Viaje al interior del mítico baile de la Mona Jiménez
Una ronda gigante se arma en el medio del Monumental Sargento Cabral. Todos se toman de las manos. Como en un casamiento griego, el centro está vacío. En fila comienzan a ir para la izquierda. Frenan. Luego van para la derecha. Dos, tres, cinco, ocho parejas que bailan al ritmo del “tunga tunga” comienzan a meterse en el centro. Carlitos “La Mona” Jiménez alienta el ritmo de las palmas. Son las tres de la mañana y el lugar explota de cuarteto.
Esta escena se repite todos los fines de semana. Los viernes llegan a juntarse más de 5000 personas bajo el tinglado esquinero del club, en el barrio San Vicente región este de la ciudad de Córdoba. La forma que tienen de vincularse con su ídolo es religiosa, pagana y sexualizada. Muchos de los espectadores se dirigen a la barra del fondo y se persignan ante el escenario. Otros, quizás menos devotos, lanzan besos al aire y agradecen estar ahí una vez más. La Mona es récord por donde se lo mire. Con 66 años, lleva más de 50 arriba del escenario. Tiene 89 discos, más de 4 millones vendidos y 10.000 bailes. Miles de personas lo llevan tatuado en la piel. Otras, menos osadas, lo tienen en pósters en su pared. Llevó el ritmo del cuarteto a cuatro generaciones, con alcances más allá de las fronteras cordobesas.
La Catedral
Hace 15 años que toca todos los viernes en el Sargento Cabral. -“Esta es la Catedral del Cuarteto”, comenta uno del público, alargando las vocales como si fuera un sonido en extinción.
Los espectadores que están a centímetros del escenario son parte de un oleaje suave de gente que llega hasta las vallas –bailando, de a dos, de a tres o de cuatro- retrocede unos metros y vuelve a su posición inicial. El cuarteto es excluyente, no negocia y no le preocupa lo foráneo. El cuarteto es estrictamente cordobés. Ninguna música habló tanto de los cordobeses como el cuarteto. Son sus letras pobladas de humor casero, trasnochados, flacas alegres y desgracias de cariño. Canta con el corazón de su pueblo más necesitado. A la militancia de la intemperie.
Las chicas, con paciencia de equilibrista en su dominio con los tacos y el rubio obstinado de sus pelos morochos. Los chicos, bien afeitados todos con el mismo corte y mirada inhibitoria.
El público "cheto" está escondido. Algunos están al costado del escenario y otros al fondo, atrás de todo el público bien Jimenero.
Las personas que van al Sargento Cabral pagan $120 en la puerta para entrar a su baile. A Jiménez lo vienen a ver los viernes, sábados y domingos.
-“Venir a un baile, es no ir a ningún lado más. Nunca se llamó de otra manera”, dice Tamara, de 17 años. Es de Pozo del Molle y desde los 12 años que lo sigue a donde vaya.
El ritual, paso a paso
Termina la primera selección. Llega el intervalo. Las luces se prenden. Algunos van al baño. Otros se dirigen a la barra a hidratarse. Los "latin lovers" intercambian celulares.
Nadie saca foto. Nadie graba las canciones. Nadie se asombra de que, de vez en cuando, en medio de algún tema, el ídolo desaparezca del escenario y vuelva minutos más tarde. Después de cada corte, regresa al escenario con un vestuario diferente. Aunque siempre es brilloso y ajustado.
El ritual alcanza su punto máximo cuando Jiménez comienza a nombrar uno por uno los barrios de Córdoba. No hay banderas ni carteles con los nombres de cada uno. Al baile no se entra con nada de eso. Para nombrarlos, utiliza un lenguaje de señas creado por él. Es la marca registrada del rey. Lee con cierta dificultad lo que le va dictando el público: Girar los puños cerrados es Villa Allende; juntar ambos dedos índices y ambos pulgares, Alberdi; hacer binoculares refiere al barrio Bella Vista; el gesto de tocar una teta en el aire es General Bustos; marcar una zeta de zorro es barrio Zumarán. Además de las señas por cada barrio, también creó un abecedario para que puedan deletrear su nombre.
En pleno recital, La Mona se esfuerza para entender lo que dice algún grupo de chicas. Al rato se escucha: “Para la Carlita de barrio Yapeyú que está cumpliendo años”. Exaltación, gritos y saltos. Consiguieron lo que hace rato estaban esperando.
Colonia Lola, San Vicente, Barrio Jardín, Matienzo, Los Boulevares, Alta Córdoba, Residencial América, son algunos de los casi 400 barrios de la ciudad de Córdoba. Son 576 kilómetros cuadrados, casi el triple que la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
El listado de barrios no se detiene y La Mona, señas mediante, va cumpliendo con todo el catastro municipal. El músico conecta con su público de una manera hilarante e imposible de comparar. Lleva cinco décadas haciéndolo y ha logrado que esa forma se vuelva invencible. La comunicación fluye. La adrenalina puede percibirse. Todos quieren ser nombrados por el "Dios" de Sargento Cabral.
Juana del Seri es su pareja. Sin ella, no sería lo que es. Juntos tienen 3 hijos: Natalia, Lorena y Carlos. Viven en el barrio Cerro De la Rosas, una especie de Barrio Norte de la Capital Federal.
El fanatismo del público
Mariela tiene 18 años recién cumplidos, el pelo rubio, una remera corta blanca y un short de jean. Primero se desabrocha el corpiño con la ayuda de sus manos; después trata de sacarse una tira por una de las mangas; luego, la otra. Empieza a agitar la prenda cual bandera en recital de rock o partido de fútbol. “Lo va a agarrar este culiao”, dice. El corpiño vuela del público al escenario. Sin soltar el micrófono, Carlos “La Mona” Jiménez lo levanta. Lo besa y lo tira a su dueña.
Las personas que están en el público van para venerar a ese ídolo. Se sienten representados. Es uno de ellos y pudo llegar más lejos que nadie.
El segundo intervalo se adueña de los músicos. La Mona se guarda un rato en sus camarines antes de la próxima tanda. Todo sigue igual. En la barras, el fernet es desplazado por el vino en cajita. Por $150 te llevás una bolsa chica de hielo, un tetrabrik –blanco o tinto-, una jarra y una gaseosa de medio litro. Esta bebida a modo de autoservice se llama “Una vuelta”. Algunos lo cortan con Pritty limón. Éste es el famoso Prittiao, bien de la Docta. Otros, lo rebajan con Rafting, la Fanta cordobesa. En el segundo puesto, está el Frizzé azul. En la capital del Fernet, éste rankea en la tercera posición.
Los baños están sobrepoblados. Son limpios y amplios. Fueron remodelados en el año 2015. Las chicas aprovechan para retocarse el maquillaje y mojarse el pelo. El cordón policial que había en el ingreso desaparece. La Mona va a tardar un rato en salir.
Si no sos de Córdoba, no es fácil entender el fenómeno de la Mona Jiménez. Es hijo de un padre empleado de la EPEC –Empresa Provincial de Energía de Córdoba- y una madre ama de casa. Antes de la fama, era Juan Carlos Jiménez Rufino, pero desde los 16 años fue bautizado como “La Mona” Jiménez. Este apodo suplantó su nombre para siempre y está grabado en la leyenda popular de la Docta. Nació el 11 de enero de 1951. En cualquier momento podría ser feriado provincial para los cordobeses.
Jiménez empezó a fabricar su personaje cuando tenía 22 años. Explotó su talento individual y se unió al “Cuarteto de Oro”. Pasos de baile contagiosos y ritmos pegadizos. A La Mona no se lo sigue únicamente por su música. Los fieles siempre estuvieron acompañando en cada show que él daba. Con raíces peronistas pero jamás admitidas por el músico, se vinculó con todos los gobernadores cordobeses: desde Angeloz hasta De la Sota. Debe ser por este motivo que en sus primeros bailes sorteaba un taxi. Cualquiera que iba, salía con un trabajo. Tuvo que dejar de hacerlo por cuestiones de disposición y licencias municipales. Empezó a regalar aguinaldos. No era un recibo en blanco. Era un proporcional calculado de acuerdo a la base salarial del momento.
Otra vez, las luces se apagan y las palmas hacen vibrar el piso del Sargento Cabral. Ahí está de nuevo el líder carismático brindándose a su monada. Aunque ha perdido la frescura de sus movimientos, contornea su cuerpo, le guiña el ojo a las chicas y hace el pasito cordobés propio: aletea su mano en palma y contrapalma. La alegría es obligación en el cuarteto. Es un mandato.
Son las cinco de la mañana y nadie parece percibir el final. Todos siguen bailando como hace dos horas.
-“Es la última selección. Toca cuatro o cinco canciones más y se va”, comenta un monero de sangre cordobesa.
Termina la última canción. Se prenden las luces blancas. El final es seco y sin matices. Nadie pide otra. No se escucha a coro: “Una más y no jodemos más”. El cuartetero no se despide como una estrella de rock. No tarda años en volver. No tiene ceremonias de despedidas. El cuartetero no vuelve, porque nunca se va. Con las barras cerradas y la policía tratando de controlar el tránsito peatonal, el monero sigue moviéndose con la música que le queda resonando en su cabeza. Hasta el fin de semana que viene. Como cada viernes.
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