Un grupo de sujetos armados entró a un vecindario y abrió fuego contra toda la gente que se encontraron a su paso; entre las víctimas, había un pequeño; cómo operan las pandillas en la zona
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Aquella madrugada le tocó huir para salvar su vida y la de su bebé. No lo logró. Alissa Parraz y su hijo Nycholas, de 10 meses, terminaron con un disparo en la nuca. Fueron los dos últimos en correr esa suerte el 16 de enero en aquella casa de Goshen, un conjunto de viviendas modestas en una zona desangelada del centro de California rodeada de huertos, autopistas y vías de tren.
Minutos antes, pasadas las 3.30 h, dos atacantes habían acabado con la vida de Rosa Parraz, de 72 años; Eladio Parraz Jr., de 52; Marcos Parraz, de 19; y Jennifer Analla, de 49. Cuatro generaciones de una misma familia. “Puede que se metieran con quien no debían, pero ¿quién mata a un bebé a tiros?”, se preguntaba dos semanas exactas después uno de los pocos vecinos que se mostró dispuesto a hablar con la prensa. Eso sí, sin nombres ni fotos: “Nosotros tenemos que seguir viviendo aquí”.
La calle seguía acordonada, el escenario del crimen custodiado por tres patrullas. Faltaban cuatro días para que las autoridades locales anunciaran la detención de dos sospechosos: Ángel “Nanu” Uriarte, de 35 años, y Noah David Beard, de 25. Y para que, junto a los detalles descubiertos en el caso, revelaran aquello que en los últimos tiempos se ha vuelto su mayor pesadilla en una de las zonas más violentas del estado.
Campo y pobreza
Para llegar a Goshen hay que aventurarse hasta el corazón del californiano valle de San Joaquín, una de las regiones agrícolas más ricas del mundo. Los picos nevados de Sierra Nevada riegan aquí almendros, vides, duraznos, cítricos, tomates y algodón, hectáreas y hectáreas de cultivos salpicadas por enormes silos, centrales lecheras, granjas ganaderas, empacadoras, ventas de maquinaria y otras empresas del sector.
Es un paisaje atravesado por autopistas que los foráneos muchas veces observan desde la ventanilla de un auto que va a toda de velocidad en dirección al Parque Nacional de Yosemite o el lago Tahoe. Atrás quedaron las manifestaciones y los llamados al boicot de la Unión Campesina; fueron en los años 60 y 70, momento álgido de las fricciones étnicas y económicas entre los trabajadores mexicano-estadounidenses y la élite agrícola predominantemente blanca.
Aunque hoy, con 4,3 millones de habitantes mayoritariamente latinos, el valle sigue siendo una de las zonas con la mayor disparidad de ingresos de California. Cuenta con boyantes distritos en áreas metropolitanas como Fresno o Bakersfield, y focos de profunda pobreza en comunidades de jornaleros y operarios de la industria agrícola como Goshen.
En estas últimas, los hay recién llegados, como Zulema Arsiga, una mexicana que vino del estado de Michoacán a trabajar “en los fields” hace apenas dos años. Hoy atiende en el USA Market, una pequeña tienda de comestibles situada a una cuadra de la casa donde murieron los Parraz. “Siempre estoy pensando en volverme, porque dejé atrás a mis hijos”, le dice a BBC Mundo apoyada en el mostrador, en un español salpicado de inglés, mientras comprueba con el rabillo del ojo las imágenes de las cámaras de seguridad.
Otros llevan aquí décadas
“Hay familias que laboran en los campos desde hace generaciones y el trabajo duro es lo único que conocen”, explica Jonathan Hernández, nacido y criado en Selma, una ciudad de unos 20.000 habitantes a unos 20 minutos en auto que se autodenomina “la capital mundial de las pasas”. Hijo de maestros, hoy da clases de comunicación en el Colegio Universitario de Porterville, en el mismo condado al que pertenece Goshen, Tulare.
“Aquí no hay muchas alternativas para los jóvenes y sus únicas perspectivas laborales son oficios relacionados con la industria agrícola. Muchos de mis alumnos son los primeros de sus familias en estudiar en la universidad”, le indica a BBC Mundo.
Violencia
A Alejandro Magaña lo encontramos quitando hojas secas de la parcela de césped frente a su casa. Guarda el rastrillo, le dice a Ringo, un pitbull negro atado a un árbol que más bien nos ignora, que se esté tranquilo, y nos cuenta que trabaja en una empacadora, en el turno de noche. Es por eso que no supo de los asesinados al otro lado de la calle —entre ellos un joven de su edad, 19 años— hasta volver a casa al día siguiente. “Cosas así no pasan todos los días aquí, aunque se escuchan disparos de vez en cuando”, cuenta, también en español.
Efectivamente, las balaceras no son ajenas a la zona. Ni las muertes con arma de fuego. Para darse cuenta no hay más que revisar el apartado de noticias de la web del Departamento del Alguacil del condado de Tulare, el que comprende a Goshen y cuya capital es Visalia.
También hay cifras que muestran que este es uno de los tres condados más violentos del valle de San Joaquín y de todo el estado, con una de las mayores tasas de asesinatos. Según un reporte del año pasado del fiscal general de California, Rob Bonta, en Tulare hubo en 2021 8,8 asesinatos por cada 100.000 habitantes, en Merced 9,5 y en Kern 13,7. Mientras, la tasa de homicidios del estado es de seis por cada 100.000 habitantes.
“Que en Goshen hayan matado a una abuela, una madre y un menor con un tiro en la cabeza es horroroso y deja al descubierto cuán vulnerables son ante el crimen estas comunidades rurales”, le dice a BBC Mundo Devon Mathis, quien representó el área durante años en la Asamblea Estatal de California (la cámara baja del ente legislativo estatal), antes del último rediseño de distritos electorales. “Y cuán escasas de recursos están las fuerzas del orden locales”, añade el republicano.
Sureños y Norteños
Cuando el 3 de febrero el alguacil de Tulare, Mike Boudreaux, anunció los arrestos como la culminación de la “Operación Pesadilla” (Operation Nightmare). Le faltó establecer el motivo del crimen. Aclaró que las indagaciones, en las que estuvieron involucrados su departamento, el Buró Federal de Investigaciones (FBI) y otras agencias, no llegaron a una conclusión más concreta que la relación de los arrestados y algunas de las víctimas con pandillas contrarias.
Documentos policiales a los que más adelante tuvo acceso el medio Los Angeles Times muestran también la existencia de una antigua enemistad entre los Parraz y la familia de Uriarte. Uriarte y Beard —acusados de seis homicidios y otros cargos, incluida la de cometer asesinatos para promover las actividades de una banda callejera criminal—pertenecen a los Norteños, aseguró el alguacil.
“Y dos de los Parraz eran miembros bien conocidos de los Sureños, viviendo en un área, Goshen, controlada por los Norteños”, añadió. Se trata de dos de las organizaciones criminales más notorias del área, enfrentadas, muchas veces a muerte, por el control del territorio y de las actividades ilícitas que se llevan a cabo en él.
Son más bien una suerte de coaliciones de pandillas, unas originadas en el norte del estado y las otras en el sur. Los Sureños tienen vínculos con la Mafia Mexicana, también conocida como la Eme, y los Norteños con Nuestra Familia, entes criminales que ejercen su poder dentro de las cárceles.
“Y la forma en la que estas organizaciones penitenciarias se relacionan con las pandillas locales es a través de un sistema de tributos”, le explica a BBC Mundo Nathan P. Jones, profesor asociado de estudios de seguridad en la Universidad Estatal Sam Houston, de Texas. “Básicamente las pandillas deben pagar un impuesto, porque si no, cuando sus miembros son encarcelados, se encuentran allí con problemas”.
El Departamento del Alguacil de Tulare calcula que en el condado hay hoy más de 3000 norteños y unos 2000 sureños. Aunque las autoridades dicen que cada vez más pandilleros del centro y el norte de California —durante años considerados dominios de Nuestra Familia y sus asociados los Norteños— se están identificando con los Sureños.
“Y no ocurre solo aquí, es una tendencia nacional. Estamos viendo a sureños en ciudades como Chicago, algo nunca antes visto”, apunta el profesor Hernández, quien entrevistó a decenas de jóvenes de la zona asociados a las pandillas para su tesis doctoral.
900 pandillas y 7000 miembros
No todas las pandillas del área se asumen como Norteños o Sureños. El Departamento del Alguacil de Tulare tiene documentadas 900 solo en el condado, con un total de 7000 miembros. Algunos de ellos se identifican como Bulldogs. A esa pandilla pertenece desde 1996 JR.
“Empecé a vacilar con la gente (the crowd) cuando estaba en sexto grado (con 11 años) y al tiempo me brincaron”, le cuenta por teléfono a BBC Mundo, haciendo referencia al ritual para ingresar en una pandilla que en muchas ocasiones consiste en someterse a una paliza por parte de los que ya son miembros.
Sin dar más detalles sobre su identidad que su edad (37), responde a preguntas relacionadas con lo ocurrido en Goshen: “No importa lo que la gente piense de los pandilleros, las mujeres y los niños son inocentes”.
Y se explaya recordando a un pandillero de Los Ángeles que “fue por libre”, mató a toda una familia, esposa e hijo incluidos. “Cuando lo agarraron y encerraron en [la prisión estatal de] San Quintín, “lo apuñalaron y lo mataron”, prosigue. “Todavía hay ciertas reglas que tienes que acatar, seas de la pandilla que seas. Aunque los tiempos ya no son los que eran”, subraya.
“Antes te introducía un OG (original gangster, un pandillero original, de la vieja escuela), te hablaba de amor y respeto, porque las pandillas eran como hermandades. Pero ahora todos son de distintos barrios y ponen al barrio por delante de la causa. Hoy todos quieren ser el top boy”, el que manda.
— ¿Y qué hacen las pandillas aquí? ¿A qué se dedican?
— Hacen de todo, desde asesinatos a robos, cualquier cosa que les dé más nombre.
Desencantado, dice que ahora quiere mantener el perfil bajo. “A algunos enemigos no les importa nada. No los va a detener que estés con tu familia. A mí me apuñalaron en agosto y fue enfrente de mis hijos. A las nuevas generaciones no les importa con quién estés ni dónde. No van a arriesgarse a que alguien pueda hablar o algún testigo los pueda señalar. Los muertos no cuentan historias, ¿sabes lo que te digo?”, dice.
Narcotráfico
Pero las autoridades también relacionan la tasa de homicidios del valle con un cada vez mayor trasiego de drogas, un tráfico al que la brutalidad nunca le es ajena. “Hay cada vez más gente metida en el negocio de la droga”, asegura el primer vecino que encontró en Goshen BBC Mundo dispuesto a responder preguntas. Nació y creció aquí, explicó cuando hizo su parada en la tienda de comestibles. “Antes había dos dealers en la colonia, el tráfico lo controlaban unos moteros, pero ahora hay mucha mano metida”.
Y es que por las inmediaciones discurre la carretera estatal 99, un corredor comercial muy transitado que conecta con la interestatal 5, que nace en San Diego, en la frontera con México, y cruza los estados de California, Oregón y Washington hasta llegar a Canadá. Cientos de camiones recorren la ruta día y noche con lo producido en el valle, y algunos llevan, según las autoridades, otro tipo de carga: metanfetamina, fentanilo, cocaína y heroína.
La operación a gran escala está dominada por carteles mexicanos, pero trabajan en asociación con mafias carcelarias, pandillas y otras organizaciones criminales para su distribución, coinciden los expertos. “Muchos carteles están mudando sus actividades a zonas rurales de EE.UU.”, le dice a BBC Mundo el académico Jones, también experto en políticas de drogas y estudios de México en el Instituto Baker de la Universidad de Rice, Texas.
“Allí pueden eludir la policía antidroga de las grandes áreas metropolitanas y encontrar casas de seguridad baratas para almacenar los estupefacientes, mientras se mantienen cerca de autopistas y carreteras interestatales”, añade el profesor, cuya área de investigación abarca la narcoviolencia.
Y subraya que existen evidencias de la relación de estas poderosas organizaciones de narcotráfico con otros grupos criminales en territorio estadounidense. “Hay conversaciones interceptadas por el gobierno entre la Mafia Mexicana y [el cartel] La Familia Michoacana, por ejemplo”, apunta Jones. “Las escuchas telefónicas revelan cómo tratan de establecer una alianza, en la que La Familia Michoacana brindaría las drogas y la Mafia Mexicana los ‘servicios de recolección de muertos’”, sigue.
“Es una forma de que el narco no se manche las manos. Esencialmente ejerce violencia a través de un proxy. Aunque los carteles siempre han tratado de evitar que se cometan espectaculares actos de violencia en EE.UU.”, dice.
En la rueda de prensa del 17 de enero, en la que el alguacil Boudreaux informó de los asesinatos en Goshen, se coló la sombra del narco. “Nada de esto fue por accidente”, dijo. “Fue deliberado, intencional y horrible”, añadió, y habló de “masacre selectiva”, de una “ejecución al estilo cartel”.
Luego, en una segunda comparecencia lo matizó, aclarando que parecía vinculado a las pandillas latinas locales que trabajan “mano a mano” con estas organizaciones. Y aseguró que hay presencia del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el cartel de Sinaloa en el condado.
En su última rueda de prensa, la del 30 de enero, cuando expuso los detalles de la operación que condujo a los arrestos, se limitó a hablar de la rivalidad entre pandillas. Pero para entonces ya el término -cartel- había saltado a los titulares de los principales medios y sembrado el pánico en la zona.
“Nosotros vinimos a Goshen porque nos dijeron que esto era tranquilo”, nos dijo María Hernández, de 71 años, mientras cargaba un bidón de agua para recargarlo en la tienda de la esquina. Caminaba junto a su nuera Reyna y los hijos de esta, Lili y Daniel. Unas cuadras más allá el precinto amarillo seguía advirtiendo: “Escena del crimen. No pasar. Y ahora, ¿cómo no vamos a estar asustados? ¿Cómo no vamos a tener miedo de vivir acá?”.
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