Tres horas en el Olimpo con Martha Argerich y Daniel Barenboim
En la tradición griega, los dioses premiaban o castigaban a los humanos sin argumentar, sin molestarse en dar razones. El martes último, en un Teatro Colón en el que no cabía un alma, nos fue permitido, tal vez sin merecerlo, subir al escenario y escuchar el concierto desde un lugar impensado, a pasos de los dos pianos Steinway con los que Martha Argerich y Daniel Barenboim lograrían, con magia sublime, construir una noche inolvidable. Junto a los pianos, cuyas enormes alas negras brillaban bajo las luces, nos ubicamos, mezclados, los integrantes de la Orquesta West-Eastern Divan, formada por jóvenes palestinos, israelíes y árabes, junto a diplomáticos, periodistas y estudiantes de música. Desde esa ubicación, parecía que bastaba con extender la mano para alcanzar el teclado. El clima de emoción contenida, de liturgia, nerviosismo, sumado al rumor de los diálogos a media voz, creaba la ilusión de estar, más que en una sala de teatro, en una catedral en la que el sentido del rezo sería la música.
Quienes colmaron el Colón esa noche sabían de antemano que estaban ante una instancia más ambiciosa y de una riqueza más compleja que la de un concierto memorable. El acontecimiento musical era, sin duda, el marco en el que volvían a encontrarse esos dos artistas excepcionales. Pero la respuesta a la euforia previa, a la expectativa generalizada con la que el público ingresó a la sala, a la colorida lluvia de papelitos arrojada por igual, desde los palcos, tertulia y paraíso, había que buscarla, en todo caso, en lo que Barenboim y Argerich significan hoy para las audiencias de todo el mundo. La admiración que despiertan va más allá de su enorme estatura como músicos.
Ningún hombre puede ser todos los hombres, pero, en el caso de Barenboim, es una afirmación que no hay que aceptar con ojos cerrados. Su historia es la de un hombre de coraje dentro y fuera de la música. Una suerte de héroe contemporáneo, intransigente con la intransigencia en todas las formas. Su historia, por cierto, es bien conocida. Pero en momentos como éstos, en que la barbarie de la guerra vuelve a conmover a sus patrias, es oportuno recordar, hasta por un sentido didáctico, de lo que es capaz cuando se lo desafía.
No hay que remontarse muy lejos. El 7 de julio de 2001, Barenboim dirigió la Berlín Staatskapelle en la representación de la ópera Tristán e Isolda, de Richard Wagner, en un festival celebrado en Jerusalén. Ante la sola mención de Wagner, el griterío de rechazo fue ensordecedor y Barenboim, que tiene pasaporte israelí y palestino, fue tildado de fascista. La música de Wagner ha sido tabú en Israel por su antisemitismo, por haber sido el compositor favorito de Hitler y porque su música fue utilizada como instrumento de propaganda por el nacionalsocialismo.
En un primer momento, la respuesta de Barenboim fue sustituir a Wagner por Schumann y Stravinsky. Al finalizar el concierto, en una jugada de alto riesgo, anunció que iba a interpretar como bis una pieza de Wagner. Invitó a los que no estaban de acuerdo a retirarse del festival. La mayoría decidió quedarse. Barenboim fue más allá: explicó durante media hora, en hebreo, sus razones para interpretar a Wagner y pidió a los que protestaban que permitieran que otros escucharan su música. Había tomado la decisión de desafiar el tabú al escuchar el ringtone en un celular con la melodía de La cabalgata de las valquirias. "Si puede escucharse en un teléfono que llama -reflexionó-, ¿por qué no puede interpretarse en una sala de conciertos?"
La creación de la Orquesta West-Eastern Divan, nacida de la larga amistad de Barenboim con el intelectual palestino Edward Said, es la prolongación de esa sensibilidad y determinación política cuyo objetivo es el respeto por las opiniones del otro.
Borges afirmaba que amar al enemigo, como pide el Evangelio, no es una tarea para hombres, sino para ángeles. Ignoramos si Barenboim está de acuerdo en este punto. Lo que es evidente es que defiende sus convicciones sin importar la geografía en la que se encuentra. Quienes lo aplaudían en el Colón y lo conminaron (la palabra no es exagerada) a extender el concierto hasta casi tres horas, con bises de Schumann, Rachmaninov, Guastavino y Darius Milhaud, estaban ovacionando, al mismo tiempo, la moral del artista que se comporta en la vida como un ciudadano preocupado por los asuntos públicos.
Martha Argerich, considerada la mayor pianista del siglo XX, comparte una temprana relación de afecto, complicidad y admiración mutua con Barenboim. Desde su alto pedestal en el mundo de la música, puede permitirse la humildad de confesar, como hizo esta semana: "Me interesa mucho hacer Mozart con Daniel, porque aprendo mucho con él, aunque a veces también meto la pata".
Arquetipo por excelencia de la niña prodigio, dotada con los dones con los que sueña una madre, talento, determinación y una belleza que, en su caso, ignora el paso del tiempo, Martha Argerich empezó a tocar el piano a los tres años y dio su primer concierto a los ocho. Tuvo un maestro generoso, exigente, implacable, Vincenzo Scaramuzza. Por cuestiones que tienen que ver más con el azar que con la razón, su futuro como pianista dependió, sin embargo, de un político que no entusiasmaba para nada a su familia: Juan Domingo Perón. Ella quería estudiar en Austria con Friedrich Gulda, pero no disponía de medios. Cuando tenía doce años, después de tocar por primera vez en el Colón, Perón la invitó a la residencia presidencial. Llegó acompañada por la madre. Argerich recuerda no sólo que no era peronista, sino que en esa adolescencia temprana estaba siempre pegando por todos lados papelitos que decían "Balbín-Frondizi".
La pregunta de Perón fue directa: "¿Y adónde querés ir, ñatita?" El padre de Argerich fue nombrado agregado económico en la embajada argentina en Austria y la familia se instaló en Viena. En 1957, con apenas tres semanas de diferencia, ganó dos prestigiosos concursos de piano, pero su consagración internacional llegó con el primer premio en el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin. Lo que siguió después fue una de las carreras más exitosas y extraordinarias de la música.
El sentimiento de soledad que la compaña en el escenario, algo que ella no oculta y ha puesto en palabras en más de una entrevista, explica que haya realizado muy pocos recitales de piano como solista después de 1980 y que se enfocara en conciertos para piano y orquesta, música de cámara y acompañamiento instrumental en sonatas. Promotora de jóvenes pianistas, primero como presidenta del festival anual que lleva su nombre, más tarde como jurado en competencias internacionales, Argerich, al igual que Barenboim, tuvo que librar sus propias batallas en el ambiente de la música. El episodio de Ivo Pogorelich, por citar el más conocido, la muestra de cuerpo entero. Después de que el pianista croata fuera eliminado en la tercera ronda en el Concurso Frédéric Chopin, ella desafió al jurado y lo definió a Pogorelich "un genio de la música". El escándalo, de amplia repercusión mundial, terminó con una paradoja feliz: marcó el salto a la fama internacional de Pogorelich y de su brillante carrera como pianista.
Esta semana de conciertos irrepetibles en el Teatro Colón, que seguramente en la memoria y con el paso del tiempo lo serán aún más, nos recuerda que músicos virtuosos como Barenboim y Argerich pueden seducir a la audiencia, robarle el corazón, cuando despliegan su talento sobre un escenario.También cuando se alejan de él.
Con Les Luthiers, hoy
- Risas, qué otra cosa. Anteayer se reunieron por primera vez para un ensayo conjunto Martha Argerich, Daniel Barenboim y Les Luthiers. Hubo clima de distensión y mucho profesionalismo. El inusual concierto será hoy, a las 20, en el Colón, con un programa integrado por El carnaval de los animales, de Saint-Saens, y La historia del soldado, de Stravinsky.
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