1922: a cien años de los días que cambiaron la literatura
En febrero de este año se celebra el centenario del Ulises, de James Joyce, y en diciembre, el de La tierra baldía, de T.S. Eliot, los dos hitos del modernismo en lengua inglesa; pero hubo otras obras relevantes, además de esas divisorias de aguas
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En algún momento de 1922, Franz Kafka dejó de escribir El castillo en medio de una frase (“aber was sie sagte”, “pero lo que ella dijo”), dejándonos menos en suspenso que con la certeza de que esa carencia de final en el fondo importa poco. Esa detención bastaría para darle valor de centenario a este 2022 que hoy comienza a rodar, por mucho que la novela tuviera que esperar a la muerte de su autor (y a que Max Brod la salvara del fuego) para poder ser publicada y empezar a ejercer su influencia. Pero a aquel año se lo recuerda por otros acontecimientos literarios más públicos y vocingleros, aunque su estruendo no superara–para decirlo con Richard Ellmann- la gloria vanguardista del cenáculo.
Hubo muchas obras de ese 1922 que siguen siendo leídas un siglo después (al final de nota se nombran varias más), pero el año es considerado un parteaguas por la publicación del Ulysses (acriollemoslo como “el Ulises”), de James Joyce, la novela que hizo implosionar el género, y de The Waste Land (La tierra baldía o La tierra yerma, según la versión), de T.S. Eliot, que le daría a su vez un giro de 180 grados a lo que hasta entonces se entendía por poesía. Son los dos hitos del “modernismo” en lengua inglesa.
"El intenso trabajo de casi una década culminó con la publicación del Ulises el 2 de febrero de 1922, en París"
La voluminosa novela del irlandés Joyce era ya un escándalo en sordina cuando salió a la luz en forma de libro. Algunos de sus episodios habían sido adelantados en The Egoist, la revista británica comandada por su mecenas Harriet Shaw Weaver. También en Estados Unidos por The Little Review, publicación que hizo presagiar los largos problemas judiciales que le esperarían al libro en ese país por el monólogo adúltero de Molly Bloom y otras escenas de naturaleza escatológica.
No es necesario repetir las dificultades y hazañas constructivas y lingüísticas del Ulises que, más que narrar, pretendió abarcarlo todo en un día en la vida de su protagonista, el antiheroico Leopold Bloom (el lector interesado podrá encontrar aquí una nota previa sobre ese tema y las varias traducciones argentinas de la obra). Basta con decir que sus efectos fueron trivialmente fulgurantes y profundamente graduales: todavía hoy se lo lee y relee en busca de nuevos hallazgos, de nuevas claves, de nuevos sortilegios.
Joyce –y eso era una forma de rebelión- no se identificaba con ningún movimiento literario y las contradicciones de esa independencia, en un país tensado por el nacionalismo como Irlanda, solo podía resolverse en el exilio, que es donde modeló el libro (esencialmente en Trieste, ciudad por entonces austrohúngara, donde residía Joyce y se ganaba la vida enseñando inglés). El intenso trabajo de casi una década culminó con la publicación el 2 de febrero de 1922. Aquel día el escritor cumplió 40 años (la fecha la eligió él mismo por cuestiones más o menos supersticiosas). La decisión lo obligó a una acelerada corrección en los tres meses previos de los últimos capítulos. Ese modesto hecho –y la prosa, donde cada palabra cumple un papel exacto- redundó en erratas que prolonga todavía hoy la discusión en sucesivas ediciones que tratan de enmendarlas o proponer nuevas opciones. La original de Sylvia Beach, que transformó su librería, Shakespeare & Co. en editorial solo para publicar ese libro del que todos los editores escapaban por temor a posibles juicios, hoy objeto de colección, significó en realidad una improvisada carrera contrarreloj.
En La República mundial de las letras, Pascale Casanova propone una interpretación del campo literario de aquel comienzo de siglo y su manera de actuar, tan diferente del de los tiempos actuales. Una idea central agrupaba a aquellos entusiastas literarios: la convicción de que el cosmopolitismo intelectual superaba las fronteras y que el arte –como propugnaba Valéry Larbaud, que de inmediato se puso a traducir el Ulises al francés- era una suerte de gran internacional. Esa “fábrica de lo universal”, como dice Casanova, es lo que permite la divulgación pluripotenciaria del Ulises: la autonomía de la novela (impulsada por la República de las Letras que irradia desde París) es la que permitió paradójicamente darle un status literario y universal a una Irlanda perdida en rencillas provinciales.
Larbaud fue el mejor y más hiperactivo heraldo de esa interconexión que implicaba el arte de traducir (conocía, entre otras cosas, bien la literatura latinoamericana, la argentina incluida) y está en el centro de la táctica promocional que ayudó a fogonear el libro de Joyce. De existir el túnel del tiempo que permitiera ir a tomarle el pulso a la vanguardia de aquella era en un día preciso seguramente habría que elegir aquella calculada presentación en Shakespeare & Co, el 7 de diciembre de 1921.
Richard Ellmann lo cuenta minuciosamente en su amplia biografía del escritor irlandés. La librería de la Rue de l’Odéon estaba repleta. Traducido en números (no, no era un espectáculo de masas) significa que hubo ese miércoles 250 personas escuchando la conferencia en que Larbaud explicó a los presentes por qué el nombre de Joyce, que se encontraba entre el público, era ya tan importante como el de Sigmund Freud y Albert Einstein. Habló de los poemas de Chamber Music, los cuentos de Dublineses, la novela Retrato de un artista adolescente para probar cómo todos esos elementos desembocaban en el libro que se aprestaba a ver la luz. Habló del paralelismo con la Odisea y se dio el lujo incluso de adelantarse a las críticas que recibiría. Joyce salió contento solo en parte: en alguna carta a Shaw Weaver señaló diversos errores y confusiones de Larbaud.
"Para Eliot, Joyce había matado literalmente el siglo XIX y su modelo central: la novela"
Pero el escritor francés, que pronto escribiría Amants Hereux Amants en homenaje a la técnica del fluir de la conciencia, al menos insistió en las referencias al héroe griego y sus peripecias. Con la aparición de las primeras críticas, a Joyce lo sorprendería que nadie se interesara justamente en esa clave mítica y se centrara solo en su lado potencialmente escandaloso. Con los años dejaría anotados por ahí, para que los recogiera el crítico Stuart Gilbert, papelitos que sugerían cómo funcionaban esas alusiones capítulo a capítulo. Gilbert, como fiel escudero, publicó finalmente en 1930, James Joyce’s Ulysses, durante décadas la contraseña fundamental para descifrar ese clásico de nacimiento. Antes de eso, sin embargo, el impaciente Joyce –que era insistente y sabía cómo convencer a sus adeptos- se las arregló para que un poeta treintañero, T.S. Eliot, se pusiera a investigar los ecos del poema homérico.
Eliot, tras hacerlo, quedó perplejo. “¿Cómo alguien puede volver a escribir después de escribir el tremendo prodigio que es el último capítulo?”, le preguntó durante una visita a Virginia Woolf mientras tomaban el té en Hogarth Press. Para Eliot, Joyce había matado literalmente el siglo XIX y su modelo central: la novela. Virginia Woolf, lectora refinada y seguramente celosa, consideraba que el Ulises era “la obra de un obrero autodidacta”. Ese mismo 1922 publicó El cuarto de Jacob (una novela con puntos de vista cambiantes) y con los años y las obras sabría perfeccionar a su manera, mal que le pesara, algunos hallazgos joyceanos (como lo prueban Las olas y La señora Dalloway).
Después de la poesía técnicamente perfecta de Gerontion y Prufrock, que con su hastío e ironía heredada de Jules Laforgue renegaba de los residuos románticos en boga, Eliot había borroneado en 1921 la primera versión de La tierra baldía, aquella que Ezra Pound condensaría a base de tachaduras reductoras. La lectura de Joyce fue, en todo caso, decisiva para profundizar lo que esa lírica de los nuevos tiempos entreveía.
"Las analogías míticas ayudaron a Eliot a volver su poesía más impersonal"
¿Por qué el poema de Eliot causó en ese grupo de entendidos, que orbitaba alrededor del inglés y del francés, tamaño tour de force? Como en Ulises, al que alabó por “darle una significación al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea”, las analogías míticas ayudaron a Eliot a volver su poesía más impersonal. La voz se diluye entre varios personajes (de Tiresias al caballero del santo Grial o un marinero fenicio) para producir “una antología de estados de ánimo indeterminados” que se sobreimprimen y confunden deliberadamente. Hay numerosas citas intercaladas, hay una sonoridad seca y novedosa. La tierra baldía, con su crítica de la agonía de la cultura occidental, roció con sal casi toda les efluvios poéticos en circulación. Ya la primera línea, “Abril es el mes más cruel”, apunta contra aquel verso fundacional de Chaucer, más optimista, que habla del sol y la naturaleza. El poema salió primero en la revista The Criterion, en octubre, y en diciembre en forma de libro. Poco importa que Eliot, también crítico formidable, se haya reconvertido más adelante en un meditabundo poeta filosófico y anglicano (en los Cuatro cuartetos) y haya abandonado las compuertas que él mismo había abierto.
Ulises y La tierra baldía –uno abriendo el año, el otro cerrándolo- fueron los dos hitos que pusieron a temblar el edificio de la literatura en 1922. Desde nuestro cómodo atalaya, un siglo después, se puede avistar que aquel período de doce meses dejó otras piezas hoy relevantes. Hacia fines de ese año, murió Marcel Proust. Llegó a publicar antes el segundo tomo de Sodoma y Gomorra, pero sobre todo luchó a brazo partido para dejar lo más acabado posible los tres tomos restantes de En busca del tiempo perdido, una novela río que hoy –contra su longitud- muchos leen con mejor impulso que las intrincadas peripecias verbales del Ulises.
Rainer Maria Rilke, otro escritor de lengua alemana nacido en Praga (aunque de desplazamientos nómades, a diferencia de Kafka) completó en una ráfaga de semanas en el castillo suizo de Muzot sus Elegías de Duino (empezadas antes en Trieste) y sus Sonetos a Orfeo, dos obras maestras muy distintas a la de Eliot. Ludwig Wittgenstein publicó en forma de libro (había aparecido en una revista especializada ya el año anterior) su Tractatus Logicus-Philosopicus, que le daría un giro decisivo a la filosofía. De este lado del océano, Francis Scott Fitzgerald sacó en revistas el inclasificable El diamante grande como el Ritz, pero también otro cuento al que una película muchas décadas después resucitaría: “El curioso caso de Benjamin Button”. A fines de año, y según la leyenda, Ernest Hemingway, que había sido conductor de ambulancia en la Primera Guerra Mundial, perdió su famosa valija llena de cuentos mientras e.e. Cummings, poeta de minúsculas deliberadas, que también fue voluntario de la Cruz Roja en el conflicto, dio a conocer The Enormous Room (La habitación enorme), su única novela, donde cuenta cómo su espíritu de insubordinación lo depositó en un campo de concentración francés. En nuestros arrabales un veinteañero Jorge Luis Borges, que había empezado el año publicando en España, inició en Buenos Aires la primera etapa de la revista Proa, con el ultraísmo bajo el poncho. Y en Perú, antes del surrealismo y sus secuelas, antes de todo, César Vallejo publicó Trilce, formidable arsenal poético de sintaxis y palabras en tensión. “Quién hace tanta bulla, y ni deja/ testar las islas que van quedando”, lanza ya el primer poema de ese libro que el cosmopolita Valéry Larbaud (gran conocedor de la literatura latinoamericana, como se dijo) debe haber en algún momento posterior leído. De ser así se habrá lamentado lo difícil -o mejor: imposible- que resultaría imponer en su República de las letras ese librito venido de una lengua a la que nadie le prestaba atención.