A los 83 años, alejado de los escenarios, el “Chango” vive solo en su casa y sala en Castelar; prefiere no explayarse sobre de su expareja Claudia Rucci, a quien conoció cuando ella tenía 18 años, y él, 42
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No hacen falta muchos kilómetros para tomar distancia. La arbolada y residencial Castelar queda a unos 30 kilómetros al oeste de la ciudad de Buenos Aires, en el partido de Morón. A unas quince cuadras de la estación de tren, sobre una avenida, el actor Víctor Hugo Vieyra levantó a fines del siglo pasado, una sala y escuela de teatro a la que llamó Roberto Durán, en honor al director y maestro de actores. En ese lugar vive desde entonces: primero, con su familia; hoy, totalmente solo. Intenta reflotar los arreglos, las clases y la programación de su espacio, con la ayuda de Carlos, un joven asistente que responde mensajes y es el enlace del artista con el mundo digital. No hacen falta muchos kilómetros para tomar distancia. Tampoco, y en ninguna época, hay distancias que impidan llegar a donde el deseo manda.
Todavía le dicen “Chango”, un término que él usaba mucho porque se le había pegado de unos familiares de Jujuy y quedó como marca personal para sus compañeros del Conservatorio Nacional de Arte Dramático, donde empezó a estudiar teatro a los 18 años, al llegar desde Córdoba.
“En realidad no vine una vez sino dos. Pero mirá, mirá, mira, ¿lo ves? ¡Cómo me gustan esos pajaritos, por favor!”. Un colibrí se detiene entre las plantas del boscoso fondo. En un costado hay un pequeño quincho que él construyó y –dice– le falta terminar. Además del colibrí, los mosquitos también festejan la visita de LA NACION. Pero a este flaco cordobés de 83 años y pelo blanquísimo, a quien no se le apagó ni la voz ni la sonrisa de un joven tímido, solo le preocupa cómo desmalezar olvidos y reanimar recuerdos de su trayectoria en teatro y TV, desde los años 60 hasta hace poco. Sus últimas actuaciones en un escenario fueron en 2018 y 2019, con El viento escribe, de Enrique Papatino y dirección de Enrique Dacal, en el Payró y el IFT, y con Borges, un rostro en el espejo, junto con sus grandes amigos Virginia Lago y Héctor Gióvine, en la sala Ana Frank. Su última aparición en TV fue en Mujeres de nadie, de Polka, en 2007.
–¿Cómo es eso que viniste dos veces a Buenos Aires a estudiar?
–La primera duró poco, por un accidente. En una clase, con Arturo Maly y Pino Solanas, entre otros compañeros, antes que llegara la docente nos pusimos a saltar y en esos revoleos de muchachones caí mal. Quedé en el piso sin poder levantarme. Tuve una hernia de disco y una sacralización de vértebra. Estaba paralítico en la pensión, casi sin un peso, y no quería avisarle a mi familia porque mi papá estaba en contra de lo que quería hacer. Finalmente –y no me acuerdo cómo se enteró– vino a buscarme mi tío, me cargó en el auto y me llevó a Córdoba. Me operaron de la columna. Estuve mucho tiempo en la cama y con un corset de yeso. Eso sí: me salvé de la colimba. Después de casi dos años, cuando me sentí bien, ya con veinte, volví a Buenos Aires y retomé los estudios, la pensión, a la vez que empezaba a trabajar en una escribanía. Vivía en un mundo lleno de efervescencia.
–En esos casi dos años, no dudaste.
–No. Teníamos un grupo de teatro en Córdoba, hacíamos cosas pero yo quería estudiar. Uno de mis compañeros, mayor que yo, me ofreció trabajo en una farmacia que tenía en un pueblo, cerca de Río Cuarto. Me quedaba solo ahí porque a él no le gustaba el campo y a mí sí. Nunca me pagó. Me fui y no volví a verlo nunca más.
–Estaba escrito que tenías que venir, ¿y tu padre?
–Y, no, no le gustaba que me fuera pero tuvo que aceptarlo. Mi mamá me apoyaba más. Con el tiempo, cuando me vieron por TV, se pusieron contentos.
No le faltó trabajo como actor. Antes de egresar del conservatorio, trabajó en el teatro San Martín en Don Gil de las calzas verdes, un camino en el teatro oficial que continuó con muchas otras obras como Savonarola, en el Teatro Nacional Cervantes, y Un enemigo del pueblo, el clásico de Ibsen con Ernesto Bianco y Héctor Alterio. En esta última puesta fue dirigido por Roberto Durán, en un pequeño papel, y fue donde comenzaría con él una relación muy inspiradora durante los años 70.
“No hablaba mucho sino lo justo. No era un simpático ni un seductor. Hablaba lo que tenía que hablar. Era tan rotundo lo que transmitía que estar con él era crecer. Cuando hacía una observación, yo sentía que no podía ser de otra manera. Me dio una profundidad en el trabajo que yo no tenía, era muy meticuloso, muy preciso en la forma en que tenías que encarar un personaje. Me enriqueció mucho, a mí y a todos los que trabajamos con él”, dice sobre el maestro con quien tomó clases y trabajó. A Durán lo llamarían para dirigir Tío Vania, de Chéjov, Virginia Lago, Héctor Gióvine, Onofre Lovero, Walter Santa Ana y Gastón Breyer cuando formaron la Compañía de Teatro Popular de la Ciudad. Hubo otras obras, casi siempre dirigidas por Lovero, como Sucede lo que pasa, de Griselda Gambaro; Canto general, de Pablo Neruda; Bertolt Brecht en cámara y, con el protagónico de Vieyra, Pigmalión, de Bernard Shaw. Y no solo formaron el grupo sino que tenían su propio teatro: “Lo construimos nosotros, no teníamos un mango. El lugar lo encontró Lovero, cerca de la esquina de Corrientes y Mario Bravo”.
–¿Por qué quisieron tener un teatro?
–Porque siempre se habla de tener un teatro. Porque si no, había que buscar sala todo el tiempo. Queríamos nuestro teatro. Tener tu teatro es como tener tu casa. Y lo hicimos. Duramos cuatro o cinco años. Pigmalión anduvo muy bien, tuvo mucho éxito, no sé qué decirte, yo era el protagonista. Empezamos a tener problemas con el momento político, todos los días nos mandaban policías, inspectores, era una tortura.
Mientras tanto, la televisión
Antes de aparecer en Rolando Rivas, taxista como “el Flaco”, Vieyra ya había hecho sus primeros pasos en la TV, cuando las ficciones competían y se empujaban unas a otras en los entonces cuatro canales de aire. En dos ocasiones, “lo invitaron” a no continuar por pedido de los galanes protagonistas: “Una fue en Nuestra galleguita (Canal 9, 1969), con Laura Bove. Yo interpretaba a un cadete de almacén que llevaba los pedidos a la casa donde ella trabajaba. Era un personaje simpático que no salía en todos los capítulos pero aparecía bastante seguido, y que termina enamorado de la Galleguita. A la gente le gustaba, el personaje creció y eso no le cayó bien al galán de la novela que era Norberto Suárez. Entonces el autor Abel Santa Cruz, de un modo muy amable, me dijo que tenía que sacarme porque la novela se estaba yendo para otro lado”. La otra ocasión fue en una comedia de Alberto Migré, Inconquistable Viviana Hortiguera, con Alberto Martín: “Teníamos un mercadito, mi personaje era muy entrador y también pidieron que me sacaran, supongo que porque robaba protagonismo. Migré era muy especial, tenía su séquito que le decía ‘le pertenezco’. Nunca me dijeron nada, pero a buen entendedor… Después hice un papel en Rolando Rivas pero por poco tiempo. Me tocaba un protagónico a la tarde de Canal 13, La selva es mujer, con Leonor Manso, de Delia González Márquez”, dice sobre la primera de muchas tiras en las que formó la pareja principal de la historia: Bianca, con Dora Baret; La sombra, con Silvia Montanari, Julián de madrugada, con Marta González.
–¿La pasabas bien en esos primeros tiempos?
–En aquellos años estaba en un momento de crecimiento, era mi trabajo. Tuve suerte, me fue bien y no odio a nadie, hay gente que me hizo daño pero ya está, sobreviví a eso. Siempre hice TV y teatro a la vez.
–¿Cuándo sentiste que eras famoso?
–Tuve mucha suerte. Recuerdo con mucha claridad algo que me pasó cuando era muy nuevito. Todavía trabajaba en la escribanía y tenía que hacer trámites. Por la calle, un hombre joven me dijo: “Qué buen actor que sos, te felicito”. Me quedó grabado, me impactó. Después, en general, siempre fui arisco, siempre buscaba la forma para no estar bombardeado. Cuando hacía La sombra, recuerdo que dejaba el auto en un garaje y la cuadra y media que caminaba hasta mi casa escuchaba los televisores con el programa. Me daba una especie de satisfacción y gracia a la vez, era fantástico.
–¿Cómo vivías el que te consideraran un galán?
–Y, lo vivís como te cuadre en el momento. Trabajaba mucho en esa época. Si aparecía alguna cholula, yo me hacía el tonto, qué iba a hacer. Tampoco le daba bola a las revistas de chimentos. Cuando empecé a salir con Claudia (Rucci) ahí sí hubo mucho quilombo.
En 1981, Vieyra y Claudia Rucci se conocieron en La sombra. Claudia tenía 18 años y Víctor Hugo, 42, estaba casado y tenía dos hijos chicos, Lautaro y Iara. “Sí, hubo mucho escándalo. Mi esposa no podía tolerar lo que pasó, fue una guerra durante mucho tiempo. Fue algo muy importante en mi vida, nos casamos y tuvimos dos hijos, María y Juan. Fue complicado. Visto a la distancia, no volvería a hacer algo así cuando hay hijos en el medio. Siempre viví con una particular libertad, a veces la pasé mal pero siempre hice lo que quise y en este caso, hice sufrir a otros. Tengo mi dosis de egoísmo. Hubo una dosis de inconsciencia, me metí en ese lío”, dice el actor, que estuvo en pareja hasta 2003 con la entonces actriz y después política. Vivían en Parque Leloir cuando se separaron: ella se quedó allí con los chicos y él se mudó a su teatro casa en Castelar.
–¿Te gustaba como actriz?
–Sí, tenía muchas condiciones. Después no trabajamos mucho juntos. Hicimos en Carlos Paz El último de los amantes ardientes, de Neil Simon, dirigidos por Villanueva Cosse. Estuvo muy bien, ganamos algún premio pero de público no anduvo.
–¿Aparte de la actuación, la política era parte de la relación?
–No. Cuando nos separamos empezó a hacer vida política. Antes no, si bien siempre era muy fuerte en la familia lo que había pasado con su padre (el sindicalista José Ignacio Rucci, asesinado por Montoneros en 1973). Cuando deja de hacer su trabajo de actriz y empieza a participar en política, comenzamos a separarnos, sin pelearnos. Cada uno ya tenía otra vida, otros objetivos, no nos dijimos nada. Se portó muy bien conmigo, puso dinero en este lugar. Esto lo construimos estando juntos, a fines de los 90. También yo tuve responsabilidad en esa separación.
–¿Por qué?
–En los 90, mi trabajo en la TV aflojó un poco porque me dediqué mucho a hacer teatro. A construir un teatro, antes que este. Era en Moreno y el doble que este. Mariano West era el intendente y me ofrecieron dirigir el teatro del municipio y –no tendría que haberlo hecho– acepté. Me dediqué a levantar un teatro digno, el actual, está ahí, es muy lindo.
–¿Por qué no tendrías que haber aceptado?
–En el mundo de la política hay muchos mentirosos, todo el tiempo están viendo de donde sacan una tajada y yo no, soy un trabajador, siempre lo fui y lo seré hasta que me muera. La pasé mal, me peleé con todo el mundo. Tendría que haberme agarrado a trompadas pero no lo hice porque no está en mi modo de ser. Mi papá sí se hubiera trompeado. Todo era en contra. Hay un mal instalado en nuestro país. En lugar de aportar, restan. Vivía, trabajaba como un obrero en ese teatro, me sacó muchísimo tiempo. A esa sala llevé a Alfredo Alcón: ahí actuó, a sala llena. Nadie me dijo gracias. Me echaron sin avisarme. Fui a cobrar y no tenía nada depositado. Tenía un asistente que la jugaba de amigo mío, comía en mi casa y me traicionó, contaba cosas. No lo vi nunca más.
–Pero aunque hacías menos cosas que antes, nunca dejaste de hacer televisión. Trabajaste en Pol–ka: fuiste el padre de Araceli González en Carola Casini. También en Culpables y en Mujeres de nadie.
–No me dieron ganas de seguir trabajando con (Adrián) Suar. Es un tipo que tiene un objetivo, quiere conseguir lo que busca pero no comparte, no trabaja en conjunto. Aparentemente es así pero no lo es… Bah, a lo mejor estoy equivocado.
–¿El director de cine Emilio Vieyra era pariente?
–No. Mejor perderlo que encontrarlo.
–Te dirigió en Comandos azules, que se hizo durante la dictadura.
–Sí, esa película me generó problemas. Fue un bodrio. No volví a verlo a ese director. Me arrepiento de haberla hecho. Hice poco cine y tampoco hice nada para hacer más. La flor de la mafia, de Hugo Moser, con Federico Luppi, fue otra. Tampoco me gustó.
–En tu teatro Roberto Durán, ¿hiciste lo que querías hacer?
–No todo. A veces pienso que me falta nafta. O que me sobran años. Los últimos tiempos estuve un poco achanchado pero ahora quiero retomar. Carlos (su asistente) me está ayudando. Dar clase es una tarea ímproba, hay que tener mucha claridad para transmitir. No conozco a nadie que pueda a la vez estar conectado con todo lo que pasa sobre el escenario, es difícil y más si son muchos. Lo que sí tengo a esta altura de mi vida es la sensibilidad para captar lo que me parece positivo y lo que no. Soy respetuoso del trabajo.
–¿Volviste a tener pareja después de Rucci?
–Sí. Pero no te voy a decir con quién. Ahora estoy solo y no me gusta, estoy viejo. A quien más veo es a mi hija Iara que me cuida, es mi ángel protector. Tengo dos nietos de mis hijos varones. Con mis hijos no hablo mucho de mi profesión. Es que hoy mi profesión pasa por sacar adelante este mamotreto (mira alrededor).
–¿Pediste alguna vez un subsidio para apoyar la sala?
–No.
–¿Y tus amigos? ¿Vas al teatro?
–Amigos son Virginia Lago y Héctor Gióvine, aunque estoy arisco para llamar y encontrarse. Me gusta ir al teatro pero no tengo ganas de que me vean y me pregunten. Soy así.
–Ganaste un premio Florencio Sánchez por Cita a ciegas, de Mario Diament, en 2005; un ACE en 2009 por Cuestión de principios, de Tito Cossa. Si tuvieras que elegir un momento de tu carrera, ¿qué recordás?
–Siempre trabajé con dedicación, a fondo, y creo que hice algunas cosas bien hechas y eso me da cierta tranquilidad. Me gustó mucho hacer Don Chicho, en el Cervantes, por ejemplo, lo disfruté mucho. Me di el gusto de hacer Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, en Lima, Perú. Cada vez que salía a saludar y al quedar solo frente al público, yo sentía que era un cordobés que había logrado eso, ¿sabés? No es tan fácil. Porque yo me sigo sintiendo un cordobés en Buenos Aires.
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