Annie Ernaux y la tradición autobiográfica
La nueva premio Nobel de Literatura le da una vuelta de tuerca heterodoxa a una tendencia de la literatura francesa
“¿Así que de verdad vas a hacer eso? ¿Evocar tus recuerdos de infancia?... Te molestan esas palabras, no te gustan. Pero hay que reconocer que son las únicas adecuadas”, le dice una voz (¿su otro yo?) a Nathalie Sarraute (1900-1999) al comienzo de Enfance. Con ese libro, la escritora francesa nacida en Rusia alcanzó en 1983 su único gran éxito de librerías. ¿Toda una existencia de batallar por el nouveau roman, parece preguntarle esa voz, por hacer un arte de los tropismos (esos pensamientos que van y vienen por la cabeza y apenas llegan a formularse en palabras), por la idea de que no hay nada así como una vida por narrar, para finalmente caer en la trampa? Sarraute se las ingenió para sortear el escollo con una gran finta octogenaria: escrita casi toda en forma de diálogo, Enfance (vale decir, Infancia) vuelve al lector partícipe de sus recuerdos fantasmales antes que de cualquier certeza.
"Cortázar contó alguna vez que nunca podría escribir una autobiografía porque, a diferencia de lo que ocurre con los franceses, le daría pudor"
Cuando Annie Ernaux (Lillibonne, 1940) –la flamante Premio Nobel francés– comenzó a publicar faltaba una década para que se conociera el libro de Sarraute, pero ese retazo cáustico sobre el yo y sus autoficciones no debe haberle pasado inadvertido: fue por entonces que empezó a deshacerse de los nombres à clef de sus primeras novelas. La literatura de Ernaux es –como ella misma la llama en Los años, libro que conviene no perderse– una “autobiografía impersonal” en que se refleja la verdad sensible del que escribe más allá y más acá de las coordenadas que lo moldean: las trivialidades diarias y las experiencias más duras (como el aborto del que cuenta en El acontecimiento), el género (feminista, Ernaux prefiere definirse como “persona que escribe” para que su mirada de mujer sea luego evidente) y las pertenencias sociales (del origen modesto y provinciano, que no olvida y no la olvida, a la clase universitaria intelectual, de la que fue luego parte).
Cortázar contó alguna vez que nunca podría escribir una autobiografía porque, a diferencia de lo que ocurre con los franceses, le daría pudor. El argentino debía pensar en los mamotretos narcisistas y autojustificatorios tan habituales en la industria editorial francesa, pero frente a esa tradición convencional hay un reverso heterodoxo: la autobiografía que no confía y hace de la vida propia materia de exploración.
![Roland Barthes](https://resizer.glanacion.com/resizer/v2/roland-P7DSY7FRJJHR5ACMVIPBZSDF3E.jpg?auth=1bc599997c02f4831785b17787e4fd1aecbdc2582e0b9e9023c38bed360578b8&width=420&height=236&quality=70&smart=true)
Ese gesto inquisitivo está ahí, contra todo, desde el principio: basta recordar la manera en que el Discurso del método cartesiano gira obsesivamente alrededor de quien medita antes de llegar al cogito, ergo sum. Mucho después, Proust desbordó la novela psicológica (no es autobiografía, pero el prisma de la primera persona engaña) para que al final, de esa oruga tornasolada, surja la escritura de una vida. Los diarios, de Paul Léautaud a André Gide, por citar solos dos, son en sí mismos un género en proceso continuo. Jean-Paul Sartre, en Las palabras, dio un giro al autorretrato al centrarse en las imposturas de su desarrollo, sin negar sus miedos. En Roland Barthes por Roland Barthes, el semiólogo francés armó con sus intereses, reflexiones, ideas y jirones de vida un diccionario estructurado de modo alfabético.
"Michel Leiris se tomó a sí mismo como objeto descarnado en los cuatro tomos de La règle du jeu"
Antes de los dos últimos ejemplos hay un autor menos conocido fuera de Francia que indagó radicalmente sobre su propia experiencia con la distancia minuciosa de quien se mira en el espejo buscando no reconocerse. Michel Leiris (1901-1990), poeta surrealista en sus inicios, antropólogo tras su participación en la misión africana Dakar-Djibouti, se tomó a sí mismo como objeto descarnado en los cuatro tomos de La règle du jeu (”La regla del juego”: “Jeu”, juego, suena en francés casi como “Je”, yo). Publicados entre 1948 y 1976, esos libros (Biffures, Fourbis, Fibrilles, Frêle Bruit) diseccionan su vida en unas cuantas escenas, sin atender a la cronología. Del modo en que entabló sus primeras relaciones infantiles con las palabras al heroísmo que veía en los jockeys, del paso por la guerra a las razones por las que, de la nada, en un ámbito desértico, siente –la cadena asociativa es formidable– la insólita necesidad de masturbarse. El estilo, de frases largas, paréntesis, rayas, parece una performance para profundizar y complicar esa primera persona absorta. El estilo es opuesto al de Ernaux, menos sinuoso, pero algo comparten: la experiencia de sí no se parece en nada al conformismo del yo.