Una exquisita tramoya escénica
Cactus orquídea / Dramaturgia y dirección: Cecilia Meijide / Intérpretes: Nacho Ciatti, María Estanciero, Ignacio Bozzolo, Gastón Filgueira, Laila Duschatzky / Escenografía: Javier Drolas y Soledad Ruiz Calderón / Diseño de objetos: Mariana Meijide / Música: Guillermina Etkin / Vestuario: Natalia González y Guillermo Alderete / Iluminación: Santiago Badillo / Sala: Anfitrión, Venezuela 3340 / Funciones: Sábados, a las 21.30 / Nuestra opinión: excelente.
Hágase el favor de observar, aunque más no sea un rato, esos tablones de madera sobre los que se mueven los actores de Cactus orquídea como si estos, en vez de aquellos, fuesen los protagonistas del relato: pocas veces una escenografía dialoga de manera tan precisa con la obra para la cual fue creada. Se levantan, se pliegan y con una simpleza pasmosa inventan un espacio (la mesa de un bar, la sala de un museo, el mostrador de una ferretería), para volver a su posición de inicio cada vez que finaliza una escena y reinventarse, inmediatamente después, en otra cosa.
Como sucede con este genial dispositivo escénico creado por Javier Drolas y Soledad Ruiz Calderón, la historia que propone el Ensamble orgánico y que esta vez dirige Cecilia Meijide puede leerse como una sola narración que se divide en otras tantas o a la inversa: como muchos relatos que finalmente confluyen en uno solo.
Ahora sí, preste atención a los acontecimientos; hay muchos modos posibles de comenzar a contarlos. Una manera posible sería: Isaías (Nacho Ciatti), un escritor en plena crisis creativa, conoce a Imelda (Laila Duschatzky), una chica que trae a su vida una gran historia para una novela. La historia en cuestión es la de Boris (Nacho Bozzolo), un ferretero desahuciado por la pérdida de su mujer que planta una flor con el poder de hacer volver a las personas que se fueron. Para entender cómo llegan esas semillas mágicas a manos de Boris, la obra nos lleva de paseo por la vida de Denzel (Gastón Filgueira), un oficinista gris que se evade de su realidad cada vez que puede; la de Esmeralda (María Estanciero), moza del bar que frecuenta Denzel; la del Peque, el ayudante sabelotodo de Boris, y la de la propia Imelda, asistente de sala en el Museo Nacional de Bellas Artes y guía turística por amor a la ciudad y a las relaciones sexuales con extranjeros. Y todo ese devenir con Buenos Aires como escenario ineludible, siempre presente: Cactus orquídea es, tal vez sin haberlo buscado de manera explícita, una historia de amor a los porteños.
Aunque el término que surge de manera instintiva para definir la pieza es "coral", lo honesto sería encontrarle a ese adjetivo un superlativo que describiera con justicia a eso que pasa en escena. Porque la obra lleva el concepto de coro a fondo: no sólo desde lo dramatúrgico (ya se dijo que las historias se van contando de manera encadenada hasta entrecruzarse con las demás en algún lugar del relato) sino que, en términos de puesta, se refuerza la idea de construcción colectiva con actores que alternan dos o tres personajes con una ductilidad asombrosa en cada función y hasta se visten de negro para oficiar de extras o de tramoyistas.
Tramoyistas que, por otro lado, trabajan a partir de la exposición (y la sobreexposición) de todos los artificios teatrales en el escenario. En su primera vez como directora, Meijide optó por no ocultar ninguno de los recursos que construyen el universo de su obra: los intérpretes piden a los demás la música que necesitan para acompañar su escena, hacen explícita su condición de actores de más de un personaje y se dejan ver mientras desplazan los objetos que componen la puesta. No es sólo un gesto retórico, es un gesto de sinceridad que le sienta muy bien a una ficción exquisita, de esas que aparecen en cartelera cada tanto. No deje de verla.
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