Almudena Grandes, o las mil formas del encuentro amoroso
Aun con su carga política, las historias que contaba la autora de El corazón helado, fallecida a finales de noviembre de 2021, hacen foco en el amor
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Siempre me llamó la atención su nombre. Almudena. Nombre españolísimo, en el punto exacto donde confluyen los tiempos cristianos y los árabes; cuatro sílabas con ecos de antiguas medinas, lejanas ciudadelas, burgos fortificados y una devoción específica: la virgen de la Almudena, patrona de la arquidiósesis de Madrid. Justo ella se venía a llamar así, tan madrileña, tan imponente. Y –portar un nombre siempre encarna alguna contradicción – tan plantada en la vereda de enfrente de cualquier religión.
La recuerdo así. Enorme, sólida, dueña de un vozarrón que podía imponerse pero que no intimidaba. Verborrágica y generosa, era el tipo de persona que un periodista ama cuando hace una entrevista. Qué importaba el tono, la densidad o el despiste de alguna pregunta: Almudena Grandes encontraba siempre la palabra desde donde responderte cálida, abierta, torrencialmente.
Comencé a leerla por Las edades de Lulú. Ella ya era una novelista en carrera, pero yo no lo sabía. Lo descubriría después con Atlas de geografía humana, Castillos de cartón, Los aires difíciles. Y la sentiría definitivamente próxima con El corazón helado, ese libro que lleva a Antonio Machado en el título y que sería el puntapié para el proyecto que siguió después, los Episodios de una guerra interminable, una serie de novelas con las que indagó en la España de la posguerra y en el franquismo.
A poco más de un mes de su muerte siguen circulando textos, recordatorios, lamentos e imágenes de las miles de personas que el 27 de noviembre acudieron a despedirla al cementerio civil de Madrid. Ese día hubo lágrimas y libros enarbolados en alto en señal de último saludo; también banderas republicanas, claveles rojos, algún banderín del Atleti, una grabación donde Joaquín Sabina y Chavela Vargas entonaban “Noches de boda” y deseaban “que ser valiente no salga tan caro/ que ser cobarde no valga la pena”. Cierto que está de moda burlarse del progresismo, pero qué difícil no conmoverse con algunos de sus gestos.
En una España que sigue partida en dos, Almudena Grandes fue, podría decirse, una mujer “roja”. Republicana, antifranquista y con una identidad de izquierdas cuyos matices intenté por años descifrar por entre algún que otro resquicio de sus novelas. También estaba esa capacidad arrolladora para construir personajes y situaciones; escenas que, más que leerse, se saborean, se tocan, se escuchan, se palpan. Hay pasajes en sus libros que tienen la pregnancia de un fotograma: se te prenden de la retina y allí quedan, grabados para siempre.
Se habló mucho del erotismo made in Almudena Grandes, de su manera de forjar una obra donde las heroínas llevan la voz cantante del deseo. Si, de un modo u otro, la política y la Guerra Civil siempre permearon su universo, el amor y Madrid fueron sus otros dos grandes ejes narrativos.
Como a muchos de sus personajes, a la misma Almudena el estruendo de la pasión la sorprendió por fuera de la norma. Señora felizmente casada y madre de un niño, se enamoró de un señor también casado, padre de una niña. Fue un arrebato de los fuertes; ambos dejaron a sus parejas, ella le dedicó una y otra vez los libros que siguió publicando, él nunca cesó de escribirle poemas. Hasta la agridulce jornada de fines de noviembre, cuando en el cementerio civil de Madrid el poeta Luis García Montero le dedicó sus últimas estrofas al amor de su vida entre flores, cantos y libros.
Sin ser melodramas, con su carga de política, personajes femeninos fuertes y tensión erótica, las historias que contaba Almudena siempre fueron, en última instancia, historias de amor.
Con sus variantes. Porque, si los cuentos de hadas terminan cuando el príncipe rescata a la princesa y ambos se funden en el casto beso que preludia al matrimonio, en Las edades de Lulú la princesa se casa tempranamente, se enfiesta con el príncipe a más no poder y hacia el final, cuando el juego se sale de carril y Lulú corre el riesgo de perderse en el abismo, será ese mismo príncipe/cónyuge el que acudirá al rescate.
Pensar en las novelas de Almudena es recrear las mil variantes por las que pueden transitar los encuentros amorosos y, también, rememorar esas postales que ella tan bien sabía pintar. Cada quien tendrá la suya. Yo me quedo con el “¿A ver si te doy una hostia?” que en El corazón helado el hermano comunista le grita –entre el polvo, los tiros y la rabia de la Madrid asediada– al hermano socialista, los dos enfrentados al mismo enemigo, tironeados por las diferencias entre sus elecciones políticas, desgarrados de pasión, juventud, miedo, furia, amor fraterno, oscuras premoniciones. Pero también me quedo con el “Harina, la que pida” de la protagonista de Inés y la alegría en el momento en que se dispone a amasar las rosquillas que serán el único cargamento con el que se largará de casa, rumbo a los montes, a ofrecerles sus dotes de cocinera a los maquis que preparaban la invasión del valle de Arán.
Desde luego que hay más. Porque no todo es cuestión de descripciones vívidas o palabra que fluye como un torrente. Lo que lograba Almudena Grandes tanto en sus novelas como en las frecuentes colaboraciones que hacía en la prensa de su país era transmitir la voz de alguien próximo, cálido, atento. Creó personajes palpitantes y le habló a un mundo al que sabía cruel y fecundo, bello y difícil. De esa sustancia estuvo hecho su trabajo y en ese mismo lenguaje –gestos a escala humana– la siguen despidiendo lectores de todo el mundo.