Alberto, de excusa en excusa

El 27 de febrero de 1974, la policía de Córdoba derrocó a Ricardo Obregón Cano en un episodio recordado como “el Navarrazo”, por el apellido del teniente coronel impulsado por el presidente Juan Perón para echar al gobernador, afín a Montoneros. “Que los cordobeses se cocinen en su propia salsa”, dijo el viejo caudillo, como para hacerse el desentendido. El golpe policial formaba parte de la serie de intervenciones a otras gobernaciones bajo control de la Tendencia Revolucionaria.

Aquella frase podría ser atribuida hoy a Cristina Kirchner, aunque aplicada no a la situación de una provincia, sino del gobierno nacional. Es más, la salida de Roberto Feletti de la Secretaría de Comercio, el lunes, fue el resultado de una decisión tomada con su consentimiento, orientada a tratar de sacarse de encima las responsabilidades por el fracaso en el control de la política inflacionaria.

Asombra el ensayo de negación de pertenencia a un gobierno que Cristina integra desde lo más alto, administra en las dos terceras partes del gasto público por medio de funcionarios que le responden incondicionalmente, y que creó por su iniciativa política al poner a un presidente al que imaginó más obediente que eficiente, incapaz de desconocer sus órdenes ejecutivas.

La eficiencia que ella creyó encontrar en Fernández cuando era jefe de Gabinete de su marido nunca apareció. La fidelidad se quebró entre presiones, recriminaciones públicas y desaires.

Cristina trata de escapar de sus responsabilidades con el mismo ahínco con el que el Presidente busca demostrar que ejerce el cargo. Ambos fracasan en su intento.

Por su efecto vinculante a todos los argentinos y por la enorme oportunidad y desafío que implican ser presidente en un país con una Constitución que otorga tanto poder a una persona, el problema mayor lo tiene Alberto Fernández. Es una dificultad inversamente proporcional a la chance que todo argentino tiene el día que llega a la presidencia. Esa enorme ventaja es hoy un peso insoportable.

Muchos esperaron demasiado de él. Su mentora supuso que sería un fiel servidor. Cristina se había quedado con una idea de eficiencia maquillada por los años felices en los que Néstor Kirchner recibió el país con un ajuste ya realizado y un precio inédito de las exportaciones agropecuarias. Primera desilusión. Alberto no le hace caso.

La militancia kirchnerista, como la peronista propiamente tal, tenían expectativas distintas. Los primeros imaginaron que Alberto sería un puente por el que cruzarían en cuatro años hacia la presidencia. Creyeron eso Axel Kicillof o Máximo Kirchner, por caso.

Los peronistas tradicionales fantasearon con que el Presidente arrinconaría a Cristina y lideraría un proceso de recambio hacia la moderación. Varios centenares de miles de votantes cruzaron por ese puente para acompañar el regreso al kirchnerismo usando el extraño argumento de que estaban colaborando con achicarlo.

Todos terminaron comprobando que la administración de Fernández conduce a la salida y a una consecuente nueva oportunidad para la oposición, aunque ni los propios opositores saben si la querrán aprovechar.

Las excusas no suman votos, pero pueden restarlos. El Gobierno usó hasta el hartazgo la pandemia para explicar desgracias autoinfligidas con la misma naturalidad con la que ahora, agotada esa etapa, la invasión rusa a Ucrania sirve para explicar la añeja y rampante inflación argentina. Solo un enorme desprecio por el sentido común de los argentinos puede generar el intento de instalar semejante patraña.

La confusión ideológica es tan grande que el oficialismo lamenta a coro que la otra cara de la moneda de la masacre rusa en Ucrania sea un dato positivo para el país: el exponencial aumento de los precios de la producción agropecuaria, de la que somos enormes productores, y de la demanda de gas y petróleo, con reservas tan vastas como inexplotadas en Vaca Muerta.

No hay un gobierno en el mundo que lamente tanta suerte. Ese delirio de vivir como una condena lo que puede ser una salvación lleva a kirchneristas y a albertistas a coincidir en la idea de aumentar las retenciones para bajar el precio local de los alimentos. En realidad, lo que está detonado es el poder adquisitivo de los salarios por la inflación. Pero el Gobierno prefiere hacer creer que puede licuar el precio real de las cosas antes que preservar la moneda para adquirirlas.

Con esta medida, lo que volverá a ocurrir es una baja de superficies sembradas, es decir, una menor producción justo en el momento en el que los precios de los granos trepan en los mercados mundiales y nuestros productos son altamente demandados.

Los argumentos de hoy caen con solo ver que el precio del pan en el país creció a ritmo de la inflación local antes que por el ascendente precio internacional del trigo. Ideas tan desastrosas no recogen un ejemplo inmediato: el año pasado le pusieron cepo a parte de las exportaciones de carne y el resultado fue una pérdida de más de mil millones de dólares y un aumento del precio en las carnicerías por encima del promedio del alza del costo de vida.

Fernández anuncia medidas que sus ministros desmienten, pero él luego vuelve a reflotar como posibilidad. El aumento de las retenciones, por caso. Un presidente que ofrece clases de historia en presentaciones de billetes que, sin reparar en quienes están en ellos, pierden su valor a cada minuto.

Todo ocurre mientras un juez establece que no ejercía como presidente al momento de violar la prohibición de realizar reuniones sociales dictadas por él mismo. De todos los despropósitos recientes, quizás esa sea la peor síntesis: no saber exactamente cuándo gobierna Fernández, ni saber si alguna vez gobernará.

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