Una fiesta de la creatividad
Dino saluzzi ensamble en el centro cultural Konex /Músicos: Félix Saluzzi (saxo y clarinete); José María Saluzzi (guitarras); Matías Saluzzi (bajo eléctrico) y Jorge Savelón (percusión).Nuestra opinión: excelente
Viene de conquistar el máximo galardón otorgado por un jurado integrado por 20 comunicadores y músicos: el Konex de Brillante. Desde hace tiempo, Dino Saluzzi merecía este premio por su admirable talento como creador e intérprete; por la originalidad de su inventiva y por su ejemplar trayectoria ética. Tres virtudes que le permiten escapar de todo convencional encasillamiento artístico o estético.
La música que crea y cultiva Saluzzi es un arco iris en el que refulgen, entre magistrales coloridos y texturas, el folklore, el tango, el jazz y las diversas corrientes de la música clásica. Son momentos de sortilegio que anuncian sorpresas para oídos no cultivados, porque llegan envueltos en raptos de la más excelsa música de nuestro tiempo. Saluzzi lo resume, al hablarle despacito a un auditorio atento y atrapado, y al definir estos prodigios simplemente como "música de cámara", que empezó siendo la clásica, ejecutada por reducidos conjuntos en las salas de los palacios.
Jamás podría Dino Saluzzi figurar en ninguna lista entre los exitosos vendedores de discos. Sería un desatino juzgar su trayectoria por la cantidad. Lo valioso en el arte es la calidad, y más, la excelencia.
Todo es silencio en este anochecer en que el Dino Saluzzi Ensamble se presenta a modo de rúbrica en el reconocimiento del propio Centro Cultural Konex, que le otorgó su máximo galardón, para ofrecer unas pocas obras de su último disco, El valle de la infancia, junto a su ensamble, con los que desde 1991 viene realizando grabaciones y giras internacionales.
Ninguna composición se anuncia en el programa de mano, y Dino apenas esboza lo que tocará, dejándonos un mensaje que reivindica la música interior y auténtica, la música hecha con amor, en serio. Quizá sea mejor dejarse llevar por estas introspecciones o estos oleajes de un quinteto familiar, presidido por el bandoneón, e integrado otra vez por miembros de su familia.
Hay un paisaje sonoro que empiezan pintando los arpegios de la guitarra, cuyas notas se van asentando sobre atmósferas armónicas que sugieren lejanías de puna, y que, al crecer, resuenan como un augusto himno ancestral y cósmico. Música circular, enigmática, alucinante, sugerente, entre sutilezas exquisitas y escasos estallidos de ritmo, ya hundidos en el folklore más profundo, ya desenvueltos entre la música ciudadana, la rioplatense y el carácter improvisador del jazz.
Bastan levísimos trazos del saxo o del clarinete, a modo de diálogo con el bandoneón, para crear suspensos o soltar insospechadas amarras. Bastan ligeras líneas melódicas de la guitarra para que el fuelle emprenda nuevos vuelos hacia las altas cumbres de su sangre salteña. Ni el bajo ni la percusión cobran protagonismo. Todo está integrado a cadencias de música andina, de alguna conocida zamba, de alusiones prodigiosas a modo de refinadísima chacarera, o a un conjetural sincretismo: una suerte de baión con candombe. Aquí la minuciosa sincronización se da la mano con la más inopinada improvisación. Y al final es una nueva fiesta de la creatividad de un genio.
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