Un futurismo consistente que logra inquietar
LOS PIONEROS. Libro y dirección: Joaquín Bonet / Intérpretes: Pablo Seijo, Lucrecia Oviedo, Fernando Ritucci, Julián Calviño, Soledad Cagnoni, Belén Parrilla, Natalia Salmoral, Andrés Ciavaglia, Gala Núñez / Música: Papamusic / Vestuario: Sol Montalvo / Escenografía: Luciana Quartaruolo / Iluminación: Fernando Berreta / Sala: Galpón de Guevara, Guevara 326 / Funciones: viernes, a las 21 / Duración: 75 minutos.
Nuestra opinión: Muy buena
¿El futuro llegó antes de lo previsto? Ya tenemos realidad virtual y realidad aumentada; implantes cibernéticos; drones perseguidores que toman fotos; casas con pisos bajo el agua desde cuyas ventanas se pueden ver jardines de coral en Dubai; teletransportación virtual por medio de hologramas? Las visiones de una humanidad distópica generada por avances científicos y tecnológicos de tantos autores de sci-fi, parecen cada vez más cercanas en la realidad de 2016. De hecho, desde fines del siglo XX existe una corriente internacional de pensamiento, el transhumanismo, que -con variados enfoques- apoya el empleo de innovaciones para mejorar las capacidades intelectuales y físicas humanas: una suerte de declinación del new age que ve en la tecnología la respuesta a todos los males. Un nuevo paradigma para pensar el porvenir que, como fin último, aspira a conquistar ese santo grial que ha viene desvelando desde la noche de los tiempos a tantos aprendices de brujo: la inmortalidad de los terrícolas.
Vaya ese apretado introito para situar Los pioneros, obra que se distingue en la cartelera por aventurarse en los senderos de un género tan cultivado por el cine y las series, como casi inexplorado por el teatro: la ciencia ficción que remite a un futuro posible a partir del avance de recursos tecno contemporáneos, y que plantea cuestiones relativas a los límites de su manipulación. Lo remarcable de este espectáculo es que, proyectando datos de la actualidad, ofrece una historia de anticipación que denota un respeto por los códigos que se advierte a partir del texto, capaz de despertar referencias en cualquier espectador que haya visto o leído muestras de sci-fi. Por otra parte, sorprenden el sofisticado despliegue de la escenografía que instala la circularidad de una espiral subacuática; el estilizado vestuario en tonos neutros que van del marfil al marrón, y las cambiantes y sugerentes luces en colores fríos que refieren al mar y a la ausencia de luz solar.
Desde el arranque y cada tanto, se oye un crujido que anuncia el naufragio de esa morada y, a la vez, de esa pequeña sociedad, utópicamente fundada sobre la comprensión, la tolerancia y el amor como imperativos. Pero negando el pasado remoto -el que se dejó arriba, en la superficie- y los recuerdos recientes que puedan intranquilizar o angustiar. En este hábitat se medita, nadie hace interpretaciones ni se retruca ninguna idea: sin subrayados, aflora una sátira a ciertas tendencias de la autoayuda.
La fragilidad del grupo que apostó a la paz y la armonía lejos de la violencia terrestre, se trasluce en hechos de la intimidad: rechazos, traiciones, desviaciones. Hasta que estalla con la llegada de un infiltrado que transgrede brutalmente todo canon, quebrantando principios considerados inmutables aún dentro de dos siglos, en la tierra y en el mar. Un atrevido desafío que Joaquín Bonet lleva hasta las últimas consecuencias. Cuenta para ello, sobre todo, con la conmovedora actuación de Belén Parrilla, una actriz poética de mucho arrojo que brinda una memorable "aria", bellamente concebida desde la dirección. Dentro de un elenco bien afinado, descuellan Pablo Seijo desdoblándose en dos roles disímiles; Natalia Salmoral como la recién llegada -mediante impresión- que prestamente se da cuenta de que cayó en una trampa; Andrés Ciavaglia en el papel del perverso sin fronteras que sigue el dictado de una pasión enfermiza, malogrando así un proyecto que, igualmente, venía haciendo agua.