Testigo de cargo: un rodaje con secretos, la desilusión de Marlene Dietrich y la despedida de Tyrone Power
Cómo se realizó esta película de Billy Wilder, basada en una obra de Agatha Christie, que se convirtió en un inesperado éxito de su carrera
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El relato corto “Testigo de cargo”, escrito por Agatha Christie, fue publicado originalmente bajo el título “Las manos del traidor” en Flynn, un semanario británico de estilo pulp que se había popularizado bajo el auge de la serie negra. Recién en 1933 fue editado bajo el nombre “Testigo de cargo” en la colección El podenco de la muerte y otras historias, que incluía relatos de misterio y fantasmas, algo inusual en la tradición del enigma de la autora. En 1948 finalmente se publicó en los Estados Unidos en la colección Testigo de cargo y otras historias, y en 1953 Christie convirtió esa historia en una obra de teatro, éxito durante varias temporadas en Broadway. A diferencia de los relatos que tenían como protagonista a su célebre detective Hércules Poirot, “Testigo de cargo” no cuenta con una investigación entre posibles sospechosos sino que se concentra en el proceso judicial de un acusado de homicidio. Los personajes principales son Leonard Vole, detenido por el asesinato de Emily French, una viuda adinerada; su esposa Romaine, quien se convierte en testigo clave del caso; y el abogado Mayherne, quien se encarga de su defensa. El relato ocupa apenas algunas páginas y se concentra en el giro sorpresivo del final, la revelación de la culpabilidad del acusado -a quien Mayherne creía inocente y defendía con esa convicción- y el sacrificio de su esposa, quien engaña tanto a los jurados y al abogado como a los lectores. El uso de la “vuelta de tuerca” era una estrategia frecuente en la novela policial del enigma, cuya estructura se apoyaba en la sorpresa final, al indicar como culpable al menos pensado de los sospechosos, y en la alteración de toda la estructura de causalidades elaboradas por el lector. Sin embargo, Agatha Christie no quedó conforme con esa repentina resolución ni con la decisión de dejar libre de cargo al responsable de un asesinato. La rectificación llegaría con la adaptación teatral.
La obra de teatro se había estrenado primero en Londres en el mismo 1953 y, tras el éxito en Broadway al año siguiente, Hollywood comenzó a pujar por los derechos para llevarla al cine. L. B. Mayer quería que Clarence Brown la dirigiera y creyó razonable una oferta por trescientos mil dólares, que luego fue superada por el productor teatral Gilbert Miller. Finalmente Edward Small, figura clave de la independencia que asomaba en la crisis de la industria de los 50, se hizo con los derechos de adaptación por 435 mil dólares y se asoció con Arthur Hornblow Jr. para llevar cabo el emprendimiento. “El primer director en el que pensaron fue Sheldon Reynolds, quien no había dirigido ni una sola película”, relata Ed Sikov en la biografía Billy Wilder: Vida y época de un cineasta. “Por suerte no tardaron en recuperar la sensatez y en abril de 1956 hablaron con Billy [Wilder], quien aceptó dirigir y escribir Testigo de cargo por cien mil dólares y un 5% de los ingresos brutos de la taquilla”. Wilder, como era su costumbre, escribió el guion con un colaborador, Harry Kurnitz. No fue Charles Brackett, su compañero de aventuras en la Paramount y pieza clave de sus guiones hasta El ocaso de una vida (1950), ni I. A. L. Diamond, su más ácido discípulo de las comedias a partir de Una Eva y dos Adanes (1959). Eligió a Kurnitz, luego de haber fracasado en el primer intento con Larry Marcus, porque “era un anglófilo y un experimentado autor de obras de misterio: escribía relatos negros con el seudónimo de Marco Page”, como revela Sikov.
El cambio sustancial que operaba la obra de teatro respecto al cuento, más allá de trocar al solicitor Mayherne por el barrister Sir Wilfrid Roberts, se concentraba en el segundo final, elemento que Wilder y Kurnitz decidieron preservar. Lo que consigue el segundo final -en el que Romaine descubre la infidelidad de su marido y lo apuñala en pleno estrado- fue no solo restaurar una moral que Agatha Christie creía alterada, sino afirmar la creencia en la justicia de Sir Wilfrid, quien decide defender a la esposa en su próxima acusación de homicidio. “Usted se ha burlado de las leyes inglesas”, le dice el abogado indignado a Leonard, frase en la que trasluce la ira de sentirse engañado. El efecto sorpresa se produce de manera doble: no solo el creído inocente era culpable y su principal testigo una actriz capaz de engañar(nos) con su interpretación -la que hace como la mujer que entrega las cartas incriminatorias y la que realiza frente al jurado y todo el auditorio-, sino que se comete un segundo crimen que compensa una liberación mal habida.
Pero no nos adelantemos. En el camino de gestación de la película primero estaba la elección del elenco, que fue mucho más problemático de lo imaginado de antemano. “Wilder empezó a filmar antes de que se eligieran a los principales actores”, recuerda Sikov en su biografía. La pregunta obligada es qué podía filmar Wilder sin tener a sus protagonistas, pero Sikov asegura que mientras terminaba en París Amor en la tarde (1957), que unía a Audrey Hepburn y al veterano Gary Cooper en un romance otoñal, el director se hizo tiempo para algunas escapadas a Londres en las que registró los pocos exteriores de Testigo de cargo. Para ese entonces probablemente ya supiera que iba a contar con la interpretación de Charles Laughton para dar vida al cascarrabias Sir Wilfrid. “Cuando nos reunimos por primera vez con Kurnitz ya teníamos en mente a Laughton como el abogado y eso determinó la forma en la que le escribimos el papel”, le confiesa Wilder al crítico Michel Ciment en una serie de entrevistas que realizaron para el libro Billy & Joe: Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L. Mankiewicz. Laughton modeló su interpretación en un letrado británico llamado Florance Guedella, quien había sido su abogado y se distinguía por girar incansablemente su monóculo mientras interrogaba a sus testigos.
Las otras dos estrellas que completaron el reparto fueron elegidas no sin antes pasar por marchas, contramarchas e insistentes cavilaciones. Los productores Small y Hornblow querían un nombre importante para interpretar a Leonard Vole, así que pensaron en Tyrone Power como una de sus primeras opciones. Power ya no era el galán de los tiempos de La marca del Zorro, pero aún conservaba su aura estelar pese a que atravesaba serios problemas personales. De hecho su salud se deterioró en los meses siguientes y murió a finales de 1958 con solo 44 años. Por ello se barajaron otros candidatos como Kirk Douglas, con quien Wilder había trabajado en Cadenas de roca (1951), Gene Kelly y el joven Roger Moore, que no pasaron más allá de un nombre en la agenda. Finalmente los productores lograron persuadir a Power con un salario de 30 mil dólares y un porcentaje de las ganancias.
La elección de Marlene Dietrich como Christine –nombre que adquirió la esposa en la película- permanece teñida de versiones encontradas y algunos misterios. En la biografía de Charlotte Chandler sobre Billy Wilder, Nadie es perfecto, aparece la idea de que fue Dietrich la primera adherida al proyecto y la que en efecto sugirió el nombre de Wilder, quien ya la había dirigido en la célebre La mundana (1948). “Dirigí la película porque Marlene me lo pidió y además me gustaba la historia. Muy Hitchcock. Ella quería interpretar el rol y, si yo la estaba dirigiendo, tenía más probabilidades de lograrlo” escribe Chandler. Sin embargo, Sikov deja entrever que Ava Gardner también quería el papel para trabajar con Wilder y que el director se negó de plano a la sugerencia de Rita Hayworth de los productores, y que fue él quien luego insistió en que fuera Dietrich, a quien convenció cuando la visitó en su departamento parisino.
Lo cierto es que el rodaje de Testigo de cargo comenzó el 10 de junio de 1957 en los estudios Goldwyn de Hollywood, donde el director de arte Alexandre Trauner recreó el Tribunal Criminal de Londres, conocido como Old Bailey, y las dependencias de Sir Wilfrid en el colegio de abogados. “Ni se planteó rodar en el auténtico Old Bailey y, según aseguró Trauner, no se pudieron tomar fotografías, así que la labor de documentación fue crucial”, asegura Sikov. Era un decorado pesado y voluminoso, de madera maciza –hay versiones que aseguran que era de caoba y otras de roble austríaco- y dividido en seis partes, cada una de las cuales iba montada sobre ruedas. Entre cada uno de los bloques había bisagras que permitían que la cámara se asomara si la composición del plano lo requería. El tamaño era exactamente el del original: 13 metros por 17, con un techo de poco más de 8 metros de altura. El suelo era móvil y estaba compuesto por ocho paneles separados. “Testigo de cargo me ofreció la posibilidad de cambiar de registro después de comedias como La comezón del séptimo año (1955) y Amor en la tarde”, contaba Wilder a Ciment. “Sin embargo no sentí la necesidad de filmar en exteriores para obtener el pulso de la realidad. Lo había hecho en Días sin huella (1945) en Nueva York, pero ahora sentía que no había exteriores tan reales como los que Trauner podía construirme en estudios”. Trauner sería uno de los colaboradores más estrechos de la obra de Wilder, quien había trabajado en Amor en la tarde y luego diseñaría los imponentes decorados de Piso de soltero (1960) e Irma la dulce (1963).
Lo fundamental en el abordaje de la historia que realizó Wilder era la riqueza de los personajes, que tanto en el cuento como en la pieza teatral no eran más que engranajes para el funcionamiento de la acción. En la obra de teatro, Sir Wilfrid es un hombre con autoridad y espíritu diligente, un solitario algo tristón. En la película se convierte en un hombre apasionado por su profesión, afecto al tabaco y el brandy, que no se resigna a un retiro temprano fuera de los estrados. Por ello Wilder convirtió a su anodino sirviente en la enfermera con aires de dominatriz que interpreta justamente Elsa Lanchester, la esposa de Laughton. Miss Plimsoll funciona como el elemento cómico por excelencia y contribuye a construir el carácter de Sir Wilfrid, arrogante y malhumorado, quien acaba de salir del hospital por un problema cardíaco y debe estar en reposo y abstenerse de asumir defensas complicadas. Este elemento no solo fortalece el humor de la película -lo cual la vincula con la comedia, aspecto que no está presente en el original- sino que permite comprender el interés de Sir Wilfrid por creer en la inocencia de Leonard ya que es lo que le permite seguir activo en su profesión.
Wilder modeló con inteligencia la interpretación de dos actrices que habían definido lo excéntrico del terror en la Universal: Lanchester había dado vida a la célebre “novia” del monstruo de Frankestein en la secuela dirigida por James Whale en 1935; y Una O’Connor había interpretado con una nota de parodia al ama de llaves del científico loco en la misma película, espíritu que trasladó a la vieja sirvienta de la desafortunada Emily French, la víctima de Testigo de cargo. La astucia de Wilder consistió en crear un clima de pícara disputa entre Laughton y Lanchester, que se trasladó del espacio privado de la oficina y las habitaciones al público de los tribunales, y que ofrece un elemento cómico constante: es ella la que insiste con la calma de Sir Wilfrid frente a las preocupaciones que ocasiona el caso, la que quiere forzarlo al retiro a través del ascensor que lo lleva a las habitaciones -y a la cama puntualmente, lo cual es tratado por Wilder como un guiño al subtexto sexual que hay en la relación entre ellos-, la que demuestra que está al tanto de todos sus engaños -el brandy en el termo de cacao- y la que, por último, le ofrece el respaldo en la defensa de la señora Vole.
Una vez que todas las escenas en el Old Bailey quedaron concluidas, Wilder y el equipo se dedicaron a preparar las que trascurrían en la estación de Euston, en donde aparecía Marlene Dietrich con una nariz y un acento falso. Orson Welles, quien en breve la dirigiría en Sed de mal y era un especialista en maquillajes y máscaras, pasó por el estudio para ayudar a la actriz con la prótesis nasal, mientras Laughton la instruía sobre el argot londinense en las tardes después del rodaje. “Marlene era algo nunca visto”, dijo Wilder según lo cita de Donald Spoto en la biografía de la actriz. “Había sido siempre una gran trabajadora, buena compañera, pero en esta película se mostró infatigable; casi como si pensara que su carrera dependía de ello”. También su amigo Nöel Coward recuerda aquellas tardes de ensayo del acento cockney en su diario personal: “No era fácil enseñar cockney a una glamorosa alemana que no sabe pronunciar las erres, pero ella lo hizo sorprendentemente bien”. Pese a ese coqueteo con la mundanidad, Wilder hace una concesión a la estrella y la filma cantando “I May Never Go Home Anymore” en un cabaret alemán de nombre El demonio rojo, ingeniosa inversión del de El ángel azul, aquel que la vio convertirse en estrella en la película de Josef von Sternberg del mismo nombre.
El 20 de agosto de 1957 fue el último día de rodaje, jornada que se concentró en las escenas entre Leonard y Christine en la Berlín de finales de la guerra. Fueron escenas clave para la definición del espíritu de la película, que logró en esta construcción la mayor adherencia con la obra de Wilder, más allá del espíritu teatral que la había inspirado y de los aires hitchcockianos que impulsaban el misterio. Es en esa Berlín derruida por los bombardeos y la desesperanza, que Wilder filma en los decorados de Trauner, donde se modela la personalidad de Leonard Vole, opaco en el cuento y la obra teatral por no tener el narrador acceso a su punto de vista. Ese elemento, que es la llave de la sorpresa final -no sabemos nada de él por eso puede engañarnos-, en la película se convierte en un permanente ejercicio de representación. Como todos los personajes de Wilder que siempre viven de representaciones -desde la joven de La pícara Susú que se hace pasar por niña para viajar con un pasaje más barato hasta el agente de seguros ambicioso de Pacto de sangre (1944) que engaña a su jefe y confidente, la Audrey Hepburn de Sabrina (1954) y Amor en la tarde cuyos artilugios de seducción encubren su romanticismo, y Jack Lemmon en Una Eva y sus Adanes, convertido en la mujer imperfecta-, Leonard crea su personaje en cada una de sus puestas en escena, desde los flashbacks en los que conoce y seduce a la viuda hasta en la desesperación en el estrado cuando su esposa lo “traiciona”. La idea de la impostura del personaje está presente en toda la película, desde la mímica a través del espejo cuando le recomienda el sombrero a su futura víctima -guiño evidente al cine de Ernst Lubitsch- hasta el exceso de sudor luego de cada una de sus intervenciones frente al juez. Además Wilder incorpora a la que resulta su amante entre el público asistente, para fortalecer la idea no solo del morbo del personaje, sino de su ego descarado.
Wilder nunca creyó que Testigo de cargo fuera una de sus grandes películas. Había sido un ejercicio divertido, pero al que nunca había que tomarse demasiado en serio. Cuenta la leyenda que cuando lo nominaron al Oscar dijo que otorgarle un premio a un hombre que dirige una obra de teatro era como darle un premio de escultura a los peones del camión de mudanza que llevaron la Pietà de Miguel Ángel del Vaticano a la Feria Mundial de Nueva York. Dietrich sí esperó con ansias su nominación, que por desgracia nunca llegó. También las malas lenguas afirmaron que había preparado el discurso de presentación en su espectáculo en Las Vegas con el anunció de la nominación y, luego de la amarga noticia, no tuvo más remedio que cambiar la grabación. Pese a las decepciones después del rodaje, todos quedaron amigos. Wilder y su esposa invitaron a Marlene a su casa para deleitar a sus amigos con goulash, ternera Stroganoff y algunos chismes sobre sus romances de los 30 con la cantante Claire Waldorff y otras personalidades berlinesas, mientras que unos meses más tarde el director emprendió una prolongada excursión a lo largo de Austria –país en el que había pasado su infancia y temprana juventud- con Tyrone Power y Charles Laughton. Fueron de Viena a Bad Gastein en auto, visitaron las termas, hicieron un poco de publicidad y también compraron esculturas de Fritz Wotruba y acuarelas de Egon Schiele.
La promoción de Testigo de cargo estuvo teñida del misterio del final, que Wilder alimentó al no querer arriesgarse a que se filtraran detalles a la prensa. Se dice que si bien el guion estaba acabado, pulido y revisado antes de comenzar el rodaje, el director quitó las últimas diez páginas cuando se lo entregó al equipo. Tyrone Power aseguró en varias entrevistas que ni él sabía lo que iba a suceder en la escena final en el tribunal y un periodista de Variety afirmó que Wilder había colocado dos guardias en la puerta del set para evitar que hubiera espías dispuestos a revelar el secreto. Como había demostrado Henri-Georges Clouzot en Las diabólicas y luego aprendería Hitchcock en Psicosis, el secretismo era una de las armas más eficaces para despertar el interés de los curiosos y asegurar el éxito de la película. Testigo de cargo se convirtió en uno de los grandes éxitos de la carrera de Wilder, un modelo para las películas de juicio, una clase magistral del talento de Laughton en la escena, una de las últimas grandes actuaciones de Dietrich y la despedida final de Tyrone Power. Además recibió el reconocimiento de Agatha Christie, quien dijo que era la mejor de todas las adaptaciones de su literatura. Pero Wilder no pudo menos que redoblar la apuesta. “Yo prefiero las historias originales como las de El ocaso de una vida o Piso de soltero, así nadie puede quejarse de que hayas mutilado su criatura”.
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