Murió Pinky, la “Señora televisión”
Tenía 87 años; llegó más lejos que nadie en su identificación con el medio que la vio triunfar; no tuvo la misma suerte al incursionar en la política
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A los 87 años murió Pinky , la “Señora televisión”, quien atravesaba desde hacía tiempo un delicado estado de salud. La noticia fue confirmada a LA NACION por personal de la Comisaría Vecinal 14A de la Ciudad de Buenos Aires, que se trasladó este mediodía hasta un departamento ubicado en República Árabe Siria al 2800, tras ser alertados sobre la presencia de una “persona con bajos signos vitales”. Al arribar al lugar, los agentes verificaron que se trataba de Lidia Elsa Satragno, la reconocida periodista, política, modelo y conductora de televisión. La mujer fue hallada recostada en su cama, sin signos vitales, por su hijo Gastón. Momentos después, el SAME constató su fallecimiento.
Alcanzaba con verla apenas un instante, sentada con esplendorosa naturalidad ante una cámara, para comprobar por qué había llegado más lejos que cualquiera de sus pares. Nadie como ella en toda la historia de la televisión argentina logró que las dimensiones de esa pantalla se adaptaran casi a la perfección al contorno de una figura humana.
Por eso todos la conocían como “la Señora televisión”. Ese título, con el que Lidia Elsa Satragno quiso en un momento coronarse a sí misma, trascendió sin esfuerzo los límites de la deliberada autocelebración para convertirse en un genuino reconocimiento, compartido al mismo tiempo por televidentes argentinos de varias generaciones.
Por más que en algún momento decidiera alejarse voluntariamente del medio para abrazar con entusiasmo y a tiempo casi completo una tardía vocación política, Pinky siempre quedará en la memoria colectiva como la estrella que alcanzó como ninguna otra la máxima identificación con el medio que la vio nacer y la consagró: la TV. Lo logró a través de un seudónimo artístico que en todo momento le ganó al nombre y el apellido del documento oficial en la consideración pública.
Amada y odiada en el medio con igual intensidad, se apoyó en su belleza y una desenvoltura sin igual para sumar al público como aliado informal de sus múltiples batallas mediáticas. “Llegó a convertir sus enfermedades, su zigzagueante búsqueda del amor y su irremediable soledad en elementos indisolubles de su labor y su comunicación con el público”, dijo de ella el historiador Mario Gallina. En El juicio del gato, un audaz programa de los años 60 que se atrevía a cuestionar a las figuras más famosas de su tiempo, llegó a ser calificada de “calculadora, demagoga y rencorosa”. Ella, como siempre, contestaba.
“Yo me considero una periodista. Es lo que he hecho toda mi vida”, confesó a comienzos de 1997, cuando se preparaba para reaparecer como actriz en la temporada marplatense. Allí, como tantas otras veces, también habló de su amor por el teatro y de la felicidad que sentía al subir al escenario. Detrás de esas confesiones todos sabían que el romance de toda la vida pasaba por otro lado. Donde hubo amor verdadero fue entre Pinky y la televisión. Allí cumplió un ciclo redondo de cinco décadas y media que se inició en 1956 y concluyó en 2001.
Todo empezó cuando ella aún vivía en San Justo y trabajaba como secretaria en la Municipalidad de La Matanza. A los 19 años entró casi por azar en la televisión de los avisos en vivo y sus locutores como máximas estrellas del momento. Le tocó hacer una publicidad de vinagre Alcázar que llegó a repetir hasta 22 veces en el mismo día. Su belleza, su carisma y su innato y extraordinario don para lucirse ante una cámara hicieron el resto. Muy rápido.
Desde ese momento nadie le quitó el espacio estelar que se ganó a velocidad supersónica y le permitió explorar caminos y posibilidades que pocos imaginaban para una mujer de sus características, con un tono de voz y una manera enfática de decir que no se correspondían al tipo femenino televisivo clásico de su tiempo. Tal vez por el elevado concepto que siempre tuvo de sí misma, aún a la hora de explotar sus debilidades, siempre rompió los límites. Impuso por primera vez el modelo de ciclo periodístico ambientado en un living (Nosotros, junto a Bernardo Neustadt, en 1961) y hasta se animó una vez a cerrar cada jornada de transmisión en deshabillé, simulando irse a descansar en un estudio-dormitorio de Canal 9, para mostrar solidaridad luego de un incendio en la emisora (Buenas noches con Pinky, 1962).
En televisión Pinky hizo de todo, aunque siempre fue vista y reconocida por sobre cualquier otro calificativo como la conductora estrella de la programación dedicada a la mujer. Esa concepción televisiva marcada por la división de género era una constante en aquellos intensos años 60 y Pinky llevaba esa idea a su máxima expresión poniéndose al frente de un par de títulos muy populares: Feminísima y Reunión de mujeres. Después se animó con Sabaditos a la TV para chicos, y también a conducir un programa ómnibus (Siete y medio) junto a su gran amigo Héctor Ricardo García, el empresario periodístico y creador del diario Crónica que luego se convirtió en productor de varios de sus ciclos.
También en aquellos años de temprano apogeo, y de la mano de Hugo Moser, hizo Ellos dos y alguien más junto al pintón cantante y actor Raúl Lavié. El romance entre ambos, al que siguió un resonante casamiento, fue la comidilla mediática de su tiempo. Y el nacimiento del primogénito de la pareja, Leonardo Peralta, llegó a ser más importante para la TV que la cobertura de la guerra de Vietnam, según se recuerda en el libro Estamos en el aire. Allí se cuenta también que fue tanta la repercusión pública del hecho que Pinky se vio obligada en una ocasión a saludar desde una ventana a una multitud congregada en los jardines del viejo Canal 9. Con los años, Leonardo desarrolló su vida y su carrera artística con su apellido materno (Satragno). Compartió con su hermano menor Gastón una extensa labor, por lo general ligada al ámbito de la música electrónica. Leonardo falleció el 10 de enero de 2019.
La política, que siempre estuvo presente en su vida, comenzó a asomar con fuerza en el terreno profesional ni bien se iniciaron los años 70. Pinky siempre recordaba que a los 17 años, su padre (un peronista visceral) la echó de su casa por haberse animado a expresar una temprana simpatía por el radicalismo. Y que muchos años después, tomando un café con Perón en su exilio madrileño de Puerta de Hierro, recibió un consejo clave para su futura tarea política. “No me iba a alcanzar con los votos. Tenía que diseñar la mejor plataforma si quería ocupar un cargo”, dijo años más tarde sobre aquella conversación.
En los años 70 empezó a tantear el terreno en el que, años después, elegiría instalarse renunciando a la vida mediática. En 1972 comenzó a entrevistar a figuras de la política en El público quiere saber, junto a Lucho Avilés, y un año después condujo por Teleonce el fugaz La noche de los peronistas. Sin embargo, la misma mujer que creía en los lazos estrechos de parentesco entre la TV y la política (“las dos a su manera brindan un servicio a la gente”) decidió abandonar la pantalla poco después y por propia voluntad luego de verse obligada a grabar un noticiero frente a personas armadas. Ya en plena dictadura militar, recibió amenazas del general Ramón Camps, tras negarse a hacer una serie de programas favorables a ese régimen. “Me dijo que me iba a tirar a un zanjón. Una vez me vinieron a buscar y me salvó el doberman. Al final, como siempre dije que no, me echaron. Creí que me iba a mi casa para no volver”, llegó a decir. Ese silencio duró varios años.
Pero volvió. Y lo hizo nada menos que al frente de aquella controvertida maratón televisiva de 24 horas en tiempos de la Guerra de Malvinas, entre el 8 y el 9 de mayo de 1982, junto a Jorge Fontana. “Ese programa lo hice muy enferma y medicada, a pedido de mis dos hijos Leonardo y Gastón, porque la clase de uno de ellos estaba convocada. Después no pude dormir por varios días. Igual no me arrepiento”, se justificó más tarde.
Antes le tocó vivir la contracara de aquella experiencia. Fue la protagonista estelar de otro momento que también pasó a la historia de la televisión, pero por motivos muchísimo más gratos. Había sido convocada para conducir la ceremonia de despedida de la televisión en blanco y negro, que dejaba su lugar a la primera transmisión en color. Vestida de gala, enjoyada y más bella que nunca, dejó en ese 1° de mayo de 1980 una frase memorable con una sonrisa que parecía escapar de su cuerpo: “¿Y cómo hago para dominar la emoción si estoy aquí para despedir a una vieja amiga?”.
Muchos creen que aquella ingrata experiencia con Las 24 horas de Malvinas selló el final de una etapa y el comienzo de otra muy distinta en la carrera profesional y en la vida de Pinky. Había quedado atrás ese tiempo de reinado indiscutible de la “señora televisión” y desde ese momento comenzaba otro, en el que la dedicación todavía plena al mundo que la vio triunfar alternó con largas etapas de voluntario alejamiento o refugio silencioso en su bello departamento con vista al Jardín Botánico o en su amada Punta del Este, donde encontraba reparo, espacio y tiempo para recuperar su precaria salud.
De esas pausas siempre lograba tomar envión y sacar fuerzas para el retorno siempre fulgurante, digno de una estrella. En los años 80 se manifestó a través de una exitosa seguidilla de programas nostálgicos, que en la mayoría de los casos contaban en la producción con el sólido respaldo de su viejo amigo García. Se sentía muy cómoda allí pasando revista con sus palabras, presentaciones elocuentes, testimonios bien elegidos y nutridas imágenes de archivo a los hechos más destacados del pasado reciente. Así pasaron sucesivamente La década del 60, La década del 70 y Parece que fue ayer. Todos estos ciclos tuvieron como figura central a una Pinky radiante, segura de sí misma, en su mejor condición y con su mejor expresión. Vivió a través de ellas su última gran etapa televisiva, durante la cual también hizo realidad durante algunas temporadas otro viejo sueño: conducir un noticiero.
La despedida definitiva con alto perfil de la TV fue con un fallido ciclo de charlas nocturnas (Pinky y la conversación, en 2001) que terminó llevándola definitivamente al ámbito político. En 1999 fue candidata a la intendencia de La Matanza por el radicalismo y el día del comicio se ilusionó con el cargo tras los primeros sondeos de boca de urna. Hasta llegó a proclamarse públicamente como la nueva jefa comunal. Se entusiasmaba frente a los móviles augurando el futuro venturoso para “mi Matanza”. Pero más tarde los números comenzaron a serle adversos y debió rápidamente dar marcha atrás. El episodio la dejó mal parada.
Encontró una primera compensación de la mano de su mentor político, Rodolfo Terragno, como secretaria de Promoción Social del gobierno porteño durante el mandato de Enrique Olivera. Con el tiempo comenzó a alejarse del radicalismo y acercarse a PRO, apoyada en su vieja amistad con la familia Macri. Así llegó a la Cámara de Diputados en 2007 dentro de la lista encabezada por Francisco de Narváez.
Desde entonces nunca perdió la oportunidad desde su banca de criticar a los Kirchner, mucho más después de los dichos de la entonces presidenta sobre La Matanza en la Universidad de Harvard, en septiembre de 2012. “A Cristina todo eso le salió del alma. Los Kirchner toda la vida han despreciado a mi partido. Lo han sostenido en la pobreza para comprar su voto después con regalitos y dinero. Cuando Cristina dijo que la fortuna incalculable que tiene la había ganado como abogada, me dio un ataque de risa”, confesó en aquel momento.
Su tiempo en la TV se había terminado y el de la política no le brindó la trascendencia de antaño. Dejó en silencio la vida pública y de a poco se fue recluyendo en su departamento para mitigar los efectos de su maltrecha salud, cuyo efecto más ingrato era la dificultad cada vez más frecuente que tenía para desplazarse. “Me tengo que movilizar con mucha cautela. Solo camino dentro de mi casa y con bastón”, le confesó a LA NACION en marzo de 2017. Como siempre sacaba fuerzas de su amor propio para enfrentar adversidades a las que ya estaba acostumbrada, pero esta vez con secuelas que se hacían cada vez más complicadas. La enfermedad pulmonar obstructiva crónica que adquirió por culpa de su adicción de muchos años al cigarrillo y una trombosis se sumaban ahora a su larguísima historia de padecimientos. “Tuve las siete plagas de Egipto”, dijo en aquella entrevista con un humor que siempre utilizaba como coraza frente a los infortunios.
En marzo de 2018 volvió a hablarse de Pinky cuando se supo que había tenido que dejar su amado departamento del Botánico y el cuidado de sus plantas para alojarse en una clínica geriátrica de Palermo. Las curiosas vueltas de la vida hicieron que se reencontrara allí después de muchos años con Jorge Fontana, que resultó ser otro huésped famoso del mismo establecimiento. La convenció su propia hermana Raquel. “Era una lástima que pasara la vida postrada. Así que me tuve que poner en el papel de la hermana fuerte. Ella decía que más adelante lo iba a pensar, pero por suerte la convencieron el dueño de la residencia y Cacho Fontana. Está más animada, charla y tiene reuniones con Cacho y la gente que los visita”, comentó. Los dos compartieron en noviembre de 2018 el último momento verdaderamente grato de la vida profesional de Pinky, con el homenaje compartido que recibieron en la fiesta de entrega de los premios Martín Fierro.
Durante ese tiempo final Pinky enfrentó dificultades económicas y un progresivo deterioro de su nivel de vida, paralelo al de su salud. También debió sobrellevar el doloroso trance de la muerte por cáncer de su hijo más grande. Pudo apoyarse momentáneamente en algunos paliativos para compensar ese dolor: la distinción Domingo Faustino Sarmiento que le entregó el Senado y la última oportunidad que le brindó la televisión, un programa de homenaje llamado Memorias desordenadas, emitido por la TV Pública a instancias de su sobrina Kari Araujo, una de las personas más cercanas a Pinky en el tramo final de su vida. Allí se la vio a veces dispersa, a veces ajena a todo lo que ocurría, lejos de la chispa que siempre la caracterizó. Y en otras ocasiones volvía a encenderse.
Con todo, el recuerdo final de la vida televisiva de Pinky no fue el más feliz: la pantalla más indiscreta se regodeó a finales de ese año con un video en la que se la veía en apariencia acomodándose en un sillón y dormitando en pleno programa. Para algunos era la muestra más contundente de una fragilidad física y mental irreversible. “Me duele verla así. Le hubiese recomendado que no hiciera el programa”, se lamentó Raúl Lavié frente al episodio. Del otro lado, Araujo lo justificó como una broma autorreferencial. “Malintencionadamente filtraron un chiste que mi tía quiso hacer recordando el programa en el que todas las noches se acostaba y daba las buenas noches”, respondió.
También quedó a la vista su cercanía con el cuestionado Rubén Mühlberger, el “doctor de las estrellas”. En mayo de 2020, Raquel Satragno reveló que Mühlberger se había aprovechado de la debilidad afectiva de Pinky “en un momento en que mi hermana necesitaba un incentivo, una esperanza”.
Fueron momentos muy difíciles. A Pinky se le hacía casi imposible caminar y esa situación también se convirtió en un calvario para sus familiares. “Te diría que la discapacidad no solo se comió los ahorros de ella sino los nuestros también. La familia quebró, esa es la realidad”, confesó Gastón, su otro hijo, quien estuvo hasta el final dedicado al cuidado de su madre.
Gastón también reveló que Pinky no tenía otro ingreso que una jubilación mínima y que siempre rechazó de plano cualquier ingreso derivado de su paso por el Congreso. “Le parecía incoherente porque había sido una de las que votó en contra de la jubilación de privilegio”. Dijo además que el kirchnerismo se ocupó de quitarle uno a uno sus últimos trabajos, entre ellos el programa que condujo en Radio 10, su momento final en la radio. Y habló de los sufrimientos y las decepciones de su tarea política. “Su paso por el Congreso fue bravo. Néstor Kirchner la maltrató, le faltó el respeto, hacía cantar a la Cámpora en las gradas”, recordó.
Después de su mandato como diputada, según Gastón, Pinky “se deprimió, no quiso hacer más nada. Incluso decidió dejar de caminar. Y a esa edad, si no te movés...” La política se había olvidado completamente de ella con la honrosa excepción de Terragno, que nunca dejó de visitarla en sus viajes a Buenos Aires cuando era embajador argentino ante la Unesco, en París.
No quedaba mucho más por hacer. Y en el lugar que la convirtió en estrella indiscutida, la más grande de su tiempo, solo quedaba un recuerdo cada vez más difuso de su presencia. Pero fueron tantos y tan exitosos los programas que la tuvieron como figura central que nunca desaparecerá del recuerdo del público. Eso ocurre muy contadas veces. Solo cuando aparece una figura capaz de decir, como Pinky, que hacer televisión “es como estar en casa”.
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