Se trata de ocho estados que concentran las tasas más altas en un país en el que el último año 49.316 personas se quitaron la vida (una cada 11 minutos)
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La intersección de dos avenidas en Rock Springs, Wyoming, se pobló en septiembre de este año de carteles en memoria de vecinos de la ciudad que tomaron la decisión de quitarse la vida.
“Extrañando por siempre a nuestro dulce niño de ojos azules” se lee en uno. “Papá, extrañarte es una tristeza que nunca se va”, en otro.
Este memorial, ubicado al lado de una valla publicitaria de electrodomésticos, fue una de las medidas promovidas por el alcalde Max Mickelson por el mes de la prevención del suicidio en una ciudad en la que muchos lo han sufrido de cerca.
“La realidad es que si vives en Wyoming te verás impactado por el suicidio en algún punto; simplemente va a pasar”, le dice Mickelson a BBC Mundo.
Es algo que se ve reflejado en las cifras, que muestran que el condado de Sweetwater, donde está ubicado Rock Springs, ha duplicado la tasa nacional de suicidios todos los años desde 2019.
Y Rock Springs no es una excepción.
La ciudad hace parte de una gran región, compuesta por ocho estados, que ha sido bautizada por algunos expertos como el “cinturón del suicidio”, porque concentra las tasas más altas en un país en el que en 2023 49.316 personas se quitaron la vida (una cada 11 minutos).
Es una región que quizás como ninguna otra ha sido testigo del devastador impacto de una crisis de salud mental que, según datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), afecta a 1 de cada 5 estadounidenses.
Perder un hijo
April Thompson se enfrentó al suicidio en 2013. Su hijo mediano, Joshua, quien había vuelto unos años atrás de servir para el ejército de EE.UU. en Irak, se quitó la vida a los 23 años.
Hablo con ella en su casa un par de días después de que compartiera su testimonio en el teatro de la ciudad frente a decenas de personas.
“Era el alma de la fiesta. Amable y generoso. Travieso”, me cuenta sobre él.
El viernes antes de morir, Joshua la llamó a contarle que había encontrado una terapeuta magnífica que entendía su Trastorno de Estrés Postraumático.
Ella pensó que habían logrado superar lo que había sido una etapa muy dura para él.
Apenas cuatro días después, Joshua tuvo una pelea con su novia y se emborrachó.
April salió a buscarlo en un lugar del desierto a donde le gustaba ir a tomar aire y reflexionar. Allí lo encontró muerto.
Lo que vino fue un duelo en el que, reconoce, tuvo que tomar día tras día la decisión de seguir luchando a pesar del dolor y no hundirse en la cama con una botella.
Ocho años después de la muerte de Joshua, April recibió una llamada. Su sobrino Billy, de 16 años, también se había suicidado.
El cinturón del suicidio
Rock Springs está en uno de los condados con la tasa más alta de suicidios de Wyoming, que es a su vez el estado que en los últimos cinco años tuvo en promedio la tasa más alta de Estados Unidos.
A diferencia de lo que pasa en otros lugares, aquí se habla mucho del suicidio. Tal vez porque es un problema omnipresente.
Un conductor, al que le cuento lo que vengo a hacer para BBC Mundo, me revela tras un par de minutos de conversación que su hermano se pegó un tiro.
Algo similar me pasa con la directora del hospital, quien perdió a su padre, y con el jefe de policía, que simplemente menciona que su familia se vio “afectada” por el suicidio.
Los ocho estados que integran el “cinturón del suicidio” son Arizona, Colorado, Idaho, Montana, Nevada, Nuevo México, Utah y Wyoming: el Oeste Montañoso de Estados Unidos.
Las tasas de estos estados no solo son altas en comparación al resto del país, sino también frente al resto del mundo.
Si Wyoming, Montana y Nuevo México fueran países habrían ocupado el primer, segundo y tercer lugar respectivamente en el ranking de suicidios que hizo la OCDE en 2020 entre sus países miembros.
Y aunque algunos otros estados, como Alaska y Oklahoma, también registran elevadas tasas, que el fenómeno se concentre en buena medida en una sola región —la de las Montañas Rocosas— ha despertado el interés de los investigadores.
El esquivo porqué
No hay una sola razón que explique esto.
La profesora Carolyn Pepper, de la Universidad de Wyoming, me dice que, para entender lo que ocurre hay que recurrir a la teoría de los guiones culturales del suicidio, que básicamente plantea que en cada región del mundo existe una forma diferente de entenderlo y valorarlo.
Aquí, según la doctora Pepper, quitarse la vida se ve como una reacción entendible o aceptable ante situaciones en las que las personas sienten que han perdido su valor y que se han convertido en una carga para otros.
Es consecuencia de lo que ella llama una “cultura del honor”, en la que se valora extremadamente la capacidad de las personas de ser independientes.
Pepper señala que es especialmente duro para los hombres, quienes tienen que lidiar con un tremendo sentimiento de vergüenza cuando se sienten desafiados, insultados o humillados y no logran sobreponerse a esa situación.
“El suicidio puede verse como una forma de salir de esa cultura, pero también en ocasiones de reafirmar el propio honor”, suma la experta.
Las estadísticas son claras: por cada mujer que se suicida en el país, lo hacen entre tres y cuatro hombres.
Amanda Wilson, una terapeuta que trabaja en Southwest Counseling, el principal proveedor de servicios de salud mental de Rock Springs, me hace notar que uno de los lemas de la Universidad de Wyoming es “el mundo necesita más cowboys”.
Cowboy significa vaquero, pero también se usa para hacer referencia a una fuerte masculinidad, independencia y tenacidad. A Wyoming se le conoce de hecho como el estado cowboy.
“Me encuentro mucho esa mentalidad de llanero solitario de que si pides ayuda o tienes un problema de salud mental, te ves como alguien débil. Y si me veo débil, alguien va a aprovecharse de mí”, me dice Wilson, quien supervisa un programa de atención a crisis y desintoxicación.
Jason Lux, uno de los especialistas en prevención del suicidio del condado, agrega que por la naturaleza rural de buena parte de los estados del Oeste Montañoso, hay menos acceso a la atención en salud mental.
“Una cita puede tomar dos meses de espera”, dice. “Y, si estás en crisis, eso simplemente es demasiado tiempo”.
Kent Corso, experto en suicidio y fundador de la organización PROSPER, me hace ver otra perspectiva.
“El suicidio no es un asunto de salud mental. Es un asunto social. Tenemos que pensar en él de la manera en que pensamos en la pobreza, la falta de vivienda, el acoso”.
Es una tesis que encuentra sustento en los datos, que revelan que en EE.UU. no existe una fuerte correlación entre las tasas de enfermedad mental y las de suicidio.
“Si esperamos que la comunidad médica lo resuelva, nos estamos engañando. Necesitamos que el resto de la sociedad apoye y sea parte de la solución”, me dice minutos antes de subir al escenario del teatro de Rock Springs para liderar un evento sobre prevención del suicidio en el que estarán el alcalde y el gobernador.
A pesar de que el problema no es nuevo, este año, por primera vez, el alcalde, Max Mickelson, organizó un calendario de eventos por el mes de la prevención del suicidio.
La coalición de prevención del condado trabaja tiempo completo, con financiación federal, yendo a las escuelas, dando capacitaciones y organizando eventos que promueven la conversación en la comunidad.
Un problema nacional
Los estados montañosos son solo la expresión más agravada de una crisis de dimensión nacional.
En los últimos 20 años, las tasas nacionales de suicidio en EE.UU. han aumentado en más de un 30%.
De hecho, el Cirujano General Vivek Murthy, la máxima autoridad en salud pública de Estados Unidos, ha dicho que la salud mental es “la crisis que define nuestro tiempo”.
Precisamente de esa crisis dieron cuenta los economistas Angus Deaton (ganador del Premio Nobel de Economía en 2015) y Anne Case en su libro de 2018, Deaths of Despair and the Future of Capitalism (“Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo”), que se convirtió inmediatamente en una referencia obligada para hablar del suicidio en EE.UU.
Deaton y Case revelaron que, a diferencia de países ricos comparables, la tasa de mortalidad de hombres de mediana edad en EE.UU. ha aumentado por cuenta de lo que bautizaron como “muertes por desesperación”, un concepto en el que incluyen suicidios y muertes asociadas al abuso de sustancias.
Los autores dicen que el rápido aumento de estos tipos de muertes está asociado a un deterioro crónico de las oportunidades económicas que tienen los estadounidenses, especialmente los hombres blancos sin educación superior.
La situación, agregan, se ha visto agravada por un sistema de salud inaccesible para la mayoría.
A pesar del tamaño del reto, y de que tanto Donald Trump durante su periodo en la presidencia como la vicepresidenta Kamala Harris en el gobierno actual intentaron mostrarse sensibles ante la crisis, en la actual campaña presidencial han sido pocas las menciones de los candidatos al problema del suicidio y la salud mental.
La cultura de las armas
La gran brecha de género en las tasas de suicidio en EE.UU. tiene un reflejo en otro tema que, en contraste, Trump y Harris sí han discutido recurrentemente: las armas de fuego.
Estas son, de lejos, la forma más común para acabar con la propia vida.
Pero, mientras que seis de cada 10 hombres que se suicidaron en 2022 lo hicieron con arma de fuego, solo tres de cada 10 mujeres usaron ese método.
La relación entre las armas y el suicidio es muy palpable cuando asisto a un evento en Rock Springs convocado por PROSPER y la oficina del gobernador de Wyoming.
En una mesa están dispuestos volantes con información y algunos obsequios para los asistentes: lapiceros, soportes de plástico para el teléfono móvil y unos candados color rojo que se enhebran en las armas para que no sea posible disparar.
Dentro del auditorio, Kent Corso, quien es veterano de la Fuerza Aérea, pide que levanten la mano los propietarios de armas de fuego, y lo hace una abrumadora mayoría de los asistentes.
Pasa, seguidamente, varios minutos explicando que prevenir el suicidio no es incompatible con el derecho que les concede la segunda enmienda de la Constitución a tener un arma de fuego.
Días antes, Shae y Jason, de la Coalición para la Prevención del Suicidio del Condado de Sweetwater, me habían explicado que la gente teme que, por asociar las armas de fuego con el suicidio, se las terminen quitando.
“El Oeste Montañoso nunca quiere perder sus armas. Así que tratamos de decirle a la gente: puedes tener armas de fuego, y estamos totalmente de acuerdo con ello, pero si estás teniendo problemas de salud mental, puedes tomar pasos como bloquear tu arma y entregarle la llave a un familiar para estar a salvo”, me dice Jason.
“Si propusiéramos endurecer el control de armas, se acabaría la conversación”, agrega.
Wyoming y otros estados del Oeste Montañoso, como Arizona, Idaho y Montana, se encuentran entre los que tienen las legislaciones más laxas del país sobre la posesión de armas de fuego.
Me acerco a un gran almacén donde venden desde ropa e insumos para ganadería hasta armas de fuego para entender mejor lo presentes que están estas últimas en la vida cotidiana de Rock Springs.
El hombre que atiende la sección de armas, la única concurrida en una tarde de miércoles, me hace saber que lo único que necesito para comprar una es ser mayor de 21 años y tener una dirección en Wyoming.
Difícil de habitar
La vida en la región montañosa del Oeste no es fácil. La mayor parte es árida o semiárida, con lo cual hay poca agua y no es muy buena para la agricultura.
Además, estados como Wyoming y Montana lidian con temperaturas promedio durante el invierno de –6 grados centígrados.
“En el invierno, te quedas atrapado en casa mucho tiempo. Tienes que hacer un gran esfuerzo si quieres ir al parque o salir a comer. Hace frío. Hay nieve profunda. Y el viento, ¡dios mío!, el viento en Wyoming sopla tanto que tratar de sacar la basura puede enloquecerte”, me cuenta Chris Wilson, quien vive en el estado desde 2013.
Amanda, su esposa, me muestra una foto de él durante el invierno con un casco de moto para evitar el frío.
Los estados montañosos son también de los menos densamente poblados del país, lo que podría parecer un mero dato demográfico, pero tiene efectos profundos.
Rock Springs, que es una ciudad un poco más pequeña que la isla de Manhattan, tiene solo tres taxis.
El aeropuerto dispone de una sola sala que se vacía por completo pocos minutos después de recibir un vuelo. Hay un Walmart y dos McDonald’s.
Y está completamente aislada, rodeada por terrenos vacíos, en su enorme mayoría sin dueño, y desérticos.
La ciudad grande más cercana es Salt Lake City, en Utah, que está a unas tres horas conduciendo.
“La gente viene aquí cuando quiere alejarse de los demás”, me dice Carolyn Pepper, que vive en Laramie, Wyoming.
Las otras grandes ciudades de la zona —Phoenix, Denver y Las Vegas, principalmente— están creciendo rápidamente y desarrollándose económicamente, pero son más la excepción que la regla.
Un estado para trabajar
Wyoming, en el centro de la región, tiene apenas unas pocas ciudades, muy alejadas entre sí, y pueblos tan pequeños que son realmente el cruce de dos calles.
En total, viven unas 580.000 personas.
Rock Springs, la quinta ciudad más poblada del estado, está absolutamente moldeada por las empresas presentes allí, en su mayoría de energía y minerales.
Por mucho tiempo dependió del carbón, y ahora produce también petróleo, un mineral llamado trona, y cerca de aquí se está construyendo una planta nuclear de la empresa de Bill Gates TerraPower.
J.J. Anselmi, un escritor y músico que nació y creció en Rock Springs, me dice que la ciudad ha recibido varias oleadas de personas que llegan en busca de trabajos no calificados bien pagos como los que ofrecen las minas, y un costo de vida más bajo.
Según un par de vecinos con los que hablo, un joven que sale de la escuela secundaria y entra a trabajar en una mina puede ganarse un salario de alrededor de US$100.000 al año.
“Pero son trabajos muy duros para el cuerpo y para la mente”, advierte J.J.
“Algunos de mis mejores amigos trabajaban dos semanas seguidas y luego descansaban una. Pero por esas dos semanas trabajaban 12 horas al día todos los días a la semana”.
“Recuerdo que a veces yo quería salir con ellos en su semana de descanso, pero normalmente necesitaban al menos un par de días simplemente para dormir”.
Jason Lux, de la Coalición para la Prevención del Suicidio del condado, agrega que “la identidad de los hombres, especialmente en trabajos poco calificados, está muy relacionada a su trabajo, y a ser el proveedor de sus familias”.
Esa vida enfocada en el trabajo sale a colación cuando le pregunto a la gente por qué cree que es tan prevalente el suicidio en esta parte del país.
“Este es un estado para trabajar. No hay mucho que hacer”, me dice Chris Wilson, quien trabaja en una firma de ingeniería de la ciudad.
“Trabajas muchas horas y luego vuelves a casa, y eso es todo”.
Crystal Hamblin, una enfermera en el hospital, agrega: “Como no hay mucho que hacer, recurrimos al abuso de sustancias, lo cual agrava el problema”.
El tema del alcohol y las drogas aparece con frecuencia en mis conversaciones.
Amanda Wilson, la terapeuta de Southwest Counseling, me cuenta que dos de sus pacientes intentaron suicidarse luego de que una persona cercana a ellos sufriera una sobredosis.
Y el agente Bill Erspamer, quien lleva 20 años trabajando en la policía de la ciudad, dice algo que deja clara la estrechísima relación entre sustancias y suicidio: “No sé si alguna vez he lidiado con un suicida que no estuviera intoxicado en algún nivel”.
Recursos insuficientes
Cuando una persona se suicida en Rock Springs, los primeros en responder son la policía y el hospital.
El agente Bill Erspamer me cuenta que la policía se encarga de investigar los hechos como un homicidio hasta que se pruebe lo contrario, lo cual normalmente implica llevar el cuerpo hasta Loveland, Colorado, a más de 400 kilómetros de Rock Springs, para realizar la autopsia.
Otras veces, la llamada llega cuando el suicidio no se ha cometido aún, pero hay una persona con serias intenciones de hacerlo.
En esos casos, se activa una respuesta por parte de las autoridades que revela que los recursos que tiene la ciudad para atender crisis de salud mental son limitados.
La policía en Wyoming tiene la facultad de detener a alguien cuando es un peligro para sí misma así no haya violado la ley.
Aunque Erspamer me dice que siempre intentan que las personas vayan al hospital por voluntad propia a recibir la ayuda que necesitan, reconoce que en algunos casos las llevan forzosamente.
“En el hospital, los traemos a la sala de emergencias, les hacemos una valoración para evaluar el nivel de riesgo en el que se encuentran y tomamos medidas de seguridad para que no se hagan más daño mientras están acá”, me explica Crystal Hamblin, la enfermera que dirige los servicios cardiopulmonares del hospital, pero que ante la falta de un ala psiquiátrica también supervisa esos casos.
La ayuda que reciben se centra en mantenerlos vivos. No hay personal especializado que garantice que reciban la medicación y la psicoterapia que necesitan.
“Esa persona quizás sólo necesita hablar con alguien en el momento y en el lugar, y no disponemos de ese servicio”, lamenta Crystal, que asegura que todos los días llegan al hospital personas con intenciones suicidas.
“Simplemente acaban encerrados ahí durante 72 horas. No es un gran sistema, porque al ser liberados sienten una gran vergüenza que casi que exacerba el problema”, concluye Erspamer.
La niebla
Hablo con Chris Wilson, un veterano del ejército que ha lidiado con ideación suicida, para tratar de entender, al menos en una pequeña parte, lo que pasa dentro de la mente de quienes toman la decisión de acabar con su vida.
“¿Alguna vez has tenido una mala canción que no te puedes sacar de la cabeza?”, me pregunta.
“Te asalta así, de la nada, y escuchas la misma idea repetitivamente durante horas y horas en tu cabeza”, señala.
Para Chris, como para muchos veteranos, navegar la sociedad civil luego de estar por una década en el ejército no fue fácil. Extrañaba la camaradería con sus compañeros y fue descubriendo que algunos eventos que había vivido se quedaron rondando en su mente.
Para describirme la soledad que sentía después de estar en el ejército, plantea otra analogía: “Imagina que estás en la niebla”.
“Hay gente a tu alrededor. Lo que hace que te sientas solo es que esa gente son siluetas. Nunca están lo suficientemente cerca”.
Chris agrega que poco a poco se fue dando cuenta que esa soledad era producto de que él mismo se estaba alejando de los demás. “Llega un momento en que solo te tienes a ti y a esa idea en la habitación”.
Le pregunto qué recursos le habría gustado tener en esos momentos de desesperación.
“Quisiera haber tenido la compasión de los demás, que alguien me preguntara cómo estoy, pero no solo una vez, no solo palabras de relleno”.
El suicidólogo Kent Corso le da la razón.
“Cuando la gente tiene un sentimiento de pertenencia, cuando la gente se siente apreciada, cuando la gente se siente conectada, se reduce el riesgo de suicidio”, indica el experto.
Esfuerzos mancomunados
Entre los muchos esfuerzos que está haciendo Wyoming, el gobernador, Mark Gordon, está rediseñando la política de salud comportamental y financiando la línea de suicidio y crisis 988, que ofrece atención gratuita y disponible 24 horas al día por parte de personas que viven en el estado.
Ralph Nieder-Westermann, el director de la línea, me explica por qué es importante que, cuando alguien llama, las personas al otro lado del teléfono también vivan en Wyoming.
“En el pueblo en el que vivo hay un solo semáforo. Hay pueblos que tienen 10 personas”, dice.
“No dudo que un especialista en intervención en crisis de cualquier parte del mundo podría ayudar a una persona aquí, pero no va a entender los matices. No va a pensar que quizás la persona no va a querer aparcar su auto frente al especialista de salud mental porque todo el mundo conoce el auto de todo el mundo”.
Pero quizás la parte más crucial del esfuerzo para prevenir el suicidio la está haciendo una red de personas que han perdido a familiares cercanos y quieren hacer todo lo posible para que otros no pasen por lo mismo.
Jim Horan es uno de ellos.
Tenía una familia que me describe como “idílica” cuando vivía en Maine, con su esposa y sus tres hijas.
Pero su hija del medio, Kate, se suicidó luego de años de adicción al alcohol y las drogas. Cinco años después, destrozada por el duelo, lo hizo su esposa, Kate.
Jim se mudó a Wyoming para rehacer su vida sin saber que llegaría a una comunidad en la que tantas personas se han visto afectadas por un dolor parecido al suyo.
Entonces, desde hace seis años, se convirtió en miembro de la coalición de prevención del suicidio y facilitador de un grupo de apoyo para personas que han perdido seres queridos.
“Tengo que hacer algo bueno a partir de mi pérdida”, me dice.
Cuando termina el evento en el teatro de Rock Springs, veo a April Thompson y Jim Horan fundirse en un abrazo sentido de varios minutos.
Es un abrazo que guarda el dolor de quienes se quedaron sin sus seres queridos por el suicidio, pero que también es la semilla de una comunidad más sensible y consciente frente al problema.
Por Santiago Vanegas
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