Adolf Eichmann: de la vida secreta en Buenos Aires a la horca en Israel
Se cumplen 60 años de la ejecución de uno de los organizadores del Holocausto, tras ser atrapado mientras vivía en una precaria casa de Virreyes
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No es lo más frecuente, pero alguna vez a los periodistas nos sucede que nos topamos con una primicia por pura casualidad. En abril de 2001, una mañana cualquiera, mi bicicleta me depositó en Virreyes, San Fernando, no muy lejos de mi casa de Beccar. Era un paseo otoñal sin rumbo fijo. De repente advertí que la calle que acababa de cruzar se llamaba Garibaldi. Se me ocurrió averiguar entonces si no estaba cerca de la vivienda de Adolf Eichmann, la legendaria casa de la calle Garibaldi.
Los primeros dos transeúntes a los que me acerqué no sabían de qué hablaba. Un tercero me dio las coordenadas precisas, pero cuando llegué no distinguí ninguna vetusta construcción de ladrillos parecida a la de las fotos o como la que se ve en la película La casa de la calle Garibaldi, basada en el libro (1975) de Isser Harel, cerebro de la operación.
Sin embargo, me hallaba en el lugar correcto. Cerca de la ruta 202 y las vías del ferrocarril Mitre, desde cuyo terraplén los agentes del Mossad espiaban al morador con largavistas para estar seguros de que “Ricardo Klement” era Adolf Eichmann. Ante mi requisitoria, el dueño de un taller de chapa señaló enfrente, hacia un terreno baldío. “La tiraron abajo hace tres días”, me dijo.
Fue el principio de la noticia que LA NACION publicó el 23 de abril de 2001 y que repercutió en varios países. El 11 de abril de 2001 se habían cumplido 40 años del comienzo del histórico juicio llevado a cabo en Jerusalén, que terminó con Eichmann en la horca. Ahora se cumplen 60 años del ajusticiamiento. El llamado arquitecto del Holocausto fue colgado el 31 de mayo de 1962 en la prisión de Ramla. Es el único sentenciado a muerte en toda la historia del Estado de Israel.
El chapista de enfrente, llamado Francisco Pérez, como narré en aquella nota, me contó algo que tampoco se conocía: la casa se había convertido en un foco de atracción turística internacional. Paraban en la cuadra, en ese pobre e ignoto rincón del Gran Buenos Aires, ómnibus de israelíes, grupos de italianos, franceses, norteamericanos. Periodistas, documentalistas, camiones de filmación. A unos cincuenta metros de la puerta, muy cerca de la parada del colectivo, el agente secreto israelí Peter Malkin forcejeó con Eichmann la lluviosa noche del 11 de mayo de 1960. Lo subieron al parecer a un Auto Unión. Había otro vehículo de apoyo. Al llegar al lugar donde lo tendrían cautivo, el falso Ricardo Klement no tardó en reconocer su verdadera identidad, para beneplácito de los nueve agentes del Mossad y de Shin Bet (el servicio de inteligencia y seguridad interior de Israel) que participaban de la muy riesgosa Operación final (de allí el nombre de la película de Netflix), también conocida como Operación Garibaldi. Inmediatamente informaron al primer ministro David Ben Gurion.
El cautiverio se hizo más largo de lo planeado por culpa de la burocracia argentina: las autoridades demoraron la llegada del avión israelí que traía la delegación oficial para el sesquicentenario de la Revolución de Mayo. En ese avión la presa iba a ser sacada del país. El 23 de mayo Ben Gurión le anunció al mundo que Adolf Eichmann estaba detenido en Israel. No mencionó el país en el que se había escondido, eso se supo varios días después e hizo estallar una grave crisis diplomática con el gobierno de Arturo Frondizi.
El sitio exacto en el que la inteligencia israelí ejecutó la que sería una de las capturas más célebres de la historia no está identificado. No hay ninguna referencia física a los hechos de hace 62 años, pero sí virtual: cuando a Google Maps se le pregunta por Garibaldi 6067, Virreyes, provincia de Buenos Aires, responde con la información de rigor, incluida la imagen del terreno baldío. Y dice: “Aquí vivió Adolf Eichmann”.
En 1996, la película (en su origen una miniserie) El hombre que capturó a Eichmann (1996), basada en el libro Eichmann en mis manos, de Peter A. Malkin, debía ser filmada por decisión de los productores en el escenario real. Pero la familia Eichmann, que nunca le abrió la puerta a nadie, mucho menos iba a aceptar ceder la locación. Robert Duvall terminó haciendo del ex jefe de la Oficina de Asuntos Judíos de las SS en otra casa de la zona, desde cuya ventana, con el hijo más pequeño en brazos, el personaje disfruta viendo pasar vagón por vagón del ferrocarril Mitre. Una alegoría de la macabra especialidad de Eichmann, los trenes que él organizó para trasladar a millones de judíos a los campos de exterminio. En ese film el escenario del espionaje y del secuestro es, pues, el auténtico. Hoy un poblado barrio humilde, en 1960 un descampado. Entre la casa de Eichmann y las vías del tren no había nada.
Eichmann es, después de Hitler, el jerarca nazi sobre el que más libros se escribieron y más películas se filmaron. Lo que no garantiza que se conozca todo. Por ejemplo, todavía se ignora en qué vivienda del Gran Buenos Aires el Mossad lo mantuvo cautivo durante once días. Subsisten también discusiones sobre algunas partes de la historia, empezando por quién tuvo el mérito de hallarlo. Según la versión más conocida fue Lothar Hermann, un judío sobreviviente del campo de concentración de Dachau que perdió la vista por las torturas, cuya hija Silvia habría tenido una relación con uno de los cuatro hijos de Eichmann. Cierta demora de Israel para encarar la captura de Eichmann es atribuida a que el Mossad habría desconfiado de las chances de un ciego de certificar una identidad. También se ha dicho que en 1958 una misión secreta dictaminó que el sospechoso de la calle Garibaldi no podía ser Eichmann, porque un alto oficial nazi no iba a estar viviendo en condiciones tan miserables. La casa de la calle Garibaldi, adonde Eichmann se había mudado en 1959, era efectivamente llamativa por lo precaria.
En reacción a la peregrinación de turistas, curiosos y equipos de cine (“los tenían podridos”, me dijo Pérez hace 21 años) los descendientes de Eichmann decidieron demolerla. Estaba a nombre de Marta Valinotti de Eichmann, esposa de uno de los nietos. Quien en el barrio conocía bien a los Eichmann era un ex suboficial del Ejército, Porfirio Calderón, fundador del corralón “El líder”, que en 1956 participó del levantamiento del general Valle y en los 70 integró la custodia de Perón que dirigía Juan Esquer. Calderón, fallecido en 2013, me contó en 2001 que él quiso comprar la casa de Eichmann por su “extraordinario valor histórico”, pero cuando en la cuadra se empezó a comentar que la iban a demoler no logró ubicar a la familia.
“Los Eichmann eran peronistas”, aseguraba el ex custodio de Perón, orgulloso de haber sido amigo de uno de los hijos del criminal de guerra. Cuando le hice notar que se refería a Eichmann como si hablara de un vecino común y corriente y no del responsable de cinco millones de muertes, enunció la consabida contraseña exculpatoria: “La historia la cuentan siempre los que ganan”.
Diagonal que con más hondura ya había transitado Perón al opinar sobre los juicios de Nuremberg, de los que Eichmann, prófugo con suerte hasta 1960, consiguió zafar. “En Nuremberg –afirmó Perón, según una recopilación de cintas magnetofónicas publicada en Madrid en 1976– se estaba realizando entonces algo que yo, a título personal, juzgaba como una infamia y como una funesta lección para el futuro de la humanidad. Y no sólo yo sino todo el pueblo argentino. Adquirí la certeza de que los argentinos también consideraban el proceso de Nuremberg como una infamia indigna de los vencedores, que se comportaban como si no lo fueran. Ahora estamos dándonos cuenta de que merecían haber perdido la guerra”.
Por supuesto, no es novedad que Perón cobijó a criminales de guerra nazis. En el libro La auténtica Odessa, Uki Goñi demostró que en realidad no se trató de mera hospitalidad sino que hubo un rescate planificado.
El peronismo nunca terminó de hacerse cargo de su papel respecto de los criminales de guerra nazis camuflados en la sociedad argentina, entre otros Eichmann, Josef Mengele, Klaus Barbie. La dirigencia peronista, cuando no esquiva el tema, lo suele abordar con una combinación de vehemencia, amnesia y confusión. La última muestra la dio el ministro del Interior, Eduardo de Pedro, hace tres semanas, al salir de Yad Vashem, el museo del Holocausto más importante del mundo, en Jerusalén. De Pedro ponderó la memoria y mencionó los campos de concentración para establecer una comparación de las persecuciones y matanzas de Hitler con los desaparecidos en la Argentina. La embajadora de Israel en Buenos Aires, Galit Ronen, quien se hallaba al lado de De Pedro, intentó aclararle que eran situaciones diferentes, pero el ministro insistió sobre la base de una categorización común del genocidio.
Junto con la apropiación de los derechos humanos, el peronismo-kirchnerismo del siglo XXI inflamó la causa de la memoria, al punto que también quiere ocuparse ahora de los crímenes del franquismo (de eso habló De Pedro en marzo, durante una gira por España, con Pedro Almodóvar), mientras elude una explicación y más una autocrítica por los criminales de guerra nazis traídos y protegidos por Perón. Cuyas opiniones sobre los juicios de Nuremberg no parecen servir de sostén para los que ahora se enardecen delante de cualquier supuesto “negacionista” de los juicios a militares.
Aquellas políticas anfitrionas impregnaron la reputación del país a partir del caso que dio la alarma, el del nazi que había pasado diez años guarecido en Buenos Aires y un día sacudió al mundo al ser llevado clandestinamente a Israel, juzgado, condenado y colgado. A sus cenizas las arrojaron al Mediterráneo, lejos de la costa israelí.
Los nazis locales, bien relacionados dentro de las fuerzas de seguridad y de la SIDE, descubrieron temprano la Operación Final. Estuvieron cerca de echarla a perder en la última fase, cuando Eichmann, que mediante dopaje simulaba una borrachera, era llevado hasta la escalerilla del avión de El Al, en Ezeiza, disfrazado de tripulante, bajo el nombre de Zeev Zijroni.
El gobierno de Frondizi mostró indignación, retiró a su embajador en Tel Aviv, declaró al embajador israelí persona no grata y protestó en las Naciones Unidas por la violación al derecho internacional que efectivamente el secuestro representaba, pero la comunidad internacional a la vez parecía deslumbrada, si no por el método empleado y su eficacia, por la monstruosidad del criminal de guerra que iba a juicio. Monstruosidad luego sometida a un debate perdurable por la filósofa estadounidense de origen alemán Hannah Arendt, quien cubrió el juicio para la revista The New Yorker. Dos meses después Israel se disculpó con la Argentina en una nota de 49 palabras y las relaciones se normalizaron. Entre las secuelas locales hubo un recrudecimiento del antisemitismo.
Con ayuda de una red europea dedicada a fugar nazis, que incluía a sacerdotes católicos y sectores de la Cruz Roja y del Vaticano, Eichmann había llegado a la Argentina de Perón y Evita el 14 de julio de 1950. Bajó en Buenos Aires del barco Giovanna C con documentos falsos. Carlos Fuldner, un ex capitán de las SS argentino-alemán que era el operador de Perón en el rubro, le consiguió trabajo en un taller mecánico y alojamiento en una casa de la calle Monasterio 1429, en Vicente López. Luego la organización de alemanes escapados de la justicia le ofreció un puesto mejor en Tucumán. Al cabo de dos años inició breves trabajos en los más distintos rubros –hasta crió conejos– y se radicó en Olivos. Por último, se convirtió en gerente de Mercedes Benz, una empresa hospitalaria con los nazis. De ese trabajo volvía a las ocho, como todos los días, la noche que no llegó a su casa.
La novela psicológica El desafortunado, en la que Ariel Magnus explora las razones del mal metiéndose en la mente de Eichmann para refutar, en cierto modo, las tesis de Hannah Arendt sobre el burócrata anodino, comienza el 26 de julio de 1952, cuando medio país llora la muerte de Evita. Por esas horas llegaba al puerto Vera –es real–, la esposa de Eichmann, con sus tres hijos (el cuarto nacería en la Argentina). Él quiere comprarle flores pero por el velorio de Evita se han agotado. En 1960 la Operación Final se puso en marcha después de que el Mossad observó con los largavistas que en la casa de la calle Garibaldi “Ricardo Klement” celebraba con un ramo de flores su aniversario de bodas justo la misma fecha en la que Adolf Eichmann se había casado.