Anticipo. Una bala para Capalbo
Una crónica sobre un héroe modesto del autor de El puñal, incluida en el libro Las mujeres más solas del mundo (Planeta), que ahora se publica en edición corregida y ampliada
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La extraña tarde en que Daniel Capalbo recibió un balazo acababa de cometer un pecado mortal del periodismo: había abandonado un cierre adrenalínico para ver la ecografía de su hija inminente. Los veteranos jefes de la redacción, llenos de sano cinismo, le habían recriminado con sorna esa deserción sin sospechar que pronto lo recibirían con horror y sorpresa. Capalbo es profesor de historia y editor de largo oficio; en esa hora lorquiana del 3 de mayo de 1993, tenía su coche estacionado frente a Puerto Madero y sobre la avenida Huergo, acaso la vía más ruidosa de Buenos Aires. Cuando se acercó a la portezuela, dándole la espalda al tráfico incesante, sintió una fortísima coz en el hombro. Percibió que un hilo de sangre le resbalaba por la manga de la cazadora, giró con perplejidad y vio la corriente de autos y camiones de carga, y tuvo el presentimiento de que estaba en peligro de muerte: rodeó instintivamente el coche y se parapetó detrás. El policía de la esquina desenfundó su pistola y se le acercó pensando que se trataba de un ladrón; al descubrir que era un periodista herido lo ayudó a incorporarse y lo acompañó hasta el edificio de la revista donde trabajaba. En el ascensor se cruzó con uno de los subdirectores: Che, me parece que me pegaron un tiro, le avisó. Su interlocutor movió la cabeza con una sonrisa: Dejate de joder, Dani, que tenemos un día de mucho laburo. Diez minutos después llamaban a la comisaría y media hora más tarde los enfermeros le cortaban la ropa, lo trasladaban en ambulancia y lo ingresaban de urgencia en el sanatorio Mitre.
Allí lo estabilizaron, le hicieron una radiografía y estudiaron seriamente el caso clínico. Era efectivamente un proyectil de 9 milímetros. Por milagro no había perforado el pulmón; se había incrustado en la zona de la clavícula, sobre un músculo. Esa misma noche, con las evidencias en la mano, un médico le dijo: Tuviste mucha suerte, Capalbo, mirá: la bala tiene una forma achatada. Había rebotado en algún sitio y venía con poca fuerza. De otro modo te habría liquidado al instante. Capalbo, boca arriba, pensó un largo rato en el asunto. Ningún francotirador es tan bueno como para armar semejante carambola. Era evidentemente una bala perdida. Que ni siquiera le extirparían –no valía la pena–, que quedaría solidificándose como una esquirla invisible en el cuerpo y que a lo sumo le dolería en días de humedad y le provocaría problemas con los detectores de metales en los aeropuertos. A los quince días, peritos de Delitos Complejos le revelaron que en esa avenida ensordecedora actuaba una banda de piratas del asfalto con un modus operandi original: pegaban su moto a la parte trasera de un camión, le disparaban disimuladamente un tiro en una rueda y se alejaban; sus cómplices esperaban más adelante que el camionero advirtiera la goma pinchada y se detuviera para repararla: cuando terminaba la faena, lo atracaban y le birlaban todo. Capalbo ya podía pensar en los accidentes del azar y el destino, puesto que era el clásico hombre incorrecto en el lugar equivocado. Pero por entonces no tenía tiempo para esas meditaciones existenciales: desde el minuto cero se le vinieron encima los múltiples heraldos de la maquinaria mediática. Habían atentado contra un periodista por sus investigaciones y era preciso descubrir de inmediato a los culpables. Reporteros de la radio, la televisión y los diarios montaron guardia día y noche en el sanatorio, y connotados colegas de la profesión lo llamaron para escuchar su versión de los hechos. Todos se negaban a creer la simple verdad. Era preciso que este “intento criminal” se tomara con la mayor seriedad y que se formulara una urgente denuncia contra el Gobierno y sus fuerzas oscuras. Como Capalbo, serena y amablemente, iba desarmando cada uno de esos argumentos bienintencionados, comenzaban a acusarlo de ingenuo o de amnésico, y a enojarse con él. El acoso duró quince días, y para entonces la opinión pública, siempre proclive a comprar más las conspiraciones que las casualidades, había resuelto que el editor era un blanco móvil de la mafia. Ocurría entonces lo que el filósofo Miguel Wiñazki denomina “la noticia deseada”: se impuso no lo que sucedió realmente, sino lo que la opinión pública prefería creer.
Otros escándalos políticos dejaron por el camino este episodio, y el asunto fue olvidado. Si se tratara de una novela de Bioy o de una comedia de Woody Allen, el protagonista habría cedido en algún momento a la tentación de aceptar su condición de víctima oficial y, por lo tanto, de apócrifo héroe de la libertad de prensa. En esa condición, recibiría nuevas ofertas de trabajo, conferencias bien rentadas, premios y becas, viajes a congresos internacionales con otras víctimas profesionales –genuinas o también falsarias–, y hasta propuestas amorosas. En la actualidad, se producen cada año cientos de muertes de verdaderos mártires del oficio –nuestro eterno homenaje–, pero este artículo no alude precisamente a ellos, sino a quienes usurpan sus honores, en un mundo donde el único héroe que queda es la víctima. Donde la victimización general se ha vuelto un negocio, y donde todo dios se siente víctima de algo y busca medrar de alguna manera con ello, o al menos construir desde ese rol una identidad que no posee. El Diccionario de la Lengua Española afirma que este trastorno se denomina “victimismo”: Tendencia a considerarse víctima o hacerse pasar por tal. El victimismo crónico es una marca social de época, campea en las redes sociales, obliga a separar muy cuidadosamente la paja del trigo y hasta es utilizado por políticos sin escrúpulos. Desde el traje prestigioso de la víctima, los errores propios se perdonan, la queja vale doble y la cancelación de otros funciona con escalofriante eficacia. Algunos caciques populistas convirtieron a víctimas célebres en escudos humanos para justificar sus fechorías y para desacreditar a sus críticos. Capalbo no aceptó, en aquella hora misteriosa, esa gloria falsificada; volvió a su escritorio sin chantajes emocionales ni aspavientos, y demostró ser así, modestamente, un héroe de verdad.
Entre la crónica periodística y la literatura
Publicado originalmente hace diez años, Las mujeres más solas del mundo vuelve a las librerías este mes en edición corregida y ampliada (Planeta). En el libro, el escritor y columnista de la nacion Jorge Fernández Díaz reúne un conjunto de textos cortos en esa clave que maneja como pocos, allí donde se encuentran la crónica periodística y la literatura. A través de una galería de personajes asombrosos, y con implacable pulso narrativo, se adentra en la tragicomedia de la vida a través de temas como la infidelidad, el narcisismo, la obsesión por el cuerpo, las supersticiones, las neurosis de cada día y el amor. “Una lección de periodismo”, dijo del libro el periodista y editor español Juan Cruz Ruiz.