Daniel Burman retoma los tópicos de su filmografía en una historia modelo siglo XXI, que aborda temas de género desde una mirada siempre arraigada en la pertenencia cultural
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Transmitzvah (Argentina/2024). Dirección: Daniel Burman. Guion: Daniel Burman, Ariel Gurevich. Fotografía: Rodrigo Pulpeiro. Música: Gabriel Chwojnik. Elenco: Penélope Guerrero, Juan Minujín, Gustavo Bassani, Alejandra Flechner, Alejandro Awada, Carlos Belloso, Damián Dreizik. Calificación: Apta para todo público. Distribuidora: Star Distribution. Duración: 102 minutos. Nuestra opinión: buena.
El cine de Daniel Burman ha explorado, quizás como ningún otro en nuestro país, las profundidades de la identidad judía en la Argentina. Y lo ha hecho, a diferencia de otros cineastas emblemáticos de esa raigambre cultural tales como Woody Allen o los hermanos Coen, desde una sátira menos intelectual, menos iconoclasta, pero igual de efectiva en su intento de equilibrar la pertenencia cultural con un ejercicio de mirada distanciada y reflexiva. Así, en su cine, desfilaron el barrio del Once y los negocios de telas e indumentaria, la Hebraica y los Benei Mitzvá, la adolescencia en los 80 y la lectura de la Torá. “Una cultura de símbolos”, reclama el patriarca Aaron (Alejandro Awada) de esta familia Singman, que recuerda a otras familias que Burman dispersó por su filmografía. ¿Qué implica ser judío en Buenos Aires? ¿Cómo esos rituales con letra de ley configuran una identidad originaria en tensión con un contexto siempre cambiante? “El hombre y sus circunstancias”, diría Ortega y Gasset, y también podría aplicarse a este Burman de los últimos años.
La historia de Transmitzvah acusa tanto esa preocupación del director como su sintonía con un tiempo en el que asoman nuevas identidades, que antes se negaban y hoy se hacen visibles. En las vísperas de su bar mitzvah, el niño Rubén (Milo Burgess) descubre que no quiere enfrentar esa instancia de decisión, de asunción de responsabilidades de adulto, con un nombre que no reconoce. Mumy Singer es su nombre elegido frente al profético delegado por su padre, en un número musical que combina desparpajo y convicción. “Chiribiri bom, chiribiri bom, bom” canta Mumy todavía con voz infantil en “Sigman Modas. Elegante y Sport”, donde familia y negocio se confunden, se amalgaman, se desdoblan. Esos destellos de la memoria infantil cumplen el cometido de situarnos en la historia de aquel Rubén y hoy Mumy, que vuelve a su pasado como se vuelve al origen: para entender lo que se fue y lo que se es hoy.
En el presente, Mumy Singer (Penélope Guerrero), una diva pop que canta en yiddish y baila en exuberantes coreografías, viaja de Madrid a Buenos Aires para realizar un espectáculo en el Teatro San Marín y celebrar un esperado reencuentro con su historia familiar. La acompaña su pareja, el fatigado Sergio (Gustavo Bassani), un obseso lacaniano que prefiere las lecturas al sexo, y denota en la crisis amorosa que atraviesa con Mumy las cuentas no saldadas en aquel Buenos Aires querido. Mumy viaja, actúa, vuelve al Once y a su voz infantil casi sin quererlo, quizás como un atajo inconsciente para zurcir las heridas nunca cerradas en su infancia. Y entonces Burman hace algo interesante: esquiva tanto la solemnidad como el humor más facilón, para elegir un laberinto de estilos, que cruza los ecos almodovarianos con el costumbrismo argentino, a menudo bastardeado y aquí reconvertido en sus fuentes más grotescas, también más genuinas.
Es cierto que no todo funciona con la misma solvencia, sobre todo a partir de la bifurcación narrativa que ofrece el reencuentro de Mumy con Eduardo (Juan Minujín), su hermano mayor, también en crisis por un divorcio dilatado, por sus propios interrogantes sobre la adultez y las decisiones. Mumy y Eduardo marchan sobre la estela de esa identidad revisitada, sobre el vínculo fraternal ya explorado por Burman en películas como Dos hermanos (2010), reflexiones sobre el judaísmo contemporáneo, la tensión entre la palabra sagrada y el mundo cambiante, un viaje hacia el origen de esa “diva kosher”. El otro recorrido es el de la tienda Sigman, el encuentro de la madre Miriam (Alejandra Flechner) y el prescindible Sergio, musicales que recuerdan a la etapa del destape de Almodóvar (Laberinto de pasiones, Entre tinieblas), que no terminan de consolidar su vena paródica. Guerrero y Minujín aceitan su trabajo como dúo, equilibrando con oficio la emoción por el reencuentro con el comentario irónico sobre los vaivenes del destino.
¿El destino está en el nombre? Ese interrogante que condujo al primer exabrupto de Aaron ante las decisiones de su hija va develando una trama secreta, una escritura escondida que percibe incluso en lo establecido, el germen perfecto de lo impensado. Las palabras del rabino, las canciones tradicionales y la filosofía de Abraham Abulafia se conjugan en una búsqueda que es personal para Mumy pero cinematográfica para el camino que recorre Burman en esta etapa de su obra. La riqueza cultural del judaísmo trasciende la ortodoxia de sus exégetas y aquello que parecía un imposible –¿es el ‘transmitzvah’ una palabra inventada o el develamiento de esa transformación anunciada?- nos confirma que la permanente transformación es parte de ese destino escrito.
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