Antonia Brenner estaba divorciada y pertenecía a la alta sociedad estadounidense; pero dejó todo, se mudó a Tijuana en la década de 1970 y durante el resto de su vida se dedicó a servir a los necesitados
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Los muros de la Penitenciaría Estatal de La Mesa, con sus torres de vigilancia y alambre de púas, se ciernen sobre las calles circundantes de la ciudad de Tijuana, en el noroeste de México. En el interior, guardias con pasamontañas y armas automáticas en el pecho, patrullan los pasillos. Se oyen los sonidos de las puertas eléctricas al abrirse y cerrarse, y de los walkie-talkies que emiten mensajes confusos. Y el aire caliente y quieto transporta los gritos de los reclusos que juegan al voleibol en el patio; los presos están disfrutando de una de las dos únicas sesiones de recreación al aire libre que tienen semanalmente.
En la planta baja, otro pasillo húmedo de hormigón conduce a una sola celda aislada. Hay una cama estrecha parecida a la de un hospital, un escritorio con cajones y una gran imagen de Jesucristo en una pared. Durante 35 años, este fue el hogar de la madre Antonia, una divorciada estadounidense y dama de la alta sociedad de Beverly Hills, que murió en 2013.
La Madre Antonia se mudó a Tijuana en la década de 1970 y durante el resto de su vida se dedicó a servir a los necesitados, especialmente a los presos de La Mesa. También fundó una congregación de monjas: las Siervas Eudistas de la Undécima Hora.
Es una orden católica formada por mujeres maduras, llamadas a la vida religiosa en etapas avanzadas de sus vidas, que prometen dedicar el resto de su tiempo en la tierra –en la undécima hora de sus vidas– a ayudar a los pobres a ambos lados de la frontera entre EE.UU. y México.
“Me sorprendió que la Madre Antonia pudiera pensar en esto como su hogar”, dice la hermana Viola, ahora líder de la orden, en la austera celda. “Pero a ella le encantaba”.
“Supe que esto era para mí”
La hermana Viola tiene casi 84 años y es una de las monjas que visita La Mesa todos los días laborables. Sin embargo, esta no era la vida que había planeado.
Exempleada de la cadena de ropa JC Penney, y casada durante cinco décadas, con hijos, nietos y bisnietos, la hermana Viola esperaba con ansias la jubilación en Estados Unidos. Pero, de repente, hace 16 años, su esposo tuvo un derrame cerebral masivo y murió. “Estaba un poco descontenta con nuestro Señor”, dice, en lo que claramente es un eufemismo.
Hispana que habla español con fluidez, la hermana Viola quiso trabajar con migrantes, pero ninguna de las organizaciones a las que se postuló la contrató debido a su edad. Luego, leyó sobre el trabajo de la Madre Antonia en La Mesa. “Vine a visitarla y supe que esto era para mí”, dice.
Sus hijos no estuvieron de acuerdo con que se convirtiera en monja, por lo que se quedó en EE.UU. un año más. Pero ella quería algo más, y sus hijos comenzaron a darse cuenta de que era infeliz. Por eso, cuando quiso volver a trabajar en Tijuana, la respaldaron.
El servicio
Cada día es diferente en La Mesa para las Hermanas. En la gran capilla de la prisión, las reclusas entran en fila, vestidas de gris, con las manos sostenidas detrás de la espalda: todas deben caminar así cuando se mueven por la prisión.
La hermana Ann Gertrude, de 55 años, la más joven de las 12 siervas eudistas, da la bienvenida y bendice a las reclusas cuando entran. Procedente de Camerún, llegó a Tijuana tras una carrera de enfermería y trabajo misionero en la ciudad de Nueva York. Un documental sobre la Madre Antonia la conmovió. “Estaba llorando y dije: ‘Señor, ¿me estás llamando, qué es esto?’”.
Se mudó a México, impulsada por el ejemplo de la Madre Antonia y el ministerio penitenciario. “Vi la miseria en Nueva York”, dice. “Pero nunca había estado cerca de alguien que no tuviera libertad, sin nadie que lo visitara y nadie que rezara con él”.
La hermana Ann Gertrude hizo sus votos en 2020. En la capilla, dirige el servicio con la hermana Nélida, una peruana de 76 años que se unió a las Siervas Eudistas después de trabajar como contable en Los Ángeles.
El servicio es alegre. Hay cantos y oraciones, y las presas se ofrecen como voluntarias para las lecturas. Varias de las mujeres lloran, lágrimas de felicidad tal vez, o para liberar la tristeza y el arrepentimiento.
Bajo un régimen en el que las reclusas pasan tiempo fuera de sus celdas con tan poca frecuencia, para la mayoría de estas mujeres, una visita a la capilla es un acontecimiento.
En medio de la violencia
Maribel, una de las lectoras voluntarias, está radiante. “Para mí, las visitas de las Hermanas son una bendición. Significan mucho para mí”, dice sonriendo. “Estas mujeres lo han dejado todo, incluidas sus familias, y lo han hecho por el amor de Dios”.
Maribel ha cumplido 13 años de una condena de 20 por secuestro. Su caso es un recordatorio del contexto en el que las Siervas Eudistas han elegido trabajar.
Tijuana se encuentra justo en la frontera con EE.UU., y está dominada por la inmensa valla estadounidense de color rojo oxidado que serpentea a través del terreno montañoso. Esta es una de las ciudades más violentas de México, en parte controlada por grupos del crimen organizado que trafican drogas y migrantes a EE.UU.
A Maribel le pidieron que cuidara a una mujer que iba a cruzar la frontera ilegalmente. Lo que ella no sabía, afirma, es que la mujer estaba siendo traficada. Dice que si lo hubiera sabido, nunca lo hubiera hecho.
Antes de que las reclusas sean escoltadas de regreso a sus celdas, las Hermanas maniobran dos grandes carritos de compras llenos de artículos de tocador, jugo y donas. Los reparten y hay un aplauso espontáneo para las Siervas Eudistas de la Undécima Hora.
En riesgo
Hay mucha gratitud dentro de estos muros de la prisión por los servicios sociales prestados por las Hermanas.
En una visita al bloque de celdas que alberga a los presos varones mayores de 60 años, la hermana Nélida cruza el recinto con una bolsa de rollos de papel higiénico que es casi tan grande como ella. Espera con las hermanas Viola y Ann Gertrude el permiso para entrar.
“Tienen que asegurarse de que los hombres tengan la ropa puesta. Pero estuve casada durante 50 años, así que no es nada que no haya visto”, dice la hermana Viola.
Hay un pasillo largo con celdas. Cada una alberga a seis hombres en literas de tres pisos, con un pequeño baño detrás de una pared en la parte posterior. Son condiciones de vida difíciles.
Tan pronto como las monjas entran, los hombres muestran sus rosarios a través de los barrotes, pidiendo que bendigan sus cuentas. La hermana Viola, quien tiene una botella de plástico de agua bendita de emergencia en su bolsillo, lo hace.
“Cada vez que vienen, son como familia, porque no recibo visitas”, dice José. Se reparte el papel higiénico, junto con algunos dulces. Hay bromas, oraciones y risas.
“Son mis hermanos”, dice la hermana Ann Gertrude. “Siempre están felices de vernos, y nosotros siempre estamos felices de verlos a ellos”.
Uno de los hombres conversa con la hermana Viola sobre la madre Antonia. Dice que ella le consiguió su primera dentadura postiza en 2005.
Y la necesidad aquí sigue siendo grande. A lo largo del pasillo, las Hermanas recogen notas: hay solicitudes de trabajo dental, medicinas y una manta. Y una de un hombre que está teniendo problemas con su ojo de vidrio. “Lo enviaremos a nuestro oftalmólogo”, dice la hermana Viola.
Al final de la visita de hoy al bloque de celdas, esta octogenaria aparentemente infatigable flaquea ligeramente. Eso la preocupa.
Con solo una docena de hermanas en la orden, y la edad promedio en torno a los 70 años, el legado de la Madre Antonia podría estar en riesgo. “Necesitamos sangre nueva”, dice la hermana Viola.
Por Linda Pressly, para Role, BBC.
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