Un otoño poético con bellas imágenes
Las horas fuera de los márgenes / Basado en: un cuento de Bruno Schultz / Dirección y adaptación: Javier Margulis / Intérprete: Fidel Vitale / Vestuario: Liliana Piekar / Escenografía: Javier Margulis y Oscar Trussi / Iluminación: Marco Pastorino / Sala: Patio de Actores, Lerma 568 / Funciones: sábados a las 21.30 / Duración: 45 minutos / Nuestra opinión: Buena.
El otoño suele usarse a menudo como metáfora del advenimiento de la vejez. Ese sentido es el que le concede también el artista plástico y escritor Bruno Schultz (1892-1942), uno de los grandes estilistas del idioma polaco, asesinado por los nazis poco antes del fin de la ocupación de su país. Como un tiempo lleno de fantasmagorías, define al otoño, una estación llena de espejismos y engaños atmosféricos, atacada por una moribunda belleza. O un teatro ambulante que, como una cebolla, renueva a diario su decorado mientras descama hebra a hebra la superficie de su piel. Muchos de sus imaginativos cuentos, dedicados en parte a describir el perfil de su padre -aunque de un modo que contrasta con la forma en que lo hizo Franz Kafka, que fue su contemporáneo- abundan en imágenes y detalles hermosísimas sobre ese período del calendario.
Javier Margulis, el creador de espectáculos tan recordados como Ritual de comediantes, El instante de oro o Experimento Damanthal, y, más recientemente, por la dirección de La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman, adaptó para la escena uno de los cuentos de Schultz, El jubilado, que rebautizó como Las horas de los márgenes. Siempre es difícil el traslado de la narrativa al teatro y en el caso de Schultz todavía más arduo por la complejidad de sus atmósferas que están siempre sobre el borde de lo fantástico, lo absurdo y lo perverso. Margulis logra, sin embargo, cumplir bien la tarea de transcribir el texto a las tablas. Y lo hace en un lenguaje poético que le permite dibujar los aspectos más entrañablemente humanos del personaje, aunque a veces el ritmo -por la necesidad de que el espectador se detenga sobre los detalles del relato y los aspectos visuales de la puesta- se vuelve demasiado lento, sin rupturas que compensen el exceso de homogeneidad narrativa.
El personaje de la historia es un hombre de edad, algo candoroso y ya jubilado, que extraña la etapa en que concurría a la oficina a trabajar como consejero y era objeto de un trato sin solemnidades y, a veces, hasta no carente de bromas con su persona. Pero a él no lo molestaba, porque su filosofía era la de alguien que no consideraba la vejez como un momento de la vida que merezca una consideración especial. Él quería un trato igual al de las otras personas, sin importar la edad. Y eso lo consigue cuando se inscribe de nuevo en la escuela primaria -con el aval del director de ella, con quien comparte la importancia de la gramática y las matemáticas- y es tratado por los niños como un semejante, incluida la cuota de crueldad que eso implica, tal vez, sospecha él, porque el achicamiento de su cuerpo y la flojedad de su blanco rostro le han devuelto el aspecto de la infancia perdida.
Todo concluye cuando un día, desde una hendidura del horizonte un viento arremolinado se va acercando a la escuela y termina llevándoselo por los aires, tal vez hacia los espacios amarillos, inexplorados y tenuemente declinantes del otoño, esos que son la obsesión de Schultz, un autor que merece ser conocido por los jóvenes y por aquellos que no lo han leído. El dispositivo escenográfico muestra un ambiente pobre (una cama, una escupidera, una cocina para calentar la comida, un perchero, algunos cuadros, etc.) donde vive este jubilado, que para ahorrar espacio tiene también objetos que cuelgan y que él baja mediante sogas cuando los necesita. Cada rincón está adecuadamente iluminado para apreciar los detalles. La interpretación del joven Fidel Vitale es tierna y logra despertar interés, si bien en algunos pasajes peca de monótona.