La carrera electoral en EE.UU.: los gigantes también se desvanecen y necesitan protección
Ben Bradlee fue editor ejecutivo de The Washington Post por más de 20 años; en este artículo su mujer cuenta experiencias de sus últimos años
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La autora de esta columna es Sally Quinn, viuda de Ben Bradlee, exeditor del diario The Washington Post
WASHINGTON.- Esta es una historia para Jill Biden.
Era un hermoso día de verano. Mi esposo, Ben Bradlee, estaba tomando sol en la pileta, pocos días después de cumplir 85 años. A nuestra casa de Grey Gardens en Los Hamptons, Nueva York, acababa de llegar la fotógrafa Annie para sacarle fotos a Ben para la revista Vanity Fair.
Yo estaba hablando por teléfono, cuando Ben me llamó con tono de emergencia: “¡Sally!”. Corrí a ver qué pasaba. Ben estaba parada al lado de la pileta, con aspecto desolado. “Annie quiere sacarme una foto sin camisa,” dijo. “De ninguna manera”, dije yo, y le hice una sonrisita a Annie.
No la culpo por haberlo intentado: Ben se veía muy bien con el torso desnudo. Annie y yo lo discutimos brevemente, pero yo fui tajante: Ben tenía puestos unos jeans blancos, y le traje una camisa celeste. Se la puso, y se la abotoné hasta arriba. Estaba extrañamente dócil.
Después de un par de tomas, Annie propuso bajar a la playa. “No dejes que te convenza de sacarte la camisa”, le susurré al oído. Volvieron riéndose. Nos despedimos de Annie con un beso y partió.
Cuando le pregunté a Ben qué había pasado exactamente, me dijo que Annie lo “había hecho” desabotonarse la camisa. La sola idea de que alguien pudiera “hacerle hacer” algo que no quería a Ben Bradlee era totalmente ridícula.
Pero fue la actitud de Ben, su fragilidad, su vulnerabilidad, las que me hicieron pensar que algo pasaba. Hasta ese momento, yo no había prestado atención a los cambios que venía teniendo, pero de repente se habían vuelto imposibles de ignorar.
La revista salió con una foto gloriosa de Ben, esbelto y devastadoramente buenmozo. La foto le encantó, pero no recordó haber posado para ella.
Ese otoño le diagnosticaron demencia. Cuando le dijeron, quiso hacer un chiste, pero a mí no me hizo gracia.
Lo que se venía me quedó claro pocos días después en un cóctel, cuando me puse a hablar con Sandra Day O’Connor, cuyo esposo murió de Alzheimer.
“Es horrible, horrible, horrible”, me dijo agarrándome fuerte de la mano y con sus ojos transparentes clavados en los míos, con una intensidad que me impactó. Y como una demostración de lo que estaba diciendo, de pronto desde el salón de al lado alguien gritó que Ben se había desplomado y que acababan de llamar a la ambulancia.
De todos modos, esos incidentes eran poco frecuentes y en general Ben seguía siendo el mismo. Una vez aceptó una invitación para hablar en un almuerzo en Nueva York. Era un evento de PathNorth, una organización para CEO que quieren dar un mejor sentido a sus vidas, dirigida por el banquero de inversiones Doug Holladay y por el capitalista de riesgo Steve Case. Ben sería entrevistado por nuestro querido amigo, el historiador Jon Meacham.
El día antes del almuerzo en cuestión fuimos a ver una exposición en el Museo de Arte Metropolitano. Mientras subíamos las escaleras, Ben se desmayó. Lo dejé descansar y, con la ayuda de un transeúnte, lo levanté y lo metí en un taxi. Durmió el resto del día y de la noche.
A la mañana siguiente le dije que mejor no fuera al almuerzo. Me insistió en que estaba bien y finalmente en la mesa estuvo brillante y encantó a todo el mundo con su confianza y su energía. Cuando le tocó subir a hablar, volví a preguntarle si estaba en condiciones. ¡Absolutamente! Nos trasladamos al salón de al lado y la gente ocupó sus asientos. Yo estaba en primera fila, contra la plataforma, donde había puesto dos sillones para Ben y Jon.
Las cosas arrancaron mal. Jon le hizo una pregunta de béisbol que Ben no supo contestar, después otra; nada. No se acordaba de nada: ni de su servicio en la Marina durante la Segunda Guerra Mundial, ni de su época en París como corresponsal en la Posguerra, ni de su mandato en The Washington Post. El pobre Jon la estaba pasando mal y empezamos a intercambiar miradas de alarma. Jon empezó a contestar las preguntas que Ben le hacía, pero en determinado momento le preguntó a Ben algo que ni él mismo pudo contestar. En ese momento Ben puso cara de espanto, hizo una pausa, y me buscó con la mirada. “Sally, ayúdame”, dijo.
Yo ya tenía una pelota en el estómago desde el principio, pero eso me deshizo. Por suerte Doug reaccionó y se subió al escenario, les agradeció a Ben y a Jon por la maravillosa entrevista, y los bajó del escenario.
Le di un beso a Ben, lo dejé al cuidado de Jon y me fui corriendo al baño de damas. Apenas tuve tiempo de llegar a la mesada para apoyarme y soltar las lágrimas y un sollozo que no terminaba más. ¿Cómo pude dejar que ocurriera esa humillación?
Un par de semanas después, fuimos a la presentación del libro de un amigo. Al llegar, vimos cinco sillas alineadas contra una pared, y en ellas había sentados cinco hombres muy ancianos y frágiles. Sus esposas los habían depositado ahí para poder irse a socializar con el resto. “Nunca me hagas eso”, me rogó Ben. Nunca lo hice.
Un año después, nuestro viejo amigo Tom Brokaw me llamó para recordarme que venía el aniversario del Watergate y que quería entrevistar a Ben para un programa especial de la NBC. “Imposible”, le dije. Me rogó. Ya había entrevistado a Bob Woodward y Carl Bernstein, y realmente necesitaba completar el cuadro con Ben. Me pidió que le tuviera confianza y al final accedí.
La entrevista fue una pesadilla. Ben decía cosas sin sentido y no le arrancaban una sola respuesta. Tom se fue totalmente desolado. Pero después de revisar la cinta, los productores encontraron una frase de Ben que podían meter: ahí estaba Ben, proyectando la mandíbula y diciendo alguna barbaridad tipo “Que se vayan a la mierda” y que a mí me pareció bien.
La última vez que pasó algo similar fue cuando otra gran amiga, Andy Lack, antigua jefa de NBC News, estaba haciendo un documental sobre el 40° aniversario del caso Watergate, y por supuesto que quería incluir a Ben.
La filmación era en la casa de Bob Woodward. Le dijo a Andy que confiaba en que no dejara mal parado a Ben. El productor era Robert Redford, y Bob y Carl Bernstein, se sentaron en un sillón mientras Andy hizo la entrevista. Fue una tristeza.
Cuando cerró la entrevista Andy me miró diciendo no con la cabeza, y le respondí con el mismo gesto. Andy ayudó a Ben a llegar al sillón donde estaban los muchachos. Al rato ya estaban todos haciendo chiste y molestándose el uno al otro, y era como si Ben hubiera resucitado de entre los muertos. La inteligencia, el humor y la energía de siempre: ¡Era Ben! Advirtiendo el cambio, Andy lo agarró para hacerle una pregunta más.
“¿Cuál es el trabajo del periodista?”.
Enérgico y lúcido, Ben inclinó la cabeza y contestó: “Su trabajo es buscar la verdad. Lo que es verdad, lo que ocurrió. Lo que realmente ocurrió”. Andy lo incluyó y se hizo una placa con la frase para poner en la pared.
Durante su último año, por suerte Ben nunca se olvidó quién era. Una semana antes de morir, cuando nos estábamos yendo a dormir, me agarró la mano y me agradeció por cuidarlo tanto. “Y gracias por protegerme”, dijo también.
Ben murió con su dignidad intacta. Lo mismo que su legado.
Traducción de Jaime Arrambide
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