Una foto que no muere
Es la más doliente del fotoperiodismo del siglo XX. Y todavía. Foto carnet de la mitad de la humanidad . De la mitad frágil de la brecha. La impedida de cerrar. Alcanzar la soga. Dejar la lona. Murió la niña. Murió el buitre. Murió el fotógrafo. Quedamos vivos la foto y nosotros. Mirándonos. Sin que nada cambie. Es verosímil suponer que haya una prefoto igual (o peor) en este instante en algún descampado africano. Aunque no un fotógrafo próximo. Lo hubo el 15 de marzo de 1993 en Ruanda. Kevin Carter gatillaba testimonios de la hambruna cuando su ojo vio este cuadro. Foto que le cambió la vida. Recibió el premio Pulitzer. La fama mundial. Pero no soportó la carga de tamaña cita. A los dos meses se mató.
"Es la foto más importante de mi carrera, pero no estoy orgulloso de ella. La odio", dijo Carter al recibir el Pulitzer 1994. Y completó con una frase que acentuó una polémica mundial: "Todavía estoy arrepentido de no haber ayudado a la niña". La suya es otra historia. Para otra foto . Biografía de drama. Suicidio fallido (con veneno para ratas) a los 18. Ileso, pero herido tras una bomba que segó 19 vidas, menos la suya, a los 23. Dedicación total a la causa de Mandela en los peores años del apartheid jugándose con otros tres fotografos blancos (El Club Bang Bang) para mostrar la salvajada blanca contra la protesta negra. Por sus fotos fue arrestado y malherido. Carter fue el primero en obtener la imagen de un encollorado , que así ejecutaba la policía a negros rebeldes: llanta de automóvil empapada en nafta rodeando la cabeza y fósforo final. Su testimonio reforzó la condena mundial al apartheid. Poco después, el destino le programa otra foto. En El Triángulo de la Hambruna : Sudán. Su final: dos meses después, se encapsuló en su camioneta roja junto al río en el que pescaba de niño, puso a full los auriculares del walkman, conectó la manguera del tubo de escape a la cabina sellada y se durmió en monóxido de carbono. Y se voló. Tenía 34 años.
Es foto que vale por un millón de palabras. ¿Cómo contársela a un ciego? Probemos. En ruinoso paisaje de grises, una niña de 3 años, piel y hueso, en cuclillas, doblada sobre piernitas de alambre, caída su cabeza, yace en colapso. A tres metros, un buitre espera el instante de abordarla como un alimento más de la cadena. La chica está a espaldas del ojo negro del buitre. El animal la mira fijo. Con inocencia biológica que despierta la ilusión de alguna piedad oscura que no podrá cumplir. Esta toma, o tantas que ya mostró el flamante 2007, lo son de la humanidad en primerísimo plano. Y si bien no se nos distingue a simple vista, somos sus contemporáneos. Esto es, estamos en su interior. Aun a miles de kilómetros, disueltos en sales de plata o pixeles, aun invisibles, esta historia nos pertenece. De huirle, nos saldríamos de la identidad. Quedaríamos del lado del buitre. Pero sin su inocencia.
Pocos datos. Mil preguntas. Su colega Joao Silva escribió: "Vimos fotos por todas partes y nos separamos. Al rato Kevin me contó que había sacado fotos a una nena arrodillada, que descendió un buitre y se posó detrás. Que disparó varias veces y después lo espantó". Y agregó que "al ir al lugar, el buitre ya no estaba. La niña, sí. No la ayudamos a llegar al comedor que estaba a cien metros" (Sic del libro The Bang Bang Club ).
La polémica permanece. Como la foto y la suspensión de juicio que provoca. La escena no es fatal. Tiene causa y efecto. Los que quieren no pueden y los que pueden no quieren. Aun no siendo responsables todos somos culpables. Nos queda el verbo reflexionar. Hambrunas de Sudán, degollinas de Ruanda, violaciones del Gran Buenos Aires, suceden en igual tiempo y lugar: en nosotros. Kevin Carter cumplió con la mitad del trabajo. Queda nuestra mitad. Y que algún dios explique todo esto . No por otra cosa el inmenso Kurt Vonnegut se pasó la vida gritándoles que: "La vida no es forma de tratar a un animal".
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