Un cineasta que no pide perdón por su intrepidez
El periodista y crítico destaca una película de Fellini "juzgada pobremente en su época" frente a las obras maestras que conforman "las listas canónicas"
No hay muchos cineastas que jueguen con el nivel de libertad formal y estética de sus películas y que además tengan aspiraciones masivas. A más de 25 años de su muerte, puede decirse que, si bien fue apreciado por sus contemporáneos –de ningún modo es un cineasta maldito– , es posible encontrarse con que, en su momento, películas como La ciudad de las mujeres (1980) fueron juzgadas pobremente. Esta obra en particular fue tomada por mediocre, pretenciosa, demasiado larga, "un fiasco"; no solo por críticos (Fellini tuvo una relación conflictiva con la prensa), sino también por pares e incluso por personajes curtidos en el mundo del cineclubismo, muchos de ellos educados en un desprejuicio militante. Así que, estupor: ¿La ciudad de las mujeres no era la gran película que creímos ver muchos de quienes la vimos años después, cuando ya había sido un poco olvidada?
Hoy, cualquiera que conozca la obra de Federico Fellini o que tenga siquiera un mínimo interés en la historia del cine reconoce la importancia capital de una película como La dolce vita (1960), su visión sobre la sociedad del espectáculo, los paparazzi y un nuevo mundo mediático, puesta en escena hace casi 60 años. Incluso, quien no recuerde sus pormenores argumentales tendrá incrustada en la memoria la imagen pregnante, exótica y erótica de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. Las listas de las revistas y los críticos destacarán por siempre ésta, o Y la nave va (1983), que ya corresponde al reino del artificio desmesurado que marcó buena parte de la filmografía de Fellini, y forzó interpretaciones sesudas (y muchas veces absurdas). Esas listas canónicas pasarán muy probablemente por La calle (1954) y Giulietta de los espíritus, pero difícilmente por La ciudad de las mujeres.
De memoria, a través de un recuerdo imperfecto y parcial, pero más cercano a la experiencia del cine en una época en la que no estaba disponible para su revisión instantánea, puede decirse que La ciudad de las mujeres contenía el espíritu lúdico, desaforado y la fantasía onanista desembozada de muchas películas de Fellini (solo comparable tal vez con la de la historieta con que el dibujante, erotómano libérrimo Milo Manara desplegó un proyecto nunca concretado de Fellini: Viaje a Tulum), pero tambián su reflexión, la inspección de esas mismas pulsiones, las críticas de los demás y los embates del feminismo. La desmesura de la imaginación sexual estaba ahí y no faltó quien lo tildara de machista, pero, atención: las mujeres que poblaban su universo eran de todo tipo y tamaño, la abundancia era una provocación y una aventura, y no tenía nada que ver con el erotismo codificado, sobreestilizado y anoréxico de los cuerpos que exhibe el cine mainstream de hoy (en los pocos casos en que aún lo hace, porque ese, el de la representación del sexo, también parece ser un territorio en retroceso desde hace mucho).
Puede parecer que recomendar la revisión de las películas menos obvias y menos valoradas o al menos no tan recordadas de su obra –como podría ser también el cortometraje Toby Dammit, libre adaptación de un cuento de Poe para el film colectivo que compartió con Louis Malle y Roger Vadim– es hacer alarde de especialización o de bizarría, pero no, de verdad: La ciudad de las mujeres merece un reencuentro. Es volver a mirar hoy –con la perspectiva del tiempo, que es sensorial, cultural, emocional y política– el viaje de Snàporaz, es decir, de Marcello Mastroianni y entender su relación con todas las mujeres de su vida como un juego contradictorio, espectacular, divertido, angustiante e imposible de resolver.
"Es como una charla de sobremesa con un hombre que ha bebido demasiado", dijo Fellini en una entrevista el año del estreno. "Un cuento de mujeres de ayer y de hoy contado por un hombre que no consigue entenderlas. Como una Caperucita Roja que da vueltas por el bosque". Declaración de un cineasta que no pide perdón por su intrepidez ni por sus caprichos e incorrección, pero confiesa su humanidad y que se expone ante su público con una fuerza vital incomparable y una mirada azorada y genuina, e inevitablemente asustada, tanto como enamorada.
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