Virgilio Expósito, una leyenda viva
Evocación: a través de una mirada que rescata la nostálgica figura del compositor y algunas imágenes e instantes de su vida.
Cuando baja el sol y las gargantas claman por brebajes más que por el agua mineral, nuestro personaje acostumbraba a recalar en su local, París Tango, con indumentaria a la medida del establecimiento: smoking francés de fina solapa fileteada en raso, medias blancas y zapatos de gamuza negros. Para entreverarse con los recuerdos recicló un subsuelo de Juncal 1773, casi Callao, ayer comedero y peña folklórica y hoy, puesto en hoja, con moquette, fotos evocativas y noble bar. Desde el escenario pequeño, intimista, solía desgranar su repertorio, en el que conviven los generosos de la nostalgia, por caso su bolero "Vete de mí", con el jazz y piezas de fuerte raíz tanguera. Participaban después distintos artistas, músicos, cantantes y bailarines, liberándolo de la extenuante faena unipersonal.
Virgilio Expósito, que de él se trata, comenzó a estudiar piano en Zárate, a los cuatro años, y ya a los siete actuaba en la terraza de su casa. Su padre, todo un personaje, que alternaba el teatro y la poesía con los menesteres de confitero, horneaba las masas para sus tres hijos.
En la adolescencia, cadete fundador del Liceo General San Martín, su vis bohemia pudo más que la diana y lo llevó a Juan Ehlert, su maestro, formador de una importante camada de músicos. Tiempo después, las luces del centro, imán poderoso para la muchachada del interior, lo vio recorrer editoriales como "pasador de obras" musicales igual que Gershwin en el Tin Pan Alley.
Comenzó a incursionar con temas propios –verso y corcheas suyos en "El momento"– y, además, con su hermano Homero, que estudiaba filosofía y era todo un revolucionario, capaz de ponerle letra a la tonada de un sifonero que pasaba silbando. Con él pergeñó "Maquillaje" "Naranjo en flor" y "Fangal", entre otras.
Ya en Buenos Aires, la casona familiar de Carlos Calvo 2820, próxima a las de Osmar Maderna y Atilio Stampone, se transformó en una verdadera usina creativa con estos dos hermanos "vendiendo azul o gris", frase de "Siempre París", que compusieron sin conocer la Ciudad Luz.
Ducho para formar cantores –Daniel Riolobos, por caso–, también él encaró los gorjeos avalado por su dominio del solfeo. En lo personal, mi testimonio data de años atrás, cuando lo frecuentaba en su sótano de Montevideo y Lavalle, en el que almacenaba partituras y cintas abiertas con grabaciones inéditas de sus temas.
Recuerdo un feriado de 1974, cuando por azar lo encontré en el bar Carlitos, pegado a Sadaic, en el que se autoconvocaban Homero Expósito, Armando Tejada Gómez, Hamlet Lima Quintana y muchos más, a degustar vinos de dudoso linaje. Fue allí donde me invitó a escuchar un bolero de su autoría, todavía sin estrenar, que narraba las desventuras de un pariente perdidamente enamorado de su cuñada.
Brillante exponente de una generación que, hacinada en los trenes y sedienta de gloria, llegaba al puerto "pobre, sin más cobres que el anhelo de triunfar", acuarelistas de su entorno y de su tiempo, perduran con Virgilio en la memoria colectiva, a través de sus "leyendas que se cantan como tangos".
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