. ¿Cómo hablar de Malvinas si los dictadores a los que se aplaudió por enviar a casi niños entrenados solo para un desfile a guerrear contra uno de los ejércitos más poderosos estaban sentados en el banco de los acusados? ¿No había también alguna responsabilidad en esa parte de la sociedad siempre aplaudidora? ¿No será por esa culpa no reconocida que era más doloroso asumir la derrota que taparla con un nuevo orgullo, mostrar al mundo que los argentinos habíamos ido más lejos que nadie, un “Juicio histórico” (el lugar común de los titulares), un “Núremberg argentino”. La verdad fue que el Juicio se hizo a espaldas de una sociedad que celebraba el fin de la dictadura, que la había maniatado con el chaleco de fuerzas del terror. Todavía los Falcon, símbolos de los secuestros, estacionaban frente al Palacio de Tribunales mientras en una de sus salas, la de la Cámara Nacional de Apelaciones, se escenificaba, con escaso público, la gran tragedia argentina.
La sala imponía la sacralidad de las iglesias. En lo alto, los cinco jueces. Al costado, abajo, el fiscal Julio Strassera y su entonces ayudante, Luis Moreno Ocampo. Enfrentados, los abogados defensores de los dictadores. En el centro, la silla de los testigos, unos 800, en su mayoría sobrevivientes de los campos de detención clandestina. Desfilaron a lo largo de seis meses para reconstruir el rompecabezas macabro del terrorismo de Estado. Casi ningún arrepentido, salvo la declaración del general Agustín Lanusse, quien al recordar su conversación con el último presidente militar, Reynaldo Bignone, reprodujo su indagación: “Qué ejército es este, mi general, en el que los oficiales salen encapuchados al frente de sus subordinados y sus mujeres toman el té en las vajillas de sus secuestrados”.
"El Juicio fue el hecho fundante de la democracia"
En la sala, familiares, miembros de las organizaciones de derechos humanos (no todas), abogados, estudiantes de derecho, escasísimas figuras públicas de la política y la cultura . Al costado, en una galería en penumbras, los periodistas. Nos mirabamos con desconfianza, sabíamos que entre nosotros había mucho espía disfrazado de periodista. Nos reconocíamos por la mirada, la represión de las lágrimas ante lo que oíamos y luego debíamos narrar como reporteros a los que se les había privado de un instrumento fundamental, el grabador. Los corresponsales extranjeros interpretaron esta limitación como censura. Entiendo hoy la prudencia de la época. Debíamos entonces narrar con palabras propias lo que escuchábamos de manera directa de los sobrevivientes. Ninguno de nosotros pudo, en numerosas crónicas diarias, lograr la hondura de Jorge Luis Borges –que solo asistió a una de las audiencias– en su crónica del 22 de julio, escrita para la agencia española EFE, que reprodujeron el Clarín y El País.
Debíamos enviar nuestras crónicas en un máquina ya de museo, los télex, ubicados en una sala organizada para la prensa acreditada, identificada con unas cartulinas que llevábamos colgadas del cuello. Contratada por el diario brasileño O Globo y la revista española Cambio 16, guardo los cuadernos en los que escribí diariamente mis crónicas del Juicio. Si a veces no consigo entender mi letra, conservo, en cambio, buena parte de las emociones reprimidas y las reflexiones íntimas sobre lo que allí veía y escuchaba.
"La película permite recuperar el espíritu del 85"
La joven que tras narrar las torturas padecidas pasó a mi lado y exclamó: “Olvidé contar que me violaron”; la pareja de japoneses que nunca antes había hablado de la hija desaparecida; los seis montoneros a los que ofrecieron la libertad a cambio de la delación y terminaron fusilados por la policía de la provincia de Buenos Aires ante la presencia del cura Von Wernick, que terminó con la sotana manchada de sangre; el alegato del almirante Massera y los agentes de policía que casi se cuadraban ante su presencia, y el miedo expresado por la madre de un desaparecido que escribió crónicas memorables, que al día siguiente me confesó: “Anoche creí que me secuestraban”. Mis conversaciones con el fiscal Julio Strassera, a quien solía desafiar con mi ignorancia de las leyes: “Doctor, ¿la ausencia de pruebas no es la prueba de que en la Argentina todo fue oculto? ¿No se puede sentar una tesis jurídica?” A lo que él respondía con una mirada benévola. Finalmente, su alegato final y ese mantra democrático, el “Nunca Más” que en la voz de Julio Strassera detonó lo que teníamos prohibido, los aplausos, el llanto, los gestos amenazantes del general Viola y el imperativo del juez: “Desalojen la sala”.
En la calle, en cambio, una marcha de rostros cubiertos organizada por Hebe de Bonafini protestó en las puertas de Tribunales contra “la justicia burguesa”. Los organismos de derechos humanos, en general, criticaron la sentencia por considerar las penas muy bajas. Una actitud que en parte explica el zigzagueante devenir de la causa de los derechos humanos y el sectarismo posterior, casi una caricatura de una causa definida por su universalidad.
Yo vivía con el paso cambiado. El Juicio interrumpió mi exilio. Había regresado al pasado de la Argentina en un momento en el que el futuro era nuestra mejor promesa. Vivía un idilio con Buenos Aires, que me fascinaba por su vitalidad, los cafés llenos, las personas, a mis ojos, bellas y educadas. Venía de Brasil, donde estrené mis ojos en una pobreza jamás antes vista en nuestro país. Cada día, en el descanso que nos permitía el Juicio a la hora del almuerzo, cruzaba la plaza para tomar un café en el Petit Colón. En mi intimidad, me preguntaba por la línea invisible que separaba a esta ciudad espléndida, vital, civilizada, de esa Argentina oscura, salvaje, inhumana que se desplegaba en el Juicio a las Juntas.
Hoy todo parece invertido. Brasil, en las cifras –esa obsesión de los que no indagan más allá de las apariencias– representa la mitad de todo lo que se produce en Sudamérica; mientras que nuestro país representa solo el 15 por ciento. En la Argentina del 85, sin embargo, todavía concitábamos la admiración de nuestros vecinos.
Pero la verdadera contracara de aquel país del 1985 es la ausencia de tribunales que castiguen la corrupción, el nepotismo y las dinastías políticas que se comieron la confianza en la democracia. Los tribunales en los que se escenifica el saqueo del Estado por la contratación de la obra pública están tan amenazados como aquel del Juicio a las Juntas. ¿Será por eso que la vida sin ley se apropió del espacio público y el delito se enseñorea en las calles?
El Juicio a las Juntas fue el hecho fundante de la democracia, pero la verdad completa trasciende a la Justicia. Para los que reducen la historia a la ideología, ahí está el ejemplo de esos individuos que con sus vidas contrariaron el guion que tenían escrito los que habían pactado la autoamnistía de los militares; ese pasar las páginas del libro sin siquiera haberlo abierto. Hoy la película nos da la oportunidad de recuperar el espíritu de 1985, cuando el Juicio, como la caja de Pandora, derramó el relato de todos los males que habían caído sobre los argentinos pero pudimos oír el susurro de Elpis, la diosa de la esperanza, para decir “Nunca Más”.
Juicio contra los militares argentinos Infierno y muerte de los colaboracionistas
Se reproduce a continuación una crónica sobre las jornadas del juicio que Norma Moradini publicó en la revista española Cambio 16 en junio de 1985
Creían que iban hacia la libertad y terminaron fusilados en un descampado de Buenos Aires. Este fue el extraño destino de seis jóvenes montoneros que habían sido secuestrados y “desaparecidos” a pocos meses del golpe militar de 1976. De supuestos guerrilleros montoneros se tornaron en “colaboracionistas” y fueron asesinados por la Policía el mismo día en que les habían prometido un viaje a Uruguay y Brasil como premio a su colaboración.
¿Cinismo o delación? ¿Supervivencia o muerte? ¿Ingenuidad o buena fe? Todo se mezcla en este episodio que como una trama macabra reconstruyeron 15 testigos durante la segunda semana del juicio público a las Juntas Militares argentinas.
Esto revela otra de las aristas de la tragedia: la de los desesperados prisioneros, destruidos por la tortura, y que pasaron a “colaborar” con sus verdugos para evitar la muerte.
Alojados clandestinamente en la Brigada de Investigaciones de La Plata, a unos cincuenta kilómetros de Buenos Aires, el grupo integrado por tres jóvenes y cinco mujeres gozaba de los privilegios de los “elegidos”. Vivos en la muerte, ellos salían a la calle, visitaban a sus familiares, recibían a sus padres, esposas y hermanos a cualquier hora, y hasta llegaron a organizar pequeñas fiestas. Corría el vino, y el mate (la infusión del Río de La Plata) pasaba de mano en mano, de víctimas a verdugos.
Liliana Galarza, una joven que fue secuestrada al cuarto mes de su gravidez, alumbró a su hija Ximena en el mismo lugar de su cautiverio. Fue asistida en el parto por la doctora María Magdalena Mainer, igualmente presa junto a su hermano Pablo Joaquín. La “Gorda Lucrecia”, otra colaboracionista, llegó a torturar a sus ex compañeros, según relató al tribunal la superviviente Adriana Calvo de Laborde.
Ximena fue bautizada por el sacerdote Christian von Wernick, capellán de la Policía de la provincia de Buenos Aires, que actuaba como nexo entre los familiares y el grupo “alojado” en la Brigada de La Plata. Hasta el mismo coronel Camps, el entonces poderoso comisario de la Policía de la provincia de Buenos Aires, actualmente en la cárcel, se ofreció como padrino de la recién nacida.
“Todos querían a la nena, era como una mascota del grupo. Los guardias venían a acariciarla. Se veía que todos la querían”, fue el candoroso relato de Martín Galarza, el padre de Liliana, que pasó a visitar a su hija tras recibir una llamada telefónica.
El proceder siempre fue el mismo. Secuestrados en los últimos meses de 1976, todos fueron brutalmente torturados hasta tornarlos montoneros arrepentidos que pasaron a establecer contacto con sus familiares en los primeros meses de 1977. Entre llamadas, cartas y visitas nació una extraña relación entre los doloridos y perplejos familiares del grupo en cautividad. Todos se encontraban periódicamente en las visitas colectivas de tiempo ilimitado.
Nadie preguntaba nada. Tal vez por evitar las respuestas que nadie quería oír, ellos poco indagaban por las razones de tanta libertad, en momentos en que miles de personas desaparecían sin dejar ningún rastro, o los cadáveres se apilaban ante los ojos aterrorizados de los argentinos.
“Yo no entendía nada, señor juez. Fui a la dirección que mi hija me envió en una carta para visitarla. Me encontré con un escudo y una bandera. Estaba en la Policía. Ahí vino mi hija corriendo, traía los zapatos rotos, las muñecas destrozadas y llorando me abrazó: “No podía hacer otra cosa, mamá.” Era Día de Reyes”, recordó emocionada Nicolasa Zárate de Salomone, madre de una joven que integraba también el grupo.
Otro de los prisioneros, el joven Domingo Moncalvillo, que visitaba a su padre en los fines de semana, dejó embarazada, en una de esas visitas, a su esposa, que permanecía en libertad.
Ya en esa época, prisioneros y familiares se ilusionaban con la promesa del coronel Ramón Camps. Un viaje a Uruguay y luego a Brasil para comenzar una nueva vida. La fecha prevista fue el 30 de noviembre de 1977.
El capitán del Ejército Federico Asís, al que llamaban “El Francés”, actuaba como responsable del grupo, y organizó con los familiares los aspectos prácticos del viaje, documentación, ropa y dinero. Ellos transformaron sus ahorros en dólares y cruzeiros para los viajes. Los más precavidos hasta llevaron trajes de baño para ser usados en las tropicales playas brasileñas. En tanto, el capellán Christian von Wernick “asesoraba espiritualmente” al grupo. “Yo les aconsejaba que escucharan discos de Gardel cuando sintieran nostalgias del país”, relató al tribunal el sacerdote. El negó que hubiese preparado la documentación para los jóvenes como aseguran la totalidad de sus familiares. Incluida la legalización del Ministerio de Relaciones Exteriores y del diploma médico de la “Gorda” Mainer.
“Me pareció extraño, cuando mi hermano, en una visita, me dijo que ya estaban listos los documentos para el viaje, pero que les faltaban las fotografías”, reveló la periodista Mona Moncalvillo, hermana del preso Domingo, Moncalvillo.
Y en ese submundo de violencias y mentiras, en el que todos engañaban a todos, no tardaron en aparecer las verdaderas intenciones de los captores: Liliana Galarza fue la primera en desaparecer, después de entregar su hijita a su familia. Su padre, hoy viudo, conserva a la niña y su acta de nacimiento, en la que consta que Ximena nació en la calle 55, número 930, que es el domicilio de la Brigada de Investigaciones. Poco después desapareció del grupo Guillermo García Cano. Los seis restantes continuaron con los preparativos del viaje. “Nos hicieron una hermosa fiesta de despedida”, escribió una de las jóvenes en su última carta a la familia. El 30 de noviembre, en lo que ellos creían el camino hacia la libertad, los seis fueron fusilados en las cercanías de la ciudad de La Plata. El suboficial de la Policía Julio Alberto Emed, que custodió al grupo, relató ante la Comisión Nacional de los Desaparecidos cuál fue el verdadero destino de los ex montoneros.
Divididos en dos grupos, en los que siempre estuvo el cura Von Wernick, golpearon a los jóvenes hasta hacerles perder el conocimiento. El médico de la Policía, doctor Berges, narcotizó a las mujeres. Dirigió la operación el comisario Echecolaz. Todos dispararon. Emed relató que el coronel Rospide disparó tan de cerca que el impacto de las balas salpicó de sangre al religioso Wernick. Ya de regreso a la Brigada de Investigaciones, todos recibieron elogios por la misión, y el sacerdote dio un sermón absolviendo a los criminales. “Porque habían matado por la patria, Dios les perdonaba.”
El padre Von Wernick continuó pidiendo “paciencia y fe” a los ya desesperados familiares que nunca más tuvieron noticias de sus hijos después de aquel fatídico 30 de noviembre.
El oficial Amed reveló también que los seis cuerpos fueron quemados en una gran hoguera en Puesto Vasco, otro campo de detención y exterminio. Los cuerpos ardieron durante tres horas.
Un tabú aún dentro de este dolido país que comienza a juzgar su pasado de horrores, el colaboracionismo parece irrelevante ante el magnicidio. Sin embargo, formó parte de la estrategia militar. Mediante aniquiladoras sesiones de torturas, en las que sobraba el sadismo y la demencia, tentaban captar al preso “quebrado”, como se le llamaba en la jerga montonera, utilizada luego por los militares. El trabajo de colaboración variaba de un campo a otro y los elegidos eran siempre los altos dirigentes montoneros. Algunos salían a reconocer en la calle a ex compañeros. Silvia Labayru, detenida en la Escuela de Mecánica de la Armada, el más siniestro de los lugares de detención, donde convivían kafkianamente colaboracionistas y verdugos, relató a la Conadep que se hizo pasar por hermana del capitán Astiz ante el grupo de las Madres de la Plaza de Mayo, en el que el militar se había infiltrado para secuestrar y matar a la fundadora de ese grupo, Azucena Villaflor de Vicenti, y las dos monjas francesas, Leonie Duquet y Alice Domon. Las tres desaparecieron después de horribles torturas.
Otros colaboraban en los trabajos administrativos del centro de detención. Archivaban los diarios, especialmente los recortes que contra la Junta Militar publicaban los diarios extranjeros. Los mismos que los argentinos no podían leer por la censura. Y hubo varios que, más sanguinarios que sus mismos captores, llegaron a torturar a sus ex compañeros como forma de destruir las causas del encierro.
Sin embargo, muchos de esos ex compañeros colaboracionistas son hoy los principales testimonios en contra del accionar represivo de las tres Juntas Militares. Primero, por sus relatos ante la Conadep, y ahora, seguramente ante el juicio público, ellos permitieron reconstruir hasta en las aspectos más prosaicos ese espacio de dolor y muerte por el que pasaron miles de secuestrados, a los que precisamente se los había hecho desaparecer para evitar las pruebas condenatorias.