Tomás Gubitsch: "Mi relación con el tango es conflictiva"
El guitarrista que formó parte de Invisible y del Octeto de Piazzolla vuelve a Buenos Aires para presentarse en formato de trío
Radicado en París desde hace casi cuatro décadas y a seis años de su última visita a la Argentina, el guitarrista y compositor Tomás Gubitsch regresa al país para presentarse con un trío sorprendente, donde el virtuosismo y la inteligencia conviven con la calidad compositiva. Será el sábado próximo en la Sala Argentina del C.C. Kirchner.
-¿Qué pasó en su música entre su última visita y ésta?
-Mi última visita fue en 2009, y no es nada sencillo resumir seis años de actividad. Fuera de los conciertos habituales, de las composiciones para diversos grupos de cámara u orquestas sinfónicas y de mis músicas para películas, creo que podría resaltar dos cosas que significaron cierto cambio en mi manera de abordar mis diversas búsquedas (u obsesiones) musicales. La primera es la creación de un tríptico, El tango de Ulises, cuyas dos primeras partes fueron creadas en el Théâtre de la Ville, en 2012 y 2014, respectivamente. Es una suerte de reflexión sobre mis cuarenta años de exilio -situación que, aclaro, vivo más como un privilegio que como un peso- que me impulsó no solamente a escribir varias nuevas piezas, sino también a revisitar buena parte de mis composiciones anteriores, pero transformándolas considerablemente. El epílogo será el 13 de mayo próximo, siempre en la misma sala parisina, y, espero, me permitirá zarpar hacia otros rumbos. De hecho, reuniré dos de mis tríos actuales (uno, con Juanjo Mosalini y Eric Chalan, y otro, con Sébastien Surel y Vincent Segal) y algunos invitados más. Creo que es hora de unificar mi trabajo, quizá porque, al fin y al cabo, todo lo que viví en Buenos Aires hasta 1977 y todo lo que viví en París desde entonces forma parte de una única vida, la mía. El segundo aspecto que cambió en estos años es más una cuestión de actitud. De tocar casi exclusivamente mi música con un grupo bastante acotado de grandes músicos y amigos, empiezo a ampliar mis colaboraciones con otros músicos, igualmente admirables. El trío de reciente formación, Surel, Segal & Gubitsch, es la prueba más palpable de este cambio operado en mí, que representa un gran enriquecimiento musical personal.
-Justamente, ¿por qué estos tres músicos?
-Con Vincent Segal nos conocemos desde hace más de veinte años, hemos hecho grabaciones juntos y siempre nos mantuvimos al tanto de nuestros recorridos. El suyo es extraordinariamente polifacético. Basta con decir que la primera vez que lo escuché fue tocando como pocos las Suites para chelo de J. S. Bach; con mencionar dos de sus dúos famosos, Bumcello o el que forma con Ballaké Sissoko, y con citar apenas algunas de sus colaboraciones con gente como Sting, Blackalicious, Naná Vasconcelos, Cesaria Evora, Elvis Costello, Alexandre Desplat, Marianne Faithful, Keziah Jones, Lhasa o Tricky. Lo inusitado y apasionante es que a pesar de la gran variedad de géneros que aborda, nunca lo hace de manera turística, es un auténtico especialista y gran conocedor de esas músicas. Con Sébastien Surel nos conocimos en circunstancias imprevistas: de vacaciones, en medio de un pueblito perdido en las montañas del centro-sur de Francia, escuché un sonido maravilloso de violín tocando obras de Brahms, de Bartok y de Schönberg. Por su lado, él me escuchaba a mí trabajando mi instrumento. El encuentro no tardó y recién en ese momento supe que se trataba del violinista del Trio Talweg, cuyas versiones de los tríos de Ravel, Chaikovsky y Shostakovich me habían fascinado. Luego me enteré de que, además de su actividad de concertista (la integral de los conciertos de Mozart, los de Mendelssohn, Beethoven, Sibelius o Barber forman parte de su repertorio) y de camarista, también era un gran conocedor de música popular y que había tocado durante años con músicos como Richard Galliano. Poco tiempo más tarde me invitó a compartir un concierto en el Parc Floral con su trío de cámara y yo le pedí que formase parte del grupo con el que estrenamos la segunda parte de mi tríptico alrededor de la Odisea, Todos los sueños, el sueño. Fue Sébastien el iniciador de la idea del trío que formamos desde hace algo más de un año. Cuando me lo sugirió, le pregunté cuál era su idea, su concepto del proyecto. "El sonido", contestó. Fue suficiente para convencerme. ¿Acaso no hemos empezado todos nosotros a hacer música fascinados por ese fenómeno básico, la magia del sonido en sí? Esa misma noche llamó a Vincent, que estaba en Nueva York, y se sumó inmediatamente a la propuesta. A su regreso a París, cada uno llevó un par de partituras, y cuando terminamos de tocar la primera levantamos los ojos de los atriles y nos miramos un par de segundos con una sonrisa infantil dibujada en el rostro; una especie de alquimia difícilmente explicable acababa de nacer. Precisamente, el sonido. Y, agregaría, la calidad de escucha mutua.
-Cuando uno los oye, pese a que la música nada tiene que ver, se imagina una especie de Shakti, el grupo que tenía John McLaughlin, pero con los pies bien plantados en la tradición occidental...
-La comparación con Shakti es extremadamente halagadora. No obstante, creo que subsiste una diferencia fundamental: mientras lo esencial en las músicas de McLaughlin es la improvisación, a imagen del jazz, donde el tema puede casi ser pretexto, en el trío nuestro la composición y el trabajo sobre la forma de las piezas es una cuestión central. Y si bien los episodios improvisados son frecuentes en nuestros temas, la idea es que formen parte de una estructura, es decir, de una manera de contar una historia. En ese sentido, como usted bien lo señala, estamos mucho más cerca de una concepción occidental de la composición.
-La última imagen que dejó en el público local lo asociaba a usted más con el tango que con el rock u otros tipos de música. ¿Es realmente así?
-Con el tango ocurre algo que a esta altura me causa francamente gracia. Desde el principio lo abordé con desenfado respecto de los códigos sacrosantos del género y, no obstante -o quizá, gracias a ello-, hoy mi nombre figura en enciclopedias tangueras. Lo cierto es que mi relación con el tango es -siempre lo he dicho- conflictiva. Hay cosas en él que me gustan y otras que detesto. Si mi música tiene cierto gustito porteño es porque soy de aquí. Lo extraño sería si tuviese un sonido de Detroit o de Pekín, donde nunca viví. Ahora bien, ¿qué ocurriría con mis composiciones tangueras si reemplazásemos el bandoneón por una batería, por ejemplo? ¿Seguirían siendo percibidas como tango? No estoy del todo seguro. Las apariencias suelen ser engañosas también en el mundo sonoro, y si fuese necesario -para mí no lo es- calificarme de algo, yo pienso que rockero, aunque más no sea por una cuestión de actitud, sigue siendo lo que más me corresponde. Me refiero a un rock en un sentido muy amplio, un rock imaginario, un rock que, en lo que me concierne, se fue sofisticando e incorporando colores de muchas otras paletas, y que se fue enriqueciendo de maneras de pensar y elaborar el material musical provenientes de la música llamada culta. Pero incluso si esas transformaciones fueron impulsadas por mis diversas experiencias en otros territorios, pienso que lo preocupante sería si yo siguiese haciendo el mismo rock que hice 40 años atrás.
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