2001, el año maldito: una crisis con muchas causas que se convirtió en la tormenta perfecta
Un gobierno irresoluto aferrado al 1 a 1, conspiraciones cruzadas, saqueos organizados y vicios estructurales de larga data llevaron a la Argentina al borde de la anarquía
- 9 minutos de lectura'
Al comenzar el siglo XXI los militares llevaban diecisiete años sin gobernar la Argentina, cosa que habían hecho en seis oportunidades durante el siglo XX. Aunque es cierto que la nueva democracia creó una ilusión, hecha leyenda en la génesis por Raúl Alfonsín, que luego costaría verificar: “Con la democracia no sólo se vota sino que se come, se educa y se cura”.
Junto con la extinción de los golpes de estado clásicos, el neologismo fragote, creado en tiempos de Frondizi para representar la conspiración militar continua, fue a desguace. Sin embargo, el hecho de que ya no pudiera irrumpir cualquier día una voz marcial diciendo “comunicado número uno”, mientras los tanques y las tropas tomaban las calles, no garantizó la estabilidad institucional.
"Hordas de caceroleros fustigaron indignados a ‘todos’ los políticos"
La vuelta definitiva de los militares a los cuarteles ayudaba a soñar con una sucesión automática de gobiernos constitucionales prolijamente enfilados, sin sobresaltos, oxigenados por la alternancia. No fue lo que ocurrió. Quedó atrás, y no es poco, la noche oscura de la última dictadura, la más feroz. Quedó atrás también el ciclo recurrente de libertades coartadas, Congreso cerrado, partidos prohibidos. La violencia política planificada por autócratas con botas, las persecuciones. La violencia insurreccional, la eliminación física del oponente, el nihilismo. Pero la estabilidad política siguió siendo esquiva. Entonces se supo que, aparte de la hegemonía intermitente del partido militar, de la democracia tutelada, otros problemas corroían la institucionalidad argentina. Mala noticia para los maniqueos.
Cambio de mando ordenado
El primer presidente de la nueva democracia se tuvo que ir seis meses antes de terminar el mandato. El segundo, en cambio, reformó la Constitución y se quedó durante un lapso irregular de diez años y medio. Por fin en 1999 se registraría una sucesión presidencial en hora, no traumática, con alternancia partidaria, como en un régimen presidencialista resplandeciente: la asunción de Fernando de la Rúa, quien llegaba respaldado, igual que Frondizi, que Menem, casi como Alfonsín, nada menos que por la mitad de los votantes. Un cambio de mando tan ordenado como ese, en el que el peronista Menem le calzaba la banda al radical De la Rúa, no ocurría desde 1916. Promisoria estampa republicana.
Dos años después el país explotó. La anarquía se adueñó de las calles. Hordas de caceroleros indignados fustigaron a “todos” los políticos, los emplazaron a “irse”, mientras una angustiante acefalía a repetición sugería la deserción de la dirigencia, perpleja, acobardada, impotente frente a la dimensión y las formas inéditas de la crisis. La confirmaban escenas corrientes: la gran mayoría de los políticos debía esconderse por temor a sufrir agresiones. En algunos casos (le pasó a Antonio Cafiero en Chapadmalal, antesala terapéutica de la precipitada renuncia del presidente Adolfo Rodríguez Saa), la huida requería camuflajes, se volvía fellinesca. En lenguaje depurado, había una formidable crisis de representación. Pero no sólo eso.
"La crisis recibió un tratamiento peronista antes que institucional"
Hay cierto consenso académico en cuanto al carácter multicausal de la crisis de 2001, a la que muchos autores consideran la mayor de la historia. Desde ya, esto descarta la versión peronista-tinellista del presidente pánfilo que huyó en helicóptero. No porque De la Rúa no hubiera hecho un grotesco papel de atolondrado en el programa de Tinelli o, lo que es más importante, no hubiera cometido importantes errores como gobernante, sobre todo su aislamiento, sino porque la crisis fue una tormenta perfecta. Una confluencia de situaciones estructurales, vicios de origen (la promesa de campaña de mantener el uno a uno, la falta de cohesión de la coalición gobernante), y también sociales, políticas, económicas, cambiarias, bancarias. De conspiraciones cruzadas. De saqueos organizados (¿cómo se explica que los saqueos cesaron una vez que el peronismo tomó el control del país?). Además, estaban los aportes de la anarquía, represión policial por un lado y pasividad policial por otro, el rebote televisivo del caos.
Fue su complejidad lo que impidió hasta hoy darle a la crisis un nombre preciso.
Se le suele decir, apenas, dos mil uno. El único año de la Era Cristiana que sirve para asustar. Porque se trató de un trauma histórico. La palabra trauma, que viene del griego, significa herida. En psicología, una herida duradera.
Néstor Kirchner, cuya mayor proeza consistió, quizás, en recomponer en 2003 la autoridad presidencial a partir de un módico capital electoral (incluso inferior al de Illia, siempre reputado raquítico por el peronismo), construyó su propio movimiento blandiendo el trauma del 2001. Con verba inflamada, Kirchner culpaba a la Alianza, aunque unos cuantos funcionarios de la administración De la Rua, como Chacho Alvarez, Nilda Garré, Juan Manuel Abal Medina, Juan Pablo Cafiero, Diana Conti, Alicia Castro, se habían reciclado en el gobierno kirchnerista.
Dos años después de llegar al poder, Kirchner liquidó a Eduardo Duhalde, su mentor y patrocinante, y duplicó el caudal electoral originario. El fantasma de 2001 había resultado rendidor. Roberto Lavagna, cerebro de la recuperación, ejerció de puente virtuoso con el pasado traumático luego de que su antecesor, Jorge Remes Lenicov, hiciera el trabajo sucio que De la Rúa y Cavallo habían dilatado por miedo a caer.
Bombero piromaníaco
Como tantas veces se dijo, Duhalde fue un bombero piromaníaco. De su completa inocencia en la desestabilización de De la Rúa no todos quieren dar fe. Rodríguez Saá, como avezado caudillo peronista una autoridad entre los malpensados, sostiene que Duhalde lo derrocó a él. Más difícil, en todo caso, es negar que fue el gobierno de un año y medio de Duhalde, no Kirchner, el que consiguió, si bien con altos costos, restablecer el orden y reactivar la economía. Otro problema para los maniqueos: el mismo actor puede ser cosas distintas.
Un mito que arraigó en una parte de la sociedad es aquel que dice que al país sólo lo puede gobernar el peronismo, algo muy repetido cuando De la Rúa acabó sucedido por Duhalde, el peronista a quien había derrotado en las presidenciales de 1999. Cuando Macri consiguió completar el mandato (primer presidente no peronista que lo hizo desde que existe el peronismo) la idea de la llave peronista de la gobernabilidad quedó magullada. Pero, en los hechos, ya se había probado falsa con Cámpora y, durante la crisis de 2001, con Rodríguez Saá y Duhalde. Cámpora, se sabe, estuvo en el poder siete semanas hasta que lo sacó quien lo había puesto: Perón. Rodríguez Saá duró seis días. Lo encumbró el peronismo y lo desalojó el peronismo. Duhalde no cayó, pero eso fue gracias a que tramitó con más astucia que celo constitucional el encogimiento de su respaldo inicial: se autoacortó el mandato que la asamblea legislativa le había dado hasta el 10 de diciembre de 2003 y se bajó antes, el 25 de mayo. Daría la impresión de que la gobernabilidad no se mide solo por cómo se sustenta, sino según cómo se narra.
A propósito, tal vez sea necesario volver a aclarar que en 2001 no hubo cinco presidentes en diez días. Mucho menos “cinco presidentes en un día”, como verseó la semana pasada en Plaza de Mayo Cristina Kirchner, quien ahora le echó la culpa de todo al FMI después de haber dicho, en 2012, por cadena, que a De la Rúa lo desestabilizaron grupos manejados por intendentes peronistas.
En 2001 los presidentes fueron tres. Ramón Puerta y Eduardo Camaño (ambos peronistas, curiosamente, encumbrados en las respectivas cámaras tres semanas antes en sustitución de sendos radicales) solo eran entonces las autoridades parlamentarias, y quedaron a cargo del Poder Ejecutivo por unas horas. No tiene ningún sentido ascenderlos ni prometerles un lugar en el Salón de los bustos para tratar de dramatizar más el drama. Esas desvirtuaciones –que en el caso de la vicepresidenta la empardan con el nivel de un comentarista texano de la FOX lanzado a ironizar sobre la Argentina– solo testimonian la fragilidad del andamiaje institucional que se usó para enfrentar el vacío de poder. Basta ver que, con la misma ley de acefalía, al primer presidente puesto por el Congreso se le exigió llamar a elecciones enseguida (recuérdese que a Rodríguez Saá no lo echan por haber declarado festivo el default sino cuando interpretan que actuaba como para quedarse) mientras que al segundo se lo elige para completar el mandato de De la Rúa, es decir, por dos años, sin la exigencia de llamar a elecciones. En la Argentina hay una interpretación de la ley para cada necesidad.
Mal que les pese a quienes celebran que el sistema solucionó la crisis institucional dentro de los carriles constitucionales (tampoco iban a resucitar la vía militar, ¿no?), la política se plantó, como tantas veces, por encima de las reglas. La crisis recibió un tratamiento peronista desde el vamos, no un tratamiento de supremacía institucional.
Hubo más de treinta muertos porque las cosas se hicieron mal, no porque se hicieron bien. Las responsabilidades criminales de funcionarios que después de veinte años la desvergonzada Justicia argentina no terminó de resolver son una cosa, y las responsabilidades políticas por la mala tramitación del vacío de poder son otra.
La interna peronista
Aquella Asamblea Legislativa que eligió presidente a Rodríguez Saá hasta se puso a discutir la conveniencia de que el llamado a elecciones fuera con ley de lemas, porque había que resolver lo importante: la interna peronista. En un momento del debate el diputado justicialista Jorge Matzkin miró hacia la bancada radical y, sin derrochar riqueza expresiva, soltó el pensamiento profundo de la mayoría peronista: “¡No tienen derecho a hablarnos de derecho ni de leyes mientras arde el incendio!”.
La parte ruidosa del incendio era un clamor subjuntivo: que se vayan todos. Pero no se fueron. Algunos protagonistas de la época ya murieron (De la Sota, Alfonsín, Menem, Cafiero, Kirchner, Reutemann, Camaño). Entre los que siguen vigentes sobresalen el eterno Insfrán y el autoreciclado Moreau. La mayoría de los alejamientos del centro del escenario (Duhalde, Ruckauf, Rovira, Romero, Gabrielli, Matzkin, Puerta, Ibarra, Curto, West) no se debió a los efectos del 2001 sino a otros motivos.
De aquel año que todavía asusta son las cacerolas abolladas que muchos todavía conservan y aún golpean.