Theodore Robert Bundy fue un asesino en serie estadounidense que secuestró, violó y asesinó a decenas de mujeres jóvenes durante la década de 1970; fue ejecutado en la silla eléctrica en Florida
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Con toda seguridad jamás has oído hablar de Kathy Kleiner Rubin, pero sí del hombre que intentó asesinarla. Si hay alguien que se pueda considerar una sobreviviente en este mundo, es Kathy. Su primer roce con la muerte lo tuvo a la edad de 12 años, cuando fue diagnosticada con lupus -una enfermedad autoinmune crónica- y debió someterse a un tratamiento de quimioterapia.
Después de recuperarse, mientras estaba disfrutando de su vida en la Universidad del Estado de Florida en 1978, una noche un extraño entró en la residencia en la que vivía. Era el asesino en serie Ted Bundy. Lo que sucedió a continuación fue un espantoso ataque en el que dos de sus compañeras de la residencia universitaria murieron, y Kathy y su compañera de cuarto resultaron gravemente heridas.
Después de la tragedia, Kathy estaba tan decidida a llevar una vida normal que su hijo ni siquiera supo que había sido atacada por Bundy hasta que tuvo 37 años. Kathy ha escrito un libro sobre su vida, con la colaboración de Emilie Le Beau Lucchesi, llamado A Light in the Dark: Surviving More than Ted Bundy (”Luz en la oscuridad: sobreviviendo a más que Ted Bundy). Sobre estos eventos, habló con el programa Outlook del Servicio Mundial de la BBC.
De niñez alegre a misteriosa enfermedad
Kathy Kleiner Rubin nació en Miami, Florida, de madre cubana y padre estadounidense. Creció rodeada de muchos primos en un gran ambiente familiar. Pero, cuando tenía 5 años, su padre murió de un ataque al corazón. No obstante, su madre volvió a casarse con un hombre de origen alemán, con quien Kathy tuvo una buena relación. “Era genial. Era el mejor papá que podía pedir y, de hecho, lo llamé papá en lugar de padrastro”.
Su madre fue una gran influencia en su vida, aunque fue muy estricta. Les imponía límites a Kathy y sus hermanos, que debían obedecer, como no llegar tarde a casa, dice. Pero a los 12 años, Kathy repentina y misteriosamente empezó a sentirse mal. “Era el final del sexto grado y me sentía letárgica y cansada, y no quería hacer nada”.
Después de la escuela se iba a casa y se metía en la cama con fiebre. Un pediatra recomendó internarla en el Hospital de Niños de Miami, donde permaneció tres meses, pero los médicos fueron incapaces de diagnosticar qué tenía. Sabían que algo estaba atacando su cuerpo pero no estaban seguros de cómo ayudarla. Aconsejaron que se la llevaran de vuelta a casa, porque no sabían cuánto tiempo seguiría viviendo.
Kathy tenía una enfermedad incurable llamada lupus, en la que el sistema inmunitario del cuerpo ataca al tejido sano. Los síntomas se pueden controlar con un tratamiento que era bastante experimental en ese momento. Su médico sugirió probar quimioterapia, algo bastante difícil para una niña de 12 años.
Un año solitario
“Se me empezó a caer el pelo, todo, y quedé pelada”, cuenta. “Estaba en séptimo grado, confinada en casa con una maestra y solo podía mirar por la ventana y ver a los otros niños jugando”, agrega. Se sentía tan sola que algunas veces apretaba “0″ en el teléfono para llamar a la operadora y escuchar una voz al otro lado de la línea.
Pero no quería darse por vencida. A pesar de tener que pasar mucho tiempo en la cama, antes de que llegaran sus padres a casa, se vestía, bajaba a la sala a ver la televisión y hacía ver que todo estaba bien. Al final del año empezó a mejorar y con el visto bueno de los médicos empezó a normalizar su rutina. “Quería vivir la vida porque la disfrutaba. Iba a dejar atrás el lupus porque no iba a vivir con él mentalmente y era hora de volver a la escuela, ser una niña e ir de compras. Todas esas cosas”.
Nueva vida universitaria
Tras graduarse de secundaria optó por ir a la Universidad del Estado de Florida (FSU), en Gainsville, que era el campus “más alejado de Miami en el que podía obtener descuento por ser residente”, confesó. Su idea era poder alejarse del yugo materno. “Quería ir a fiestas y estudiar un poco, hacer nuevas amistades y simplemente disfrutar lo que hace una estudiante de primer año cuando va a la universidad”.
Kathy tuvo un gran primer año en la FSU, y se emocionó mucho al ser invitada a unirse a una sororidad, un club social para universitarias donde hacen actividades conjuntas y viven bajo un mismo techo. En el caso de su sororidad, llamada Chi Omega (todas se distinguen por letras griegas), la vivienda era casi una mansión.
“Era una casa grande. Teníamos un comedor completo, una sala de estar formal y una enorme sala de recreo que tenía un gran sofá y televisión”, describe. En el vestíbulo había “una escalera de hermosa madera tallada” que conducía a un pasillo donde quedaban los dormitorios, unos 30.
En su dormitorio, que compartía con una de sus “hermanas”, había unas ventanas que daban al área de estacionamiento de la casa y las cabeceras de las camas daban contra estas. “El sol era tan brillante y lindo cuando entraba por esas ventanas, que decidimos dejar las cortinas abiertas para que la habitación estuviera siempre iluminada”.
Era un lugar alegre, cálido y seguro, salvo por una cerradura rota en la puerta principal. En ese entonces, Estados Unidos estaba alarmado por una ola de asesinatos de mujeres en varios estados del país, particularmente en la costa oeste. Eran las víctimas del asesino en serie luego identificado como Ted Bundy.
Pero todo eso sucedía muy lejos de la tranquilidad y diversión en la que vivía Kathy en Florida y ella “no tenía ni idea de lo que estaba pasando al otro lado del país ni de quién era Ted Bundy”. Hasta la noche del 14 de enero de 1978.
El ataque
Ese sábado, Kathy asistió con otras personas a la boda de una pareja que conocía y tras la recepción, se acordó de que el lunes siguiente tenía un examen de cálculo, así que regresó a su dormitorio donde estaba su compañera también estudiando.
Se fueron a dormir a eso de las 11:30 de la noche. Algunas horas después, alguien entró al vestíbulo por la puerta con el cerrojo roto y subió las escaleras. Empuñaba un leño que había encontrado a la entrada y se paseó por el piso de los dormitorios. Entró a la habitación donde se encontraba Margaret Bowman, “la atacó con el leño, la estranguló y la mató”, dice Kathy.
Luego pasó al cuarto de Lisa Levy, quien tenía la puerta abierta. La atacó con el mismo leño, la mordió y la mató. “Las mordeduras son como huellas digitales”, señala Kathy. Esas marcas de la dentadura fueron cruciales para identificar después al asesino.
Pero el atacante no había terminado. Cruzó el pasillo y entró al cuarto donde Kathy y su compañera dormían sin haber escuchado nada. Sin embargo, el ruido que hizo la puerta al rozar contra la alfombra la despertó. “Estaba sentada (en la cama) mirando y no sé qué es, pero veo una silueta, una sombra de alguien justo al lado de mi cama. Mientras miraba, él levantó el brazo por encima de su cabeza y tenía un tronco en la mano”, recuerda.
“Era el mismo tronco con el que había matado a Margaret y Lisa”. Con este le golpeó en la cara tan fuerte que le rompió la mandíbula en tres lugares. La dejó para atacar a su compañera en la otra cama. Kathy intentaba gritar, pero con su boca despedazada apenas podía balbucear. El atacante se volvió otra vez contra Kathy para matarla pero en el preciso momento en que levantó el brazo para propinarle otro golpe con el leño, una luz brillante entró por las ventanas con cortinas abiertas, iluminando toda la habitación.
“Eran las luces de un automóvil que traía a casa a una de las ‘hermanas’ de una cita”, explica Kathy. El atacante vaciló un momento y salió corriendo del dormitorio, bajó la escalera, cruzó el vestíbulo y desapareció por la puerta de entrada. Pero la compañera que regresaba de su cita lo vio.
Mientras tanto, Kathy logró pararse a buscar ayuda a pesar de sus heridas. “Sentí como dagas y cuchillos en mi cara y tenía que sostener mi barbilla”. Sus compañeras la vieron toda ensangrentada y una de ellas llamó al teléfono de emergencias.
“Me pusieron en una camilla y me bajaron por la escalera de madera”, recuerda Kathy, antes de entrar como en un trance. “Veía las luces de la patrulla de la policía, las luces rojas del camión de bomberos, las luces rojas y blancas de la ambulancia y el ruido de las radios de los policías… en mi mente parecía como si estuviera en un carnaval”. Le curaron las heridas y detuvieron el sangrado. Luego la llevaron directamente al quirófano, donde le alambraron la mandíbula y tuvo que pasar seis semanas en el hospital con la boca cerrada, alimentándose a través de una pajita.
A juicio
A pesar de sus horrendas lesiones, Kathy estaba decidida a recuperarse física y emocionalmente, pero antes, tendría que enfrentarse a su atacante en un juicio en julio de 1979.
Poco después de matar a Margaret Bowman y Lisa Levy, y de dejar gravemente heridas a Kathy y a su compañera de cuarto, Ted Bundy se trasladó al centro de Florida, donde secuestró y mató a Kimberly Leach, una colegiala de 12 años. Uno o dos meses más tarde, fue finalmente detenido por las autoridades.
En el estrado, Kathy relató toda la historia del ataque. Bundy estaba sentado en la mesa de enfrente con una mirada “como si fuera a salirse con la suya”, observó. Aunque no pudo identificar con certidumbre a Bundy, su testimonio y el de otros, además de las pruebas forenses, lograron condenar al asesino.
“Me sentí bien al respecto. Luego salí de la sala del tribunal por la puerta de atrás y casi vomito”. El jurado solo necesitó menos de siete horas de deliberación para encontrar a Ted Bundy culpable de dos a asesinatos y tres intentos de asesinato. Más tarde sería juzgado y condenado por otros crímenes.
La condena a muerte tardó casi una década en ejecutarse. Durante ese tiempo Kathy se casó, tuvo a su hijo Michael, se divorció y volvió a casarse con Scott, su esposo actual. Ted Bundy fue ejecutado en la silla eléctrica en Florida en enero de 1989. Kathy rechazó una invitación para asistir a la ejecución, pero vio la cobertura en las noticias de televisión desde su casa con Scott a su lado.
“No lo creí hasta que no vi el coche fúnebre blanco que pasaba por delante de la prisión”, relata. “Empecé a llorar y lloré y lloré y lloré por todas sus víctimas, todas las mujeres que mató y nos arrebató tan pronto”.
Desde entonces, Ted Bundy se ha convertido en una figura de culto en algunos aspectos: ha sido inmortalizado en libros, documentales y películas, y se lo ha presentado como un hombre encantador e inteligente que desperdició su vida.
Pero para Kathy, Bundy no era un encanto si no un enfermo solitario, cuyo comportamiento de joven presagiaba los crímenes que cometería de adulto. “Mataba animales, les hacía cosas a los otros niños. Esto no era normal y él sabía que no era normal”, expresa.
De vuelta a la “normalidad”
Saber que Bundy no iba a lastimar a nadie más fue un alivio para Kathy, que durante muchos años mantuvo silencio sobre los ataques, ya que solo quería volver a la normalidad. No le reveló a su hijo que ella había sido víctima del asesino hasta que Michael tuvo 37 años. Fue después de que Kathy finalmente diera una entrevista a la revista Rolling Stone que Michael leyó.
“Me dijo: ‘Mamá, no tenía idea de todo esto. Eres tan normal”, cuenta de su reacción. La palabra “normal” la alivió. Sintió que había superado lo que le pasó con Bundy. “Quería ser normal, no solo para él (Michael) sino para la familia”.
Kathy no solo es una sobreviviente de uno de los asesinos más despiadados de la historia de Estados Unidos. Fue una sobreviviente de lupus a los 12 años y de cáncer de mama a los 34. “Siempre dije que hay que seguir en la carrera. Ahora que soy mayor, digo que hay que caminar muy rápido y mirar más allá de los obstáculos porque va a haber algo bueno ahí detrás”.
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