Alfredo Prior no resiste el archivo
El archivo no solo impide la falsificación de los hechos (o, en todo caso, revela la falsificación oportuna de un hecho) sino que además genera su propia narrativa. Con la sofisticación de los dispositivos de memoria audiovisual, el ejercicio de indagar en los documentos del pasado vuelto espectáculo produjo, de fines de los 90 en adelante, su propio axioma: “Nadie resiste un archivo”. Aplicado, sobre todo, a profesionales de la política que hicieron de las palabras de Walt Whitman su involuntario credo (“¿Qué si me contradigo? Sí, me contradigo. Yo soy inmenso y contengo multitudes”) aplica también para un artista como Alfredo Prior, cuya muerte me sorprendió en la mañana del 24 de diciembre, WhatsApp mediante. En 2019, cuando pasaba horas encerrado en el archivo de la biblioteca de la Di Tella revisando sobres añosos, encontré una hoja manuscrita perdida con un dato ignorado por la historia y, más aún, por su propio protagonista.
En su wishlist para la exposición Experiencias 69, en el declive de la aventura ditelliana, el mandarín modernista Jorge Romero Brest había anotado a sus nuevos candidatos. Estaban algunos de los pop que ya tenían las valijas hechas para dejar Buenos Aires, nombres clave de la vanguardia platense, y muchos desconocidos que dejaron, después, un rastro borroso, invisible. En esta categoría, entonces, aparecía un apellido, Prior, seguido de una dirección en San Isidro y un teléfono de línea. Entonces era un artista de 19 años, sin relación con el ecosistema de Florida 936. Excepto que un año antes, imantado por las audacias de la época, el joven Prior se presentó en el escritorio de la secretaria de Romero y le pidió una audiencia para presentarle una idea: convertir la vitrina del Di Tella en una carnicería, reses colgando, Rembrandt ready made. La respuesta del hombre calvo y habano eterno fue rápida y fulminante: “No, pibe”. Como si a las máximas de Javier Martínez en el soul (de Plaza Francia) de Manal se le sumara el freno al gesto dadá.
Sin embargo, algo en el atrevimiento de Prior debió llamar la atención de Romero como para que anotara sus datos y lo incluyera en la lista de buena fe de Experiencias 69. Pero el joven pintor no se enteró de esto (el llamado de Romero nunca llegó) sino hasta que encontré este papel manuscrito y lo llamé para contárselo. Habían pasado cincuenta años y Prior ya llevaba muchos siendo el mejor pintor de la Argentina, aunque su poca disposición a los mandatos del artista como empresario de sí mismo volviera su imagen pública tan brumosa como esos remolinos donde las categorías de abstracto y figurativo luchaban (luchan, porque lo que se va es el cuerpo del artista, nunca sus obras) por prevalecer.
Romero era un visionario que captó el carácter dadaísta de Prior, aunque con el tiempo el joven hiciera todo lo contrario de aquello que el mandarín modernista había sentenciado en ese mismo 69 en Primera Plana: la muerte de la pintura. Pero la pintura no murió y Prior fue, acaso, uno de los que más hizo por mantenerla VIVA (así, en mayúsculas) desde los primeros 80 hasta su última muestra en la galería Vasari. Pero el arte de Prior no hubiera sido tal sin su desencanto por la escena de los 70, alimentado por su faro intelectual: Frank Zappa. El humor corrosivo y la erudición artística dispuesta en el cubo Rubik de la parodia (“Stravinsky a gogó”, escribió Rafael Cippolini en Alfredo Prior, el libro definitivo editado por su galerista, Marina Pellegrini) hicieron de su pintura algo que Romero nunca hubiera imaginado. Nadie resiste un archivo, entonces, y en esa hoja escrita casi con descuido ya estaba cifrado el mundo estético de Prior.
El pintor no le restaba importancia al hallazgo (al menos para mí lo era) pero lo reflejaba a su modo: con una risa estentórea al otro lado del teléfono, regodeándose en el absurdo de la situación, sugiriendo que el mandarín modernista seguramente lo habría confundido con otro o que la secretaria tomó sus datos para dejarlo tranquilo, para que no insistiera, para que se fuera en paz.