Una hermosa historia de amor entre seres solitarios
Las noches blancas / Dirección y dramaturgia: Ariel Gurevich / Intérpretes: Nelson Rueda, Esteban Masturini y Silvana Tomé / Banda sonora: Diego Vila / Coreografía: Mecha Fernández / Escenografía: Ana Sarudiansky / Diseño de luces: Leandra Rodríguez / Vestuario: Jam Monti / Productora: Maite Iparraguirre / Asistencia de dirección: Juan Abuaf Calero / Sala: El Cultural San Martín, Sarmiento 1551 / Funciones: jueves a domingo, a las 20.30 / Duración: 80 minutos / Nuestra opinión: muy buena
En una estructura muy similar al del texto fuente -la breve novela homónima del célebre Dostoievski de 1848-, un hombre solitario conoce a una persona por casualidad llorando en un estacionamiento. Lo invita a su departamento y volverá noche tras noche. Este amor no es entre un hombre y una mujer, es entre dos hombres. Juan, por su parte, espera a una mujer, Silvia, que jamás llega. Este triángulo diseñado por Ariel Gurevich le imprime espesor, abre posibilidades y ensancha al amor hasta todos sus límites (¿los tiene?) porque en definitiva se trata de personas que quieren amar y ser amados pero no pueden porque acaso no se conocen ellos mismos. A ellos dos se les suma Leónida (Silvana Tomé), la encargada del edificio, un personaje almodovariano y desopilante, enamorada a su vez del hombre solitario.
La historia está narrada desde el protagonista (interpretado brillantemente por Nelson Rueda), un hombre que no tiene nombre, misterioso del que sólo conoceremos su hogar: unos pocos muebles dispersos en un espacio inmenso. Es una página en blanco, una tabula rasa que espera ser llenada, con una historia, con el amor, con algo. "Voy a volver con una condición: no te enamores de mí" le dice Juan (que lo tiene a Esteban Masturini en un gran papel) y esta frase se convierte -al igual que en la novela original- en el nudo central de la pieza. ¿Qué más quieren estos dos seres abandonados que amar? Con ese requisito fatal deben lidiar hasta el final.
Su título alude a ese fenómeno atmosférico en el que las puestas de sol son tardías y los amaneceres más tempranos. Ese blanco, ese eterno día que no da lugar a la noche parece ser la atmósfera ideal para mostrar a este hombre, o a estos, en un mar de dudas, confusiones y búsquedas de sus propias identidades. Ya sin saber qué es real y qué soñado, el hombre sin nombre (¿acaso él lo sabrá o es esa otra de sus búsquedas? ¿Existiría ese hombre o en él están aglutinados todos los amores posibles?) deambula por este laberinto que lo puede llevar (con suerte) a descubrirse.
Ariel Gurevich le imprime su estilo, saca a la obra de su realismo consumado y le otorga un soplo de aire fresco, renovado. Suma canciones, coreografías, objetos, materiales audiovisuales. Un pastiche posmoderno bien delicado y sensible. Su sello kitsch baña la pieza y la trae al presente o a otro mundo posible y deja claro que los clásicos son de todos los tiempos y mucho más aún cuando se los bucea y trabaja tanto. Los tres actores le suman su cuerpo entero, su voz, su baile y sus emociones a flor de piel.
Aunque por momentos la danza resulta festiva, el fondo es absolutamente nostálgico, y esa es una de sus potencias porque con el correr de los minutos lo que va quedando al desnudo es la profunda soledad en la que viven los personajes y que el amor, al encontrarlo, resulta la única vía de autoconocimiento. Aunque no sean correspondidos -cada uno ama a quien no lo ama- en el fondo, al toparse con el amor se encuentran un poco más a ellos mismos que andan perdidos por ahí, como almas en pena.
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