En los 90, un cuadro técnico del Ministerio de Economía cordobés se filtró en el mundo de Tinelli. Desde entonces y casi sin querer, este adicto a la joda se fue convirtiendo en uno de los mejores comediantes populares de la TV desde el Negro Olmedo
Un ejemplar de Ambito financiero, abierto a dos aguas sobre la mesa, informa temiblemente que de cada tres dólares que ingresan en la Argentina sólo uno va a parar a la Reserva Federal. Sentado en su bar de siempre, el licenciado en Economía por la Universidad Nacional de Córdoba José Guridi evalúa la noticia en silencio mientras apura el segundo cortado de la tarde. Uno de cada tres dólares puede estar mal o bien, conjetura, según en qué se vayan los otros dos, porque no es lo mismo que se utilicen para pagar deuda a que terminen financiando obra pública. Son temas ásperos, técnicos: la flotación de la divisa, la coparticipación, la inflación endémica. Temas que lo convocan y que lleva encima desde que entró como asesor en la Subsecretaría de Ingresos Públicos de la gobernación de Córdoba, durante la gestión Angeloz, y que sigue mirando, un poco de reojo, en sus ratos libres y cuando puede, ahora que el licenciado Guridi se ha transformado en Yayo, el último capocómico argentino. "No, capocómico te pido que no."
Son los tempranos 80 y la verdad es que Villa María ofrece poca acción: la peña de los jueves, el boliche de los sábados y después a arreglarse con un bombo, una guitarra y una botella de fernet en la casa de algún amigo para hacer estallar la noche. Porque el adolescente José Guridi, que es un alumno correcto del Bernardino Rivadavia, sin problemas cognitivos y con boletín en perfecto estado de aprobación constante, no piensa en otra cosa: hacer estallar la noche. Y pronto comprende su plan de negocios: para un chico del interior del interior como él, seguir una carrera en la universidad le va a dar, además de un título, la posibilidad de vivir la noche de la ciudad. Su padre, que ha trabajado toda la vida administrando pequeñas riquezas ajenas, lo quiere de contador, así le lleva los números. Pero el pibe tiene, en algún lado medio insondable todavía, un pulso humanista: algo le tira, a José, de la historia de los hombres y de cómo funcionan las cosas entre ellos; nunca tanto como le tira lo que él mismo se encarga de nombrar "la joda", pero igual: se deja llevar y elige Economía. Llegó a la ciudad de Córdoba en medio de la efusividad radical dentro de una provincia profundamente radical y él también quedó coloreado por la marea expansiva de la primavera alfonsinista, pero su militancia dentro de la juventud del partido fue fugaz, instantánea.
El usa otra lírica: "Un pedo en una canasta".
Esa gente que encuentra un profundo sentido de la vida en la actividad aparentemente trivial de "juntarse a hinchar las pelotas". Con amigos, con compañeros: a hinchar las pelotas, que es una especie de nada muy ancha más bien vinculada al tiempo desapremiante de la noche, sostenida en un amiguismo concentrado, perdurable y básicamente heterosexual. José entró en la carrera que hacía pocos años había inaugurado Domingo Cavallo y la completó en correctísimos cinco años. Dice que se dio el lujo de no apurarla porque la estaba pasando muy bien juntándose a hinchar las pelotas con sus amigos, que eran los viejos amigos de Villa María, cada uno en su propio trance académico.
Los miércoles abría la peña de arquitectura o los jueves la de ingeniería. El circuito de pubs del centro funcionaba toda la semana y de golpe aparecieron nuevos planes: rajarse a Buenos Aires para ver a Chick Corea, a Pat Metheny, por ejemplo. Cuenta Yayo, este Yayo que está acá sentado en un bar de Palermo con el Ambito Financiero doblado a un costado, que llegó a bajarse todo Spinetta antes de que Taringa! pegara el portazo final: sus músicas son ésas. Y también el cuarteto. Es un pibe que hizo crecer su paleta.
De todas esas juntadas celebérrimas empezaron a quedar pequeños recortes de canciones hechas con el único objetivo de provocarse la risa. A sí mismos y a nadie más. Un día, José y sus amigos se dieron cuenta de que habían compuesto un pequeño cuerpo que les daba para hora y media de show arriba de cualquier escenario. En Buenos Aires, para estar ahí arriba tenés que ser músico, estudiante de teatro o saberte la letra de "Desconfío" para subir borracho a cantarla en los karaokes de San Telmo. Pero en el interior el escenario es un espacio más natural, se acorta la distancia simbólica y cualquiera que sabe guitarra sube a tocarla, cualquiera que sabe un chiste sube a contarlo.
Los Cascanueces arrancaron como seis cordobesitos que querían seguir hinchando las pelotas por los bares de la ciudad, apostando a un humor más inspirado en el Negro Olmedo que en la magnífica tradición de la chistología cordobesa, mientras, de a poco, se iban recibiendo. Al tiempo la mitad del grupo siguió otros rumbos y los que quedaron se rebautizaron como Tres en Banda. Pero la cosa no daba. Dice Yayo que empezaron a sentir el esfuerzo, que las presentaciones les dejaban moneditas y que la cosa no daba. En el año 93, el Bubu Tannus, el Corto Otoño y Yayo Guridi hicieron su última jugada y entre ellos se juraron que si esto de la tele no salía bien, cada uno seguiría su caminito. El licenciado Guridi ya era un cuadro técnico de la gobernación de la provincia y además asesoraba al sector privado en el desarrollo de proyectos de inversión, especialmente al tenaz emprendedor agroindustrial que por ahí necesitaba un nuevo avión fumigador o una procesadora de aceites, y ahí estaba el licenciado para armar tu plan de negocios y explicarle al Banco Mundial por qué debían extender los créditos, cómo recuperarían su dinero. Siempre tendría con qué ganarse el pan, así que la vida no lo iba a agarrar en bolas a José Guridi.
"¿Capocómico yo? No, dejémosle eso a Gasalla, Olmedo, Capusotto... Yo soy pura transpiración en la cancha."
Los Tres en Banda presentaron su material a los productores de un programa que ya no existe y que se llamaba Videomatch. El Bubu y el Corto la rompieron haciendo de gauchos expertos en el chiste corto, pero algo de Yayo no le gustó al conductor de aquel programa y lo apartó, lo puso a trabajar esporádicamente y como extra. Entonces, en honor a todas esas horas arrojadas al vacío del aburrimiento entre amigos, el Bubu y el Corto le dijeron a Yayo: algo se nos va a ocurrir, vos quedate en el molde. Uno meses después, lo hacían aparecer lo suficientemente maquillado como para que Marcelo Tinelli, el conductor de aquel programa que ya no existe, no lo reconociera al aire. Yayo era el gaucho Enladillao y sus remates empezaron a garpar en lo que tenían que garpar: puntos de rating.
-Digamé, Don Enladillao, ¿ése es un sauce llorón?
-No, si vu’a ser un sauce maníaco depresivo.
Cuando se sacó la peluca, resultó que era Yayo. ¿Pero a este pibe no lo habíamos rajado? Dejalo que la está rompiendo, Marcelo: dejalo que mide. Y lo que a Marcelo le funciona Marcelo no lo toca.
Durante casi dos años José Guridi vivió la doble vida del humorista de matriz popular que es también asesor economista. En julio del 95, cuando Angeloz se fue escandalosamente de la gobernación, al licenciado le llegó un fax pidiendo que presentara su renuncia. Lo que vino después es una década de formación en la caldera del humor televisado según la escala Ideas del Sur, que será lo que será pero que, en un gesto apreciable, nos dejó a este pibe. Vamos, que Tinelli nos dejó a Yayo como quien se redime.
Miercoles, once de la noche, barrio de Once. En los estudios de una calle lateral, el equipo de Sin codificar arranca otra jornada de grabación. Hay cables tirados, hombres-cámara con grandes auriculares, una tribuna, una claque, un locutor. Están también Diego Korol, ex Tinelli, que conduce. Pichu Straneo, ex Tinelli, y Pachu Peña, ex Tinelli, que son la guardia de hierro. Y por ahí está Yayo, reconcentrado detrás del decorado, tomándoselo en serio, claramente un sujeto hacia adentro de sí mismo. El ojo perezoso y aleccionador de la valoración progresista va a pasar por la pantalla de América los domingos a la una y va a seguir de largo mientras masculla que esos eran los boludos que estaban con Tinelli. Y se va a perder, como se pierde siempre, las valencias que se traman bajo la superficie; en este caso, el trabajo secreto de un artista que está para reclamar su lugar en la mesa de los capocómicos argentinos.
"Dejémosles esa palabrita a Gasalla, a Les Luthiers, al Negro Olmedo, a Dady, a Capusotto. Yo, no. Yo soy pura transpiración en la cancha, nada más."
-Cuántos problemas que tenés con esa definición...
-Es que me liga a una gente de la que estoy muy lejos. Y en realidad yo vengo de un grupo de borrachos que salíamos a ver qué boliche estaba abierto.
-¿Y eso qué querría decir?
-Que capocómico no es una etiqueta de la que yo me haga cargo.
Va a menos, Yayo. Lo miro y no entiendo muy bien por qué. Será su forma de avanzar, pisando sobre seguro. Su papel en Fase 7, la película de Nicolás Goldbart en que compartió escena con Federico Luppi y Daniel Hendler, lo puso en un lugar experimental del cine argentino, y cualquiera que la haya visto sabe que ese experimento salió bien. Y sus personajes de Sin codificar están construidos a partir de una economía (¡es la economía, estúpidos!), de un uso tan inteligente de los recursos, que es absolutamente infrecuente en la dinámica de la televisión local. Los Wikipedia, por ejemplo, la banda de cumbia villera que armó para salir a cantar cositas como esta:
Eh, Platón, lavatáper/ vo’ que boqueabas a la escuela sofista de Heródoto, Pitágoras, Solón/ rescatate chabón.
O su siguiente hit, "La cumbia gramatical": Yo me rescato, presente del indicativo/ que yo me rescate, presente del subjuntivo/ yo me rescataba, del indicativo es pretérito imperfecto/ me hubiere rescatado, del subjuntivo el futuro perfecto
El track termina con un saludito a García Márquez, cobani de la pluma.
Diego Capusotto habia clausurado el ingreso a la gran mesa de los humoristas de la televisión argentina, en la que, después de décadas de canonización secular, Alberto Olmedo ocupa la cabecera. Su ciclo fue lo suficientemente potente como para cerrar el relato sarcástico de la época. Sin embargo, hay una noticia post-Capusotto (o paralela) y esa noticia se llama Yayo, que emerge como una respuesta a su inteligencia creativa proponiendo otra, menos conceptual pero más adaptable, y si realmente la inteligencia es adaptación, Yayo se sostiene abriendo la puerta del departamento de utilería y trabajando con lo que encuentra, con lo que hay; es ahí donde se agolpa su pequeña magia: en encontrar unos dientes de cotillón adentro de un cajón y terminar radiografiando a la generación playstation con su encantador Pibe Play y su narración indisoluble que sólo repite: equis, equis, triángulo, equis. O la figurita de Oscar Romera, intendente del El Bolsón, quien agredió a las cámaras de CQC y terminó convertido en un personaje de Yayo que entra en guerra contra su propia producción al grito de ¡amerindios! El vínculo en reversa entre Capusotto y Yayo podría ser otro capricho de la imaginación si no fuera por la prueba material que lo constata. Esa prueba se llama Ivana Acosta, y es la actriz fetiche de ambos.
Son las dos de la mañana, ya grabamos, el piso se va disolviendo en productores que saludan se van. En un costado Yayo mira cómo Belgrano se ha quedado afuera de la Copa Argentina frente a Rosario Central y putea como viene puteando desde que se inauguró a sí mismo en Videomatch, con la destreza de una esgrima, con un compromiso por el enunciado puteador: putea, Yayo, como putea el que reconoce en la puteada un género completo, recortado, específico. Putea como sólo unos pocos tipos pueden putear, afilando los bordes de la puteada, sacándola de la boca con la claridad del que lo pronuncia todo hasta la últimas consecuencias de lo pronunciado, protegiendo el sonido de la puteada, preocupándose por él: me cago en la rrrreputa madre que me parió y en la rrrrecajeta de esta lora renegrida cómo puede ser que estos hijos de una gran puta nos hayan dejado afuera, loco. Me voy a cortar los huevos y vengo.
El carajeo no impacta: su producción, se ve, ya lo conoce y nadie acusa recibo de que la estrella del programa se ha puesto a maldecir la suerte de su club ahí paradito, frente a un televisor ocasional. Yo me quedo sentado en una barra, comiendo una picada de canje y hablando con Acosta mientras se termina de sacar el maquillaje. Lo que lamento es que la pregunta esté tan cantada:
-¿Cómo es trabajar con uno y con el otro?
-Los dos son tipos muy humildes, de tonos bajos, amables, nunca los vas a ver subidos a nada, excepto que haya un partido de fútbol.
-¿Y artísticamente?
-Con Diego el humor es más riguroso desde el guión; con Yayo es más popular y espontáneo. Tienen públicos distintos y cada uno conoce bien al suyo.
-¿Ninguno te apuró para que dejes al otro?
-No, al contrario. Mientras me den los horarios, soy de los dos, jaja.
Detrás del cantante enmascarado; detrás del Rebo y del conductor de "Hablemos sin saber"; o del empobrecido ex millonario Roque Fort está Yayo, y detrás de Yayo, está José Guridi, el chico de Villa María que sigue ahí, en la fascinación que le provoca la ciudad, sus días, pero sobre todo sus noches.
-Vos ¿quién sos?
-Un vago, pero que labura mucho.
-Y que ganó fama.
-Sí, pero no te vayas a creer que eso es bueno.
-¿Por? ¿Te rompe las bolas ser conocido?
-Y, yo siempre fui de vivir entre las tinieblas, de moverme en los tugurios, en las cuevas, y hoy en día con el grado de exposición que tiene uno más la tecnología, que cualquiera anda con un celular que graba o saca fotos... Uno ya tiene hijos grandes, tiene una señora que ya no está dispuesta a perdonarle cosas que antes le perdonaba... Entonces hacerte conocido te coarta mucho, ¿viste?
-Ah, viene por ahí, la ofuscación del pirata al que se le complica piratear.
-No te queda otra que blanquear, como esa vez que habíamos tomado la costumbre de ir a tomar whisky a un cabaret muy conocido de acá, en Billinghurst y Córdoba, donde nos hicimos amigos del dueño. Yo le dije a mi señora: mirá, me hice amigo de un loco que es fantástico y que es dueño de un cabaret en Billinghurst y Córdoba. Listo, lo blanqueé.
-¿Y qué pasó?
-Naaada, si en realidad íbamos más por el grupo de gente que nos juntábamos que a levantarnos a las minas.
"Siempre fui de vivir en las tinieblas, de moverme en los tugurios... Hacerte conocido te coarta mucho, viste."
Lo que en el interior se llama joda en Buenos Aires se llama reviente. Yayo parece conocer bien esa diferencia y nunca se permitió cruzar la puerta que lleva de un descontrol al otro. El tipo, que ya está en los 48, se ajusta a una carrera y, fatalmente, también a una familia. Vive con la madre de sus hijos desde el año 92 y ser padre de dos adolescentes (chica y chico) lo pone en el mismo lugar donde nos pone a todos: "Yo a mis hijos los disfruto y los sufro, según qué hora sea".
Durante el día va a los actos escolares donde no puede evitar firmarle algún autógrafo a algún pesado, siempre: odia eso, más de tímido que de mal llevado. Y a la noche cruza los dedos para que los chicos le vuelvan de bailar con todos los dientes puestos. Odia eso también. Detrás de la máscara que usa para trabajar, de la calva radiante y esos ojos proponiendo siempre la desorbitación, está el operario que construye su humor con lo que va encontrando y el tipo que ha hecho de juntarse a hinchar las pelotas con los amigos una carrera. Hacía varias temporadas que no se veía un Martín Fierro tan injusto como el que no le dieron en la última edición. Esta podría ser una apreciación caprichosa si no fuera porque el tipo que se quedó con su estatuilla a la mejor labor humorística en televisión salió a decir: "Fue injusto, no era para mí, era para Yayo". Lo dijo Dady Brieva y lo dijo con consenso general.
-Ahora que está de moda, ¿sos keynesiano?
-En nuestras economías no hay mucho lugar para hacerse el loco. Acá tenés que ser lo más pragmático posible, porque vivimos en sistemas económicos que están supeditados al ritmo de las grandes potencias, entonces salir a decir soy keynesiano, soy liberal… Qué sé yo… Todavía seguimos dependiendo de la lluvia para ver cuánta soja cosechamos, así que qué te vas a andar haciendo el keynesiano, acá.
-Okay, no existimos.
-No, la verdad que no. Resulta que somos importantes en el sector agrícola industrial, pero cuando hubo el quilombo con el campo en 2008 los precios internacionales de los commodities ni se movieron por Argentina, o sea que nuestra influencia es nada.
-¿Soñaste con ser ministro de Economía?
-Y, cuando sos pendejo tenés esa ilusión tonta de que vas a poder cambiar las cosas, yo era medio lírico, sí. Yo decía: voy a solucionar la inflación, voy a posicionar a la Argentina contra las economías que la quieren depredar. Después te das cuenta de que al enemigo lo tenemos adentro.
Se va, Yayo. Deja el estudio donde estuvo grabando las últimas ocho horas y lo hace con un cigarrillo sin encender atrapado en la oreja, como si se empeñara en negar cualquier fisonomía de la estrella, como si no se hubiera anoticiado todavía de todo lo que le pasa, de todo lo que les pasa a sus fanáticos con él. Como si no fuera la avenida Rivadavia la que cruza la ciudad ahí afuera sino otra callecita silenciosa de la noche de Villa María. El cigarrillo en la oreja, esperando su turno para ser fumado, aguardando su momento y el economista José Guridi, Yayo el capocómico, llevándolo con toda esa feliz indolencia, un poco como si nada.
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