"Una obra es de arte si sigue las formas de la naturaleza"
A boca de jarro: Leo Vinci
Siempre sorprende a sus alumnos cuando asegura, muy serio, que no hay ninguna diferencia entre un mosquito y un elefante, porque la naturaleza crea formas a partir de leyes lógicas y entonces poco importa que el producto sea una ballena azul, una mata de pasto o una galaxia, todas tienen la misma estructura. "Y el artista debe encontrarse con esas leyes para que lo suyo sea realmente una obra de arte. De lo contrario, podrá ser muy ingeniosa, pero no tendrá la fuerza de lo que está vivo", aclara el escultor Leo Vinci, sentado en medio de su taller de la calle Alvarado, en La Boca, mientras corrige las pruebas del libro El lenguaje de la escultura, donde desarrolla sus ideas acerca de la creación artística.
Fanático, además, de Astor Piazzolla y de Aníbal Troilo, miembro de la Academia del Tango y ciudadano ilustre de Buenos Aires, sostiene que siempre quiso ser artista y que dibujó desde muy chico. "Un día, cuando estaba en primer grado (iba a una escuela de La Paternal) y mi maestra, la señorita Capecce, nos mandó dibujar una viñeta que había en el libro de lectura Veo y leo. La recuerdo como si fuera hoy: era un chico sentado en la arena, con un traje de baño colorado y un balde. Al día siguiente, cuando le llevé el dibujo, la maestra me advirtió: Dije dibujar, no calcar. Quiero hablar con su padre."
-¿Qué le dijo?
-Yo era muy tímido y miedoso. Se lo conté a mi padre, pero lo extraño es que mi maestra, lejos de quejarse, le dijo: Su hijo tiene muchas condiciones para el dibujo, recuérdelo. Fue todo, pero a partir de ese día, sentí como si mi padre me probara todo el tiempo, para ver si realmente tenía condiciones.
-¿Pruebas?
-Un día, me dio un retrato del Dante y me pidió que lo dibujara. Tomé un papel de panadería y lo copié. Otra vez, compró una hoja de canson y la propuesta fue una fotografía del rey Víctor Manuel. Es que papá era italiano. Me alcanzó para hacer la cabeza y la parte de arriba de los hombros del monarca. Entonces, mi padre compró otra hoja, que pegamos debajo de la otra, y así pude seguir y Víctor Manuel quedó más largo. Finalmente, aprovechando la convalecencia de mi operación de amígdalas, dibujé un retrato de Carlos Gardel sacado de una escena de El día que me quieras. Convencidos, mis padres decidieron ayudarme para que fuese un artista, e hicieron algo que nunca voy a olvidar.
-¿Qué?
-La nuestra era una familia humilde y uno de los lujos de la casa era la recepción. Cuando se casaron mis padres, un tío rico (el único de la familia) les regaló un juego de living, con sillones importantes. Entonces, ellos dijeron que iban a retirar esos muebles para que yo tuviera mi taller. Así, desde los 8 años tuve un taller propio que, poco a poco, se transformó en una reunión de personajes curiosos.
-¿Por qué?
-Me compraban largos pliegos de papel, de dos y tres metros, que yo dibujaba arrodillado en el piso o encaramado en una escalera. Después los colgaba de las paredes. Eran próceres, héroes de historietas, actores y hasta presidentes. Un día mi padre me propuso dibujar un desfile que se llamaría La marcha de la libertad, con representantes de todo el pueblo capitaneados por la República. Como no tenía modelos, mi padre se disfrazó de obrero, empleado, guerrero de la Independencia y hasta de mujer embarazada con un batón de mi madre y una almohada atravesada sobre el vientre. Pero faltaba el personaje más complicado, la República. Entonces se disfrazó con una larga túnica y un gorro frigio que hasta hoy no sé dónde lo consiguió.
-¿Maestros que quiera recordar?
-Alfredo Bigatti, al que tuve de profesor en las escuelas Pueyrredón y La Cárcova. Había sido discípulo de Antoine Bourdelle y cuando regresó a la Argentina, el maestro le regaló una herramienta que el propio Bourdelle había diseñado, para hacer sus esculturas. Tenía 17 centímetros de largo, una punta terminaba en un óvalo y la otra en una cuchara puntiaguda. La guardaba como un tesoro e hizo hacer copias que repartió entre sus discípulos. Cuando terminé Bellas Artes lo seguí visitando en el taller que tenía con Raquel Forner, su esposa, en uno de los extremos de la plaza Dorrego, en San Telmo. El otro maestro que quiero recordar es Adolfo Ferrari, un pintor, que fundamentalmente me enseñó el amor a la vida y a la naturaleza. Aprendí mucho durante largas charlas en un café de la esquina de Bernardo de Irigoyen y Belgrano.
-¿Algún otro personaje?
-André Malraux, que visitó la Argentina en 1959, cuando era ministro de Cultura del gobierno de De Gaulle. Sabíamos que iría a la galería Bonino para ver las obras de Clorindo Testa y de pronto, sorpresivamente, apareció en Peuser, en nuestra exposición, la del Grupo del Sur, que formábamos con Carlos Cañás, Aníbal Carreño, Ezequiel Linares, Mario Loza y René Morón. Suspendió otros compromisos, se sentó en el piso y así hablamos un largo rato. Nos invitó a visitarlo cuando fuésemos a París.
-¿Lo visitaron?
-Al año siguiente, cuando los franceses residentes en Argelia amenazaban con invadir Francia y avanzar sobre París, enojados porque De Gaulle (al que habían llevado al poder) pensaba firmar la independencia de Argelia, intentamos visitarlo. Nos explicaron que eso era imposible, porque Malraux, un ex combatiente, hacía más de 24 horas que no dormía. Estábamos por retirarnos cuando nos hizo pasar para conversar otro largo rato con nosotros. ¡Gran tipo!
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