Hijos del odio: la historia de película de un heredero del Ku Klux Klan que se convirtió en un héroe de la lucha contra el racismo en EE.UU.
Bob Zellner dejó su vida de privilegios de blanco del sur en la década del 60 para sumarse al movimiento por los derechos civiles; “Yo quería ser parte de la solución”, dice hoy, a los 83 años, a LA NACION
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Esta nota contiene spoilers de la película Hijos del odio.
El joven blanco tiene la soga al cuello. Faltan minutos, sino segundos, para que suelte su último suspiro, cuando el hombre que está al mando del linchamiento ordene la ejecución. Golpeado, sangrando, con las manos atadas y la vista nublada, rodeado de una turba desencajada que alienta a los verdugos a colgarlo, las chances de vivir para contarla son menos que mínimas.
Así empieza Hijos del odio, la película del director Barry Alexander Brown, situada en la década de 1960, que retrata a un joven universitario blanco del sur profundo de Estados Unidos, la región más ferozmente racista del país, y su lucha por los derechos de los ciudadanos negros.
Bob Zellner no solo sobrevivió al linchamiento en el descampado de Alabama. Salió además fortalecido, más decidido que nunca a ayudar a poner fin al racismo que había echado raíces en los años del algodón y la esclavitud, y que sobrevivía en los estados sureños transmutado en normas segregacionistas.
Hijos del odio (Son of the South, por su título original), una producción de 2020 y disponible en Netflix, cuenta la trepidante vida de Zellner. O cuenta más bien un momento crucial de su vida, el más importante, cuando abre los ojos a ese mundo aberrante de sometimiento.
“Sí, la escena del ahorcamiento sucedió de verdad”, dice a LA NACION desde su casa de Alabama, en una charla vía Zoom. Lo acompaña su mujer, Pamela Smith-Zellner, también defensora de los derechos civiles, como lo sigue siendo él mismo a sus 83 años. “Y cuando se grabó la película yo participé como extra, entre la multitud que grita para que me cuelguen”, agrega este hombre de rostro amable y sonrisa cálida, difícil de imaginar capaz de hacer ningún daño.
Zellner quiso estar presente en la grabación de esa escena, donde casi cuelgan a su otro yo, el joven estudiante interpretado por Lucas Till. Fue una especie de catarsis. Supuso que verla más tarde, directamente en la pantalla, con la trama en movimiento y sumergido en la experiencia de la historia y las vivencias del personaje, sería demasiado fuerte de absorber.
No es que Zellner no haya absorbido golpes en su accidentado historial de activista social. Le pegaron a mansalva, trataron de arrancarle un ojo, le rompieron un brazo. Fue arrestado más veces de las que puede contar, incluso en 2013, a los 74 años, cuando estaba en una protesta civil en Carolina del Norte.
Algunas de estas cosas, la mayoría, las relató en su libro de memorias, The Wrong Side of Murder Creek, que sirvió de base a la película. El linchamiento sin embargo quedó afuera.
“Pensé que solo me había pasado a mí, pero después me enteré de otros que habían estado en la manifestación donde me llevaron a mí y les había pasado lo mismo. Solo entonces pude hablar de ese incidente”, explica.
El origen de su activismo
De sus comienzos como activista a la ejecución frustrada hubo un largo recorrido. Todo arrancó en 1961, cuando la lucha contra la segregación racial ya estaba en curso. La policía era blanca. La justicia era blanca. El dinero era blanco. El poder, en fin, era blanco. Y blancos eran los numerosos miembros del Ku Klux Klan, la truculenta mafia de encapuchados que se regodeaban quemando cruces y martirizando a la gente de color.
Su propio abuelo era miembro del KKK y se puso fuera de sí cuando se enteró de semejante inclinación de quien debía heredar la lucha por mantener las barreras raciales, no por tirarlas abajo. Ya lo había traicionado su hijo, un pastor metodista que rompió con la tradición de fanatismo racial. Ahora también debía asimilar la deserción de su nieto.
Zellner cursaba el último año de la universidad, en el Hundington College, de la ciudad de Montgomery. Sus planes para el futuro eran bastante convencionales: casarse con su novia, cursar un posgrado en una universidad de elite, progresar como profesional. ¿Qué persona en sus cabales, de esa época y ese lugar, podía cuestionar un programa de vida tan promisorio?
Nadie, sin duda. Ni siquiera él mismo. Zellner admite que al principio no estaba realmente interesado en lanzarse al activismo por los derechos y libertades de los afroamericanos. Pero en cambio se indignó, y mucho, por una prohibición en su contra que lo afectó personalmente, y que, sin darse cuenta, lo puso de una vez en movimiento.
“Estaba en Alabama, que era un estado policial, un estado fascista. Cursaba en la universidad y me asignaron un estudio sobre la raza en Estados Unidos. Pero no me permitieron hacerlo, porque era contra la ley reunirse con personas de color. Así que mi actividad original en el movimiento de los derechos civiles fue pelear por mis propios derechos de reunirme con quien quisiera, y decir y pensar lo que quisiera decir y pensar”, recuerda.
Un momento con Martin Luther King
Zellner rompió las normas cuando decidió ir a presenciar, junto con cuatro compañeros blancos, un acto de la comunidad negra en una iglesia local. Era la manera que se les ocurrió para conocer el punto de vista de los negros sobre las relaciones raciales. El orador principal sería el pastor Martin Luther King, ya entonces admirado por la comunidad negra y despreciado por la blanca.
En medio del evento, la policía fue a sacar a los cinco estudiantes por contrariar la segregación, y el propio Luther King les dijo que se escaparan por atrás, mientras él ganaba tiempo distrayendo a los agentes.
La universidad intentó expulsarlo por semejante subversión del orden natural de las cosas. ¿Blancos sentados al lado de negros? ¡Imposible! Ni en la iglesia, ni en el ómnibus, ni en ningún lado. Desde entonces, los grados de reprobación, rechazo y violencia que debió enfrentar escalaron a medida que escalaba su activismo.
Zellner se integró al Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos (SNCC) y su tarea principal era hacer conocer la causa entre los universitarios blancos. También estuvo con los Freedom Riders, activistas negros y blancos que recorrían las ciudades desafiando la segregación del transporte. Y puso el cuerpo en manifestaciones que, con regularidad matemática, se coronaban con palizas.
“Yo estaba lleno de admiración por lo que los jóvenes negros y negras estaban haciendo. Tenían mi misma edad, iban a la universidad o trabajaban y estaban desafiando la autoridad. Iban contra el imperio del mal, y estaban poniendo su vida en riesgo todos los días. Ellos no estaban causando el problema, estaban tratando de resolverlo. Yo quería ser parte de la solución”, dice.
Una forma de vida
El activismo se convirtió en su forma de vida. Pero a cambio debió pagar un precio: el desaire de sus amigos, golpes, la furia de su abuelo racista, más golpes, amenazas, más golpes todavía. Y sumado a todo eso, las sospechas de la dirigencia negra de que fuera un espía de la policía. De pronto Zellner no encajaba en ningún lado.
A los negros les costaba creer que el chico blanco le diera la espalda a un futuro prometedor, a un sendero inmaculado de ascenso social indefinido.
“Sospechaban mucho porque siendo del sur de Alabama me parecía a los mismos que les estaban disparando y linchando. Así que tenían buenas razones para sospechar de mí. Además, había un programa federal de infiltrar organizaciones de derechos civiles para destruir el movimiento. Pero también necesitaban alguien como yo para ir a hablar con otros blancos sureños”, recuerda.
En un momento histórico y un recorrido personal que vio situaciones extremas, donde tantos activistas dejaron la vida, no parece haber lugar para nada que no sea el drama, el dolor y la angustia. Pero a la película que cuenta la vida de Zellner la sobrevuela el humor, como si una ligera sonrisa la cruzara de punta a punta, creando una atmósfera de alguna manera optimista. Y no fue solo una licencia poética. El humor, dice Zellner, coautor del guion, fue un salvavidas en el mundo real de esos días oscuros.
“Creo que el humor es una buena parte de la cultura del sur. En el movimiento de derechos civiles, en el SNCC, dependíamos de distintas cosas para mantener nuestra salud mental y una era el humor. Otra era cantar. Y también rezar, porque la Iglesia negra del sur fue central para el movimiento. Así que sí, ese humor existió. Nos reíamos tremendamente en situaciones muy peligrosas. Encontrábamos algo extremadamente divertido y nos reíamos”, dice.
Como remedio a la muerte, el humor. Un humor que Zellner mantiene durante toda la conversación, incluso cuando levanta la voz, tronando contra lo que ve como una nueva fase reaccionaria del racismo en Estados Unidos. Con todo en contra. Con la soga al cuello. Con un proyecto personal que decidió cambiar y con una sociedad que contribuyó a mejorar.
“Basado en hechos reales” es una serie de notas que describe el contexto histórico detrás de ficciones internacionales. En este link podrás acceder a todos los artículos.
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