Un gran alegato sobre la verdad y la justicia
La muerte y la doncella / Autor: Ariel Dorfman / Dirección: Javier Margulis / Intérpretes: Marcela Ferradás, Carlos Santamaría y Horacio Peña / Vestuario y escenografía: Daniel Taiana / Iluminación: Marco Pastorino / Música: Adrián Odriozola / Funciones: de jueves a domingos / Sala: Teatro Nacional Cervantes / Duración: 90 minutos / Nuestra opinión: muy buena.
Soy amigo de Platón, pero lo soy más de la verdad", decía Aristóteles, quien consideraba además a la justicia una base insoslayable de la convivencia en sociedad. Esos dos conceptos, verdad y justicia, revalorizados en una perspectiva más contemporánea, aunque no menos relevante que la que proponía el Estagirita, fueron claves en varios países en la lucha por los derechos humanos. Y en la Argentina, en particular, junto a la necesidad de ejercer la memoria de lo ocurrido, señalaron los objetivos de distintas entidades que desde el comienzo del ciclo democrático pidieron que se enjuiciara a quienes eran responsables de los múltiples crímenes de la última dictadura.
En Chile, ese proceso fue más lento e incompleto. Al estrenarse la obra de Ariel Dorfman, en 1991, esa nación iniciaba una tenue transición a la democracia y la recién creada Comisión Rettig permitía investigar las atrocidades perpetradas por el régimen de Augusto Pinochet siempre que hubieran terminado en muerte o presunción de ella, pero sin identificar a los culpables ni juzgarlos. De hecho, víctimas y victimarios seguían viviendo en un mismo espacio, entrecruzándose en la vida diaria, sin que la justicia, atada de pies y manos, pudiera actuar contra los que habían cometido verdaderos delitos.
Dorfman pretendía, precisamente, hacer reflexionar a los espectadores de la comunidad trasandina sobre la dificultad de reconstituir el tejido espiritual de la nación y de coexistir sin problemas en ese nuevo contexto social y legal apoyado en el silencio del pasado, en el ocultamiento bajo la alfombra de los vestigios aún candentes de la tragedia previa. Y lo hacía a través de un texto que, escrito con mucha destreza e inteligencia, mostraba el estremecedor conflicto de una mujer que, accidentalmente, recibía la visita en su casa -traído por el marido que no sabía quién era del hombre que durante su secuestro en otros años la había torturado.
La peripecia dramática ponía al espectador frente a todas las preguntas posibles que podía generar una situación así: ¿es aceptable la venganza privada cuando la justicia no funciona? ¿Se puede perdonar a quien no se arrepiente? ¿Podemos mantener vivo el pasado sin volvernos su prisionero? ¿Es legítimo sepultar la verdad para arriesgar su reiteración futura? Y tantas otras que se suscitan en un caso así. La obra se estrenó en Chile y fue recibida fríamente en 1991, pero triunfó en todo el mundo después y obtuvo buena recepción en el regreso a su país. Incluso Roman Polanski hizo con ella una película en 1994. A su vez, ese mismo año se realizó también una versión de la pieza en Buenos Aires, dirigida por Lizardo Laphitz.
La historia tiene plena vigencia a pesar del cuarto de siglo transcurrido desde su estreno, porque lo que cuenta no pasó sólo en Chile o la Argentina, sino que sigue sucediendo en cualquier país donde se violen los derechos de la condición humana. Es bueno recordarlo. De ahí la pertinencia de esta nueva puesta dirigida por Javier Margulis, que, como plus, ofrece una factura excelente en todos sus planos. Una sugestiva y bella escenografía, iluminación de tonos más bien sombríos en sintonía con el relato y una música de atmósfera electrizante de Adrián Odriozola, sin olvidar además que también pesa, y mucho, la presencia de la partitura de La muerte y la doncella, de Schubert.
Las actuaciones son otro rubro muy destacable. Marcela Ferradás logra uno de los grandes trabajos de su carrera, con una Paulina Salas realmente conmovedora y rica en detalles psicológicos. Horacio Peña, como el médico torturador, aporta más que su invariable solvencia: compone un personaje en toda la línea, pleno de contrastes. Y Carlos Santamaría, como el marido, está muy convincente. Un espectáculo sobre la verdad, exuberante en verdad.
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