Un viaje a la Luna con Bobby Fischer
Está inclinado sobre el tablero, abstraído y a solas consigo, ausente de este mundo, envuelto en un silencio hondo como el que rodea la plegaria de los cardenales, el mentón filoso apoyado sobre una mano y la cabeza llevada hacia adelante por el peso de los hombros, un artista exquisito animado por la precisión del matemático y la astucia del mariscal de campo, un estratega implacable movido por el ansia viscosa y perversa de un asesino serial que disfruta de hundir su navaja en el corazón exangüe de su adversario hasta verlo desangrarse.
Durante sesenta y seis días, Bobby Fischer ha mantenido en vilo al planeta. Es mucho más que el mejor ajedrecista de todos los tiempos, cuyos fulgores sobre el tablero ensombrecieron los mitos de Alekhine y Capablanca. En medio de las tensiones de la Guerra Fría, es la pieza elegida por los Estados Unidos para terminar con una hegemonía soviética que viene desde los días de la Segunda Guerra Mundial. Es el match del siglo, que incluye gestiones de los cuerpos diplomáticos y maniobras de los servicios de inteligencia a uno y otro lado de la Cortina de Hierro, y merece la intervención de presidentes y secretarios de Estado, como Richard Nixon y Henry Kissinger.
Arthur Koestler, quien había sido primero cronista de la Guerra Civil española y luego prisionero de los nazis en el campo de Vernet d'Aniège, sintetizó en una línea la ferocidad de esa lucha a matar o morir: "Qué fortuna volver a ser corresponsal de guerra", escribió.
La partida encendió mi imaginación infantil como los grandes enigmas de Arthur Conan Doyle, o como antes lo habían hecho los tres hombres que llegaron a la Luna, un mediodía de julio de 1969, cuatro días después de abandonar Cabo Kennedy en medio de estruendos demenciales y nubes de polvo y humo inverosímiles, pasajeros livianos e ingrávidos en el interior estrecho de la Apolo XI que ahora ven la Tierra azulada por las ventanas de la nave, inmóviles detrás de sus trajes y escafandras, solos en la noche del universo.
Los tres astronautas y Bobby Fischer eran los héroes de mi infancia, como también lo eran Ardan y Barbicane, los arrojados tripulantes que van a la Luna en una colosal bala de cañón en algunos de los viajes extraordinarios soñados un siglo antes por Julio Verne.
En la bahía humeante de Reikiavik, la ciudad islandesa con nombre de saga nórdica y noches blancas que enceguecen al forastero, Bobby Fischer se consagra como uno de los campeones más jóvenes de la historia. Es el primer día de septiembre de 1972, y las radios y la televisión en blanco y negro traen la noticia del triunfo de Occidente. Bobby Fischer tiene 29 años, un coeficiente intelectual infrecuente y sus extravagancias encantan al mundo.
El recuerdo viene desde el fondo de la memoria cuando el prodigio argentino Alan Pichot triunfa de modo excepcional en Durban durante el campeonato del mundo reservado a menores de dieciséis años. Yo era también un adolescente cuando jugaba al ajedrez en una casa vecina a la de mis abuelos, durante tardes tan largas como las sombras que proyectaban los árboles en el lento atardecer de Buenos Aires. Era una casa en penumbras, sin más bullicio que el que traían la voz tintineante y la risa fresca de la mujer que me recibía después de la siesta con un puñado de caramelos. Vivía sola con su hijo, un muchacho de espaldas anchas y hombros muy firmes cuyo torso se perdía hacia abajo en dos piernas delgadísimas que flotaban en la anchura del pantalón invariablemente gris, en una silla de ruedas.
Se llamaba Benigno y jugábamos al ajedrez. Cada tanto se reía sonoramente y sin motivo aparente, pero no tardaba en sumirse en extensos períodos de silencio, taciturno y ensimismado en la silla de ruedas cromada, mientras estudiaba sobre el tablero sus próximos movimientos. En el otro extremo del mundo, recogido en sus cavilaciones, Bobby Fischer jugaba partidas extenuantes sentado en una silla de cuero, acondicionada de acuerdo con sus instrucciones y exigencias.
Con asombro en los ojos, seguí esas vicisitudes como se sigue una gran intriga internacional e intentando desentrañar en el tablero los misterios del juego alucinado de Bobby Fischer, cuyo despliegue de piezas se me antojaba parecido al de los ejércitos en una novela medieval. Todo provocaba en mí un sentimiento de exaltación como el que habían producido el viaje a la Luna y las historias fabulosas de Julio Verne.
Así sucedía, y así seguirá sucediendo siempre durante la infancia, porque en el fondo esas aventuras de maravilla, como los libros, suelen ser la madriguera en la que se cobija un niño solo de las hostilidades del mundo.
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