Una tradición oral que sigue brillando
El cuentista se destacó en la 25a. Fiesta Nacional del Chamamé
CORRIENTES.-Hace 25 años el chamamé estaba totalmente marginado en su propia provincia y ni hablar del resto del país, donde siempre estaba en una batea separada del folklore. Parece risa pero existía la categoría folklore y otra aparte para el chamamé. El mismo género con artistas como Tránsito Cocomarola, que llegaron a vender un millón de unidades con sus discos simples en la década del cuarenta, o acordeonistas como Ernesto Montiel, que pisaron el Teatro Colón, se transformó con el tiempo en una cultura periférica y marginada. Tuvo que correr mucha agua bajo el puente para que Corrientes se convirtiera en la capital mundial del género, como pasa en Buenos Aires con el tango, y que la Fiesta Nacional del Chamamé se transformara en el evento del calendario festivalero. ¿Qué tiene el chamamé que hasta los brasileños que consumen sólo su propia música hoy viajan cientos de kilómetros en combis y colectivos rentados por empresas de turismo que ofrecen el paquete chamamecero en Corrientes? ¿Qué cambió en el ánimo de los propios correntinos y qué está cambiando en el resto del país que empieza a mirar a este polo chamamecero con sorpresa?
El chamamé tiene un significado cultural que va más allá de la comprensión intelectual. Hay algo de ceremonial, de rezo para adentro y de celebración pagana para afuera. "El chamamé es un modo de ser, de sentir, vivir, compartir y de decir. Para los guaraníes lo más importante es su palabra", sostiene Julián Zini, el poeta y cura correntino, autor de himnos regionales como "Niña de Ñangapirí" y "Compadre que tiene el vino".
Un idioma regional
En la noche del miércoles, en el momento cumbre de la presentación del icónico Luis Landriscina, el modo de decir en esta región guaranítica parece atravesar transversalmente a todas las capas sociales. En ese idioma en común se entendían un cuentista, el más grande que dio la región; un cura, el más célebre en Corrientes por su condición de autor chamamecero, y el público, que compartía el mismo código.
Siete mil personas, en pleno mojón ciudadano de cemento, se sentían como en una plaza de pueblo. Bajo un cielo sin las amenazadoras nubes que crearon algunos inconvenientes en el transcurso normal del festival, un hombre con un poncho ladeado sobre el hombro relataba sus cuentos y provocaba un silencio casi religioso. En una tradición oral tan vieja como la de los hermanos Grimm y con esa picardía del stand up, Luis Landriscina sacaba sus relatos uno tras otro como si fuera un abuelo que tenía a todos sus nietos escuchándolo embelesados alrededor de un fuego. Landriscina es un tiempista, un campeón de los silencios, la tensión, el remate y la lentitud. El humorista se toma todo el tiempo del mundo para contar sus historias, como otro grande de las variedades, René Lavand. En Villa Ángela, donde se crió, los relojes son sólo para los viajantes de comercio o para los capataces.
Con el cura Julián Zini, conocido en la región por su agrupación Neike Chamigo, departen un diálogo de fábulas que de tan simples parecen surrealistas, acompañados de viñetas musicales de campo adentro, con ese llamado del acordeón que con sus estridentes agudos, como si fuera el silbato de un tren lejano, trae algarabía al pueblo.
Cuando Landriscina pasa su rutina, los relojes también se detienen en la fiesta del chamamé y lo que era hasta segundos antes ruido y algarabía se transforma en un efecto de hipnosis colectiva, donde no vuela una mosca. El silencio sólo se corta con la risa colectiva del final que generan los remates de la historia. Así como en Estados Unidos, donde los monologuistas son la usina de comediantes que después se replicarán en programas de televisión y cine, lo de Landriscina recuerda al artista trashumante de los circos. Su arte es de una sobriedad tan minimalista que termina sorprendiendo. Todos, incluso los jóvenes más escépticos que crecieron escuchando a los standuperos de este tiempo, caen rendidos a su humor de tradición oral con esas historias que podrían haberles contado sus abuelos.
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