Lecturas de verano: Apostillas sobre el lenguaje de los poetas
Como forma de conocimiento, la poesía puede ser la puerta de entrada a otra realidad, sensible y concreta, que enriquece la cotidiana
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Apunto, para comenzar, que el poeta escribe con las palabras de todos los días algo que solo de manera aparente expone el horizonte de “todos los días”. Porque la suya es una palabra transfigurada: dice esto para significar aquello, dice aquello porque no puede comunicar esto. En ambos casos violenta el “esto” y el “aquello” sacándolos de su marco natural para darles otra vida en el lenguaje.
Comúnmente, el poeta omite el adverbio “como” en la determinación de los hechos, revalidando el rimbaudiano recurso de aunar lo uno en lo otro, con lo cual devuelve al lenguaje la potestad de dar nombre a las cosas. En su articulación del esto es aquello, que es propio del poema, el poeta reflota la índole metafórica del lenguaje y crea una figura enriquecedora mediante el recurso de unir los opuestos.
Esto relaciona a la poesía con el regalo de la Musa –o don o inspiración o precipitado psíquico o tropel de palabras, o mera voluntad de crear algo donde no hay nada (como quiera llamársele al acto creador)–, que lleva al poeta a expresarse, primero, mediante el dictado de la percepción intuitiva; luego, a través de símiles, parábolas y rodeos; y al cabo, con figuras de la imaginación que coronan la pulsión de ir más allá de sí mismo.
Un poema de amor, por caso, no requiere de referencia alguna al autor ni de la descripción del ser amado. Tiende a valerse de hechos aparentemente extraños al autor y al ser amado, dando paso a un acontecimiento verbal que pone en acto el hecho del amor. Macedonio Fernández dice: “Amor se fue. / Mientras duró de todo hizo placer. / Cuando se fue / nada dejó que no doliera”. Y lo que expresa, en primer lugar, es el amor que el poeta siente por las palabras.
Lenguaje que deja al descubierto el hiato existente entre la vida diaria, donde las cosas ocurren como una sucesión de hechos físicos, temporales y fugitivos, y la vida presentida, intuida o ideada por el escritor (o metavida), donde el poema suspende el tiempo lineal, enmarca una situación determinada y confiere a esas mismas cosas un sentido complementario y revelador.
Esto produce la satisfacción por la palabra alcanzada. ¿Qué quiero decir con ello? La sensación de que el lenguaje ha dado sitio a la experiencia, que lo indecible ha hallado lugar en el lenguaje mismo. No la mera recolección de experiencias vividas y recordadas, sino la experiencia primordial que, mediante léxicos, voces e imágenes verbales, estrecha la distancia entre las palabras y las cosas.
Es un lenguaje sin sujeción a los poderes, en el que ayer hablaban los dioses y los héroes (Homero); luego, los primeros principios y las aporías últimas (presocráticos); más tarde, lisa y llanamente, la ley (tradición judeocristiana); y que ahora, en el mundo de la técnica y de las representaciones interminables, habla lo callado, lo inexpresado, lo indecible.
Alguna vez escribí que para tomar nota de la poesía hay que alejarla provisoriamente de las “bellas artes”. Me explico: evitar la exaltación de lo que es adorno, fórmula, superabundancia, sujeción servil al motivo del poema. Esos extremos en los que de ordinario se tiende a ver lo poético, con olvido del misterio de eso-que-está-ahí, ofreciéndose y negándose, que es el verdadero tema del poema.
Para eludir el efecto condicionante de dicho énfasis, sería más apropiado hablar de “artes bellas” o, mejor aún, de “artes libres”, comprendiendo en ellas a la poesía, en el sentido de ser plenas, francas y autosuficientes, sin dependencia de su utilidad y de cualquier efecto representativo. Resaltarlas, antes bien, por la valoración consolidada en su existencia como palabra, símbolo, forma.
La poesía tiende a ir más allá del sujeto y del objeto, y del tiempo mismo parcelado en horas, días y estaciones, lo cual pone de manifiesto una dimensión que, en paralelo con su condición alusiva, es del orden de lo aún no pronunciado (latente, oscuro, instintivo, velado), a la que el poeta se asoma y de la que se aleja durante la escritura como en un juego de aproximaciones.
Comprender que la poesía no dice más de lo mismo, sino lo-otro de lo mismo. A un mundo abarrotado de palabras aporta un lenguaje que enseña una nueva representación. Improductiva para el mercado, desconcertante para el lector no iniciado, peligrosa para los dictadores (que desconfían de la utilización subrepticia de la lengua), extralimita los contenidos del saber corriente y los sostiene con su presencia.
Porque las palabras no son meros signos: son presencias. Atesoran connotaciones que llevan a extremos impensados los marcos denotativos del lenguaje. Dicen “árbol” para significar “padre”, “bosque” para sugerir el umbral femenino de la tierra, “huella” para aludir al laboreo del pasado. Y bajo esta modalidad asociativa, la poesía expone, desnuda, amplía y desplaza los hechos, a fin de poner de relieve aquella plurivocidad naciente de la vida.
Así se convierte en un arte del conocer y del desconocer (esto último, en el sentido de no convalidar la definición convencional de las cosas), que se articula mediante el desbaratamiento de las apariencias y el rechazo de los lugares comunes de la retórica vacía, el ornato, las frases hechas, lo ya dicho, las apelaciones redundantes, el estereotipo y el cliché.
No esperar, por eso, de la poesía el rasgo convencional de otras fuentes como la ley o la costumbre. La poesía no es convencional, aunque se valga del lenguaje, que parcialmente lo es, y esté en la esfera del pensamiento y la argumentación. Si, como de hecho ocurre, potencia los mensajes o los sobreactúa, es necesario hacerse a la idea de que emplaza otra articulación de lo existente que, mediante rodeos, desplazamientos e interpolaciones, explora el costado misterioso de la vida.
A diferencia de la típica novela de ficción o de los cuentos que, en sus aventuras intrínsecas, tienen la virtud de sacarnos de este mundo y transportarnos al de sus enigmas, la poesía no nos saca de este mundo. Con su aptitud para elaborar acciones mediante palabras, nos deja entrever otro mundo, sin sacarnos de este. Inseparable de las palabras e invariablemente unida a la configuración de lo simbólico, cumple con el anhelo de la oración: religa.
Así es como pone en práctica su principal función que es decir-lo-otro. No definir ni pontificar ni sentenciar. Tampoco describir, si no es para poner de manifiesto la tensión entre lo que pugna por ser expresado y los medios que se tienen para expresarlo. Decir lo otro. Lo que estaba llamado al olvido, lo que es refractario al discurso, lo impensadamente omitido. Francisco Brines habla del contacto de la poesía con “lo humano desconocido”.
Escritura de la “magnífica noche blanca que permanece resplandeciente y sin explicación” (Mallarmé), la poesía se ofrece al lector como un diagrama –que es, en rigor, una partitura: el poema– que se abre en la mente como una constelación (la página del libro y la memoria que lo retienen son ese cielo estrellado), proponiendo respuestas a preguntas que nadie formula y que todos secretamente se hacen.
Como una luz encendida en medio de la noche, no habla tanto de la fuente que la anima como del cese de la oscuridad. Orientada a la emoción del lector (luego de haber pasado por la emoción del autor), su resplandor hace que, una vez encendida (la lectura es lo que la enciende), poco quede en ella de la biografía del autor. Es una luz que brilla por sí misma. Y que se retoma con cada lectura y en cada lector que la hace suya al leerla.
Con la plasticidad propia de su palabra, la poesía constituye una defensa de la subjetividad. Haciendo pie en la pluralidad de sentidos de la experiencia, busca recuperar la interioridad de la persona en una época entregada a la idolatría del mercado, con la consiguiente aniquilación de los lenguajes familiares, hechos de sobreentendidos y acentuados por la emotividad y el silencio.
En estos términos es, asimismo, una disciplina de la vida interior. Gracias a su ejercicio se agudiza el pensamiento, cobra estructura verbal el sentimiento, se abren brechas en la noche sin fondo de lo no dicho y en el resplandor diamantino de lo inexpresable, restituyendo un escenario en el que la tarea de nombrar el mundo todavía no ha sido cumplida. Es la voz de lo que no tiene voz.
La poesía aporta conocimiento. No conocimiento de lo manifiesto y discernible, sino de los modos y de las relaciones, de los fragores y los matices. Adoptando los tres modos de conocimiento –el natural, el analítico y el revelado–, se enfrenta a la realidad mediante la creación de una concordancia distinta de la ofrecida por los usos prácticos, utilitarios y convencionales de las palabras. “Es tan lejos pedir”, escribe Alejandra Pizarnik, dando al vocablo “lejos” una amplitud entrañable e inusitada.
Para alcanzar esa otra realidad (que no es abstracta, sino sensible y concreta), la poesía opera el lenguaje de conformidad a un uso anímico, íntimo, sometiéndolo a pruebas extremas, giros audaces, metáforas, retruécanos y sinonimias. “Ver en la muerte el sueño, en el ocaso / un triste oro”, escribe Borges, creando una existencia verbal que, por encanto de la sintaxis, escuchamos como perteneciente al mundo natural.
A los componentes en orden a cantar (musicalidad y regularidad rítmica), dramatizar (actuar y exponer) y contar (pensar y relacionar) hay que sumar el no menos sugerente “diseñar” (o componer, en cuanto al montaje de las palabras en la página), con el cual destaca un original perfil sensorial del poema en el que las palabras parecen dialogar gráficamente entre sí y con el silencio que las resalta (cuyo señalamiento está representado por los espacios en blanco).
Dos conductas ante la poesía: la de los poetas que cantan (como no dudan de la realidad, la glorifican) y la de los poetas que hacen del poema una búsqueda apasionada (como dudan de la realidad, la convierten en material de su escritura). Dos actitudes: el estar aquí, animando el mundo en su marcha hacia la visibilidad; y el estar allí, ayudándolo –como una partera– a nacer.
Sustituida parcialmente la lectura en voz alta, propia de la antigüedad, por la lectura en voz baja del lector retraído en su sillón y su lámpara, cobran papel preponderante los signos gramaticales, tanto como su ausencia deliberada. La coma, los dos puntos, el punto y coma, los signos de interrogación y de exclamación, todos ellos marcan, con su presencia u omisión, las distintas estaciones del habla, al tiempo de colaborar en la conformación del sentido de lo escrito.
Las palabras de la poesía y el poema como continente tienden a convertirse en una realidad en sí mismos, por encima del mundo al que hacen referencia. Esto lo vio claro Wallace Stevens cuando afirmó que en poesía se escribe sobre dos cosas: una, el tema propiamente dicho; otra, la poesía que emana del tema. Porque las cosas de que habla el poeta –esto también es de su cosecha– son de la clase de cosas que no existen fuera de las palabras.
¿Quién está, entonces, detrás de un poema? ¿El autor que lo suscribe?, ¿el lector que lo hace suyo al leerlo?, ¿alguna memoria que reflota de modo inesperado?, ¿una luz súbita que ilumina la página?, ¿una visión desprendida del sujeto?, ¿una cierta piedad? ¿O, acaso, el dictado del propio lenguaje que impulsa al poeta a conferirle vida, palabra por palabra, como testimonia Joseph Brodsky? Poco importa la respuesta: en su revelación, el poema es siempre una epifanía.
De este modo, la acción poética se traduce en una relación inédita sobre la vida vivida y la vida presentida, ya que los vínculos con el mundo cotidiano resurgen –como digo– transfigurados. Esta variación tiene el efecto de emplazar una mirada nueva sobre los hechos y las cosas. Y así ampliado el horizonte de la conciencia –y reunido lo que estaba disperso–, la poesía permite experimentar la vida en su temporalidad.
Gottfried Benn apunta: “A menudo se piensa que con una pradera o un crepúsculo y un joven o una joven en estado de ánimo melancólico nace una poesía. No, así no nacen las poesías. Las poesías nacen, por lo contrario, muy rara vez. Las poesías se hacen. Si de una composición rimada extraen ustedes lo ligado al estado de ánimo, lo que queda, suponiendo que algo quede, eso es tal vez una poesía. […] La lírica es un producto artístico”.
De la experiencia de los sentidos se habrá pasado a la experiencia verbal. Del yo-biográfico al yo-literario. De una historia personal e intransferible a otra animación compartible en la que el tiempo habitual se ve interrumpido. En el proceso, el sujeto real se desdibuja y pasa a ser otro: la voz poética (que ya no es la voz del autor, sino el fundido de muchas otras voces entre las que se encuentra la voz de los escritores leídos y de los poemas memorizados).
Se escribe, pues, desde imágenes proporcionadas por la vida, pero no para quedarse en ellas, sino para trascenderlas. Se remite lo desconocido a lo conocido, a fin de volverlo familiar. En un abrirse al mundo y ante un correlativo abrirse del mundo, el poeta va a través de las cosas (piedra, pez, viento, océano, paloma) hacia la realidad tal como es –o como parece serlo–, en procura de darle entidad verbal y descubrir su sentido.
El poema organiza todos esos elementos de manera sorprendente, dando lugar a una metáfora que se superpone a la realidad contingente y la transforma. Los saltos del pasado al presente, la organización del recuerdo, la unificación de lo múltiple, la fijación de lo que huye, la creación de futuro mediante imágenes hablan de atributos que concentran una información del espíritu que cualquier otro registro lingüístico demoraría muchas más páginas en conseguir.
Por todo esto, no es la preceptiva y sus variantes –oda, himno, sextina, copla, canción, con sus metros, rimas y sílabas pautadas– las que revelan la presencia de la poesía (esto no es más que el marco en donde la poesía se actúa), sino las constantes que la acompañan desde el fondo de los tiempos –intensidad, concentración y velocidad (esto último, en cuanto a velocidad de impacto)– y que confluyen en otra más terminante: inevitabilidad (que lo dicho no pueda ser expresado de otro modo).
La distribución de las palabras en la página y la respiración del intérprete durante la lectura son avisos de que nos hallamos en presencia de algo que excede la significación normativa. Que a partir de ello se ha de participar de un rito en el que los aspectos informativos del lenguaje serán traspasados, mudados, transfigurados. Una ceremonia en la que se oirá “la otra voz”, esa latencia que acompaña la penumbra de lo aún no pronunciado.
Libre de todo desgaste, devuelto a las palabras su originario poder nominativo, el poema habrá instaurado una realidad distinta, de algún modo autónoma, en la que las referencias objetivas serán puentes para una significación anidada en los pliegues del lenguaje. Todos los matices de las palabras operan allí sin respetar otro orden que el de su conjugación feliz, lo cual es el primer paso hacia esa experiencia tan difícil de categorizar: lo bello.
A su vez, las cosas de las que habla el poeta se convierten en disparadores de la imaginación antes que en corolarios de la conciencia. Y la realidad contada está más cerca de la ficción, alegoría o leyenda, que de la naturaleza tal como la vemos, oímos y tocamos. El poema instaura una existencia propia, verbal y artística, cuyo primer efecto es reinventar el horizonte de las personas y las cosas, y, a partir de su emplazamiento, ensanchar el espectro de lo real.
Porque el lenguaje poético crea más realidad. No necesariamente por el lado de la adición, sino por la perspectiva y singularidad de la mirada. No es casual que sus herramientas más reiteradas sean la metáfora, la sinonimia, el humor y la ironía. “Un poco más de luz”, reclaman los poetas cuando se topan con la inexpresividad de lo real, con los límites de lo decible, con lo inacabado de la vida.
Se trata de una experiencia en los límites del lenguaje. Lo que de ella se extrae es un acompañamiento, no certezas. La sensación de que ese “algo más” que nos excede tiene su aliado en las palabras. Que con ellas es posible traspasar las aporías de lo incomunicable, reunir el aquí y el allá en pocas líneas, dar saltos temporales y, con imágenes y pausas que corren en paralelo con la realidad objetiva, entronizar la alteridad como escenario.
Capacidad que nos enseña que las palabras, receptoras y emisoras de sentido, también obran de modo independiente, mediante una cierta magia técnica sostenida por sus componentes visuales y sonoros. Esto es: como puesta en escena, simulacro, pequeño teatro, descendido cenit, en los que se procura comunicar lo inexistente y lo no expresado, y en los que se expone la difícil tarea de comunicarlo.
No es ciencia, pero está animada por la curiosidad de la ciencia. Su tendencia a la exactitud y concisión la emparentan con las exigencias científicas en orden a creencia/prueba/verdad, quitando de su tejido todo aquello que no sea estrictamente necesario para poner en acto esa otra dimensión –única, singular e inevitable– que, aun en ausencia de objeto real alguno, permanece revelándose y ganando en profundidad con cada lectura.
Así cumple la poesía el cometido de entronizar la palabra “más diciente”, que está ahí-en-sí y ahí-diciéndonos-algo (H. G. Gadamer), frente a las formas efímeras del lenguaje comunicativo. ¿Quién recuerda las palabras que dijimos esta mañana cuando nos sirvieron el café o pagamos el diario? Cumplieron su función y se esfumaron. La poesía, en cambio, tiene varias capas, como la cebolla, y una resistencia de fondo que invita a conservarla en la memoria.
Ágil, conversada, irónica, presente en las redes sociales gracias a su ductilidad y velocidad de llegada, la poesía hace pie en las preguntas simples (y no tan simples) de una criatura que, en su finita historicidad, se sabe solo humana. Así cumple su papel de ser la otra voz, última red, testimonio, réplica y contrarréplica, declaración, autoconciencia, ojo crítico, reserva de sentido y sonido.
La pregunta por la belleza es seguida de una respuesta atinente a la forma: excelencia en la composición y maestría en el uso del lenguaje. Desde este ángulo, resulta accesible compartir la definición contenida en el Diccionario de la lengua española, que la describe como la “manifestación de la belleza o del sentimiento estético por medio de la palabra”.
Lejos de cualquier sobrecarga sobre la descripción del objeto y de toda idea de pompa o lujo, encaminada la poesía a enlazar el mundo y la lengua en una sola unidad, lo bello se traduce en la palpitación de lo inesperado que nos sale verbalmente al encuentro. En un segundo momento, en el goce de compartir su suficiencia.
Deleite que termina en sabiduría, apunta Robert Frost. Belleza y comprensión que se cumplen en el mismo acto, se podría complementar. Aquello que para el autor se cumpliera al escribir y que el lector experimenta durante la lectura –que para uno es hallazgo y para el otro descubrimiento– dispara un saber que parecía ya estar en nosotros, pero que no sabíamos expresar. Tal es el poder de re-conocimiento que despierta la imagen poética.
Excelencia de la composición: por la eficacia de la palabra aislada, el encabalgamiento feliz, la distribución de los versos, sin desbordes ni exagerada contención. Maestría en el uso del lenguaje: por la articulación sin igual de las palabras. “Tornasolando el flanco a su sinuoso / paso va el tigre suave como un verso…”, escribe Enrique Banchs, replicando el paso sigiloso del animal, sin añadir ni quitar nada. Lo demás es adorno o idealización.
En cualquier caso, la poesía aporta algo que es indispensable en la hechura del mundo: una positiva libertad, una cuota de imaginación asociativa y un afán constructivo y novedoso que permiten elaborar la palabra que falta y encontrar, sea en el trazado de su signo, sea en el tono de su pronunciación, el soplo reparador que nos impulsa a buscar abrigo en las palabras.
En suma: la creación de un orden nuevo sobre la tierra, en el que se aúnan la revelación de un hecho puntual, el acto de darle cabida en el lenguaje y la sintaxis que permite llevar a buen puerto dicha operación. El resultado no es otro que el de aparejar una visión refrescante, menos condicionada sobre la suerte de la peripecia diaria. Una “metáfora ascendente”, para decirlo con palabras de Matsuo Basho.
Apunta Brodsky: “El arte es un espíritu que busca carne, pero encuentra palabras”; mientras que Giorgio Agamben estira auspiciosamente la idea señalando que “el hecho poético no nos devuelve la vida, [pero] nos deja la literatura”. Wallace Stevens lo había anticipado en términos realistas: “Todo poema es un poema dentro de un poema: el poema de la idea dentro del poema de las palabras”.
Bajo dichas condiciones, la poesía funda un espacio de fe. La confianza en la capacidad genésica del lenguaje, la fascinación por los puertos que toca, la bruma que despeja son conquistas en el continente de lo decible. Esa otra victoria de las palabras que es natural y extraordinaria a la vez. Porque se cumple disponiendo la tinta de la letra sobre el blanco del papel, el abrazo de la voz en el silencio de la escucha, y porque concluye en la creación de un significado.
“Esta imagen u otra, esta rápida elección, / gota de lluvia abriéndose paso entre granos de arena, / gota de sangre eligiendo su camino para que el mundo muerto / pueda despertar y pensar o dormir y soñar”, escribe Conrad Aiken, desarrollando el movimiento que provoca dicho efecto multiplicador de las palabras.
Ello muestra a la poesía como una invitación a creer más que como un escalón de la certidumbre. Y de su mano, a la convicción de que ella es la experiencia. Lo múltiple le gana a lo único, las vísperas al orden, la sorpresa a lo desconocido, el acontecimiento a la nada, mientras la fascinación adquiere la categoría de un valor y el asombro el de un norte.
Se lo ha llamado “revelación”, podríamos denominarlo “descubrimiento”. Es una experiencia que se cumple en el corazón del autor y que es revivida por el lector. Versos que no se llegan a entender seducen por su musicalidad; palabras que conciertan imágenes transportan a una realidad viva, inmediata, distinta. Algo que se ha ganado un lugar entre las demás cosas existentes.
Como otro capítulo de su trabajo, la poesía pone en práctica una ecología de la mente. El acto de fijar en la memoria los viejos poemas de la humanidad apareja una lección que se traduce en lucidez para captar lo alegórico, velocidad para distinguir lo singular dentro de lo general, perspicacia para diferenciar lo principal de lo accesorio, originalidad en el tratamiento de los temas eternos: la vida, la muerte, la soledad, el amor, la libertad.
¿Lector activo o lector pasivo? Lo primero, sin lugar a dudas. La participación del lector no es la de un interlocutor pasivo, sino la de quien está llamado a reconducir, llenando los espacios vacíos, escribiendo en los márgenes, la literalidad de la pieza escrita. En esta dirección, no es temerario decir que el buen lector es un coautor que, como tal, no se encuentra sujeto por el creador, sino, de modo eminente (y excluyente), por el texto llegado a sus manos.
Y así independizado de su autor, enmarcado en la página o en la voz del intérprete, aquel texto que nos convoca adquiere historicidad propia, a la que se accede por el laboreo conjunto de las imágenes en que el poeta ha cifrado su mensaje y del lector que las hace suyas en tiempos y escenarios distintos. En virtud de este apoderamiento, el poema se convierte en un lugar de encuentro.
Y es, asimismo, una escuela de humildad. Su estado de alerta y concentración, de escucha y trabajo, permite comprender que los problemas de un hombre son los problemas de todos los hombres: satisfacer el anhelo de un lugar, vencer al tiempo, regular la vida interior, adoptar una posición crítica frente a los atropellos de la historia, domesticar las aporías de lo inalcanzable. Procurar, en suma, un acuerdo con el mundo.
Controvirtiendo la enigmática frase de Mallarmé “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”, el poema aplaza momentáneamente el azar, dando paso a un testimonio lingüístico no lógico ni discursivo (“ser ahí”, “verdad”, “plenitud”, “efecto de verdad”) directamente emparentado con la forma poética, convertida, de este modo, en la primera articulación de un pensamiento.
Y acaso hablando de la naturaleza en términos del espíritu y del espíritu con el lenguaje de la naturaleza, o bien dándole protagonismo al silencio para señalar el misterio que rodea las cosas, la poesía da paso, en efecto, a más realidad. Crea e inaugura mundo. Y entonces, cuando el poeta reclama “un poco más de luz” y el lector se aboca a la lectura del poema, la poesía nos recuerda que no estamos solos.
Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata, en 1945. Ha publicado más de diez libros de poesía, entre ellos Antología poética (1997); fue traducido al italiano, inglés y catalán, y recibió numerosos premios; es miembro de la Academia Argentina de Letras.