¿Quién es la máscara? salió a conquistar al público desde el puro juego y la competencia sin premios ¿le alcanzará?
El nuevo programa estrella de Telefé, basado en un exitoso formato internacional, le escapa a las historias de vida emocionales, no incluye recompensas para los ganadores y se expone al desgaste de emitirse todos los días: ¿está la TV abierta en condiciones de aceptarlo?
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Si se juzgara el rendimiento de la programación de TV a partir del despliegue de sus producciones, ¿Quién es la máscara? se ubicaría de inmediato en uno de los casilleros más altos de cualquier ranking o estadística. Los méritos visuales y de puesta en escena del más flamante de todos los grandes shows presentados en los últimos tiempos en los canales abiertos de la Argentina están a la vista, en condiciones inclusive de superar a La voz Argentina, hasta el momento el número uno indiscutido en la materia.
Pero la medida del éxito no tiene una sola medida en una pantalla condicionada, como tantas otras cosas en nuestra sufrida realidad, a la necesidad de conseguir la mayor cantidad de resultados positivos en el menor tiempo posible. Todo el inquieto mundillo atento a los movimientos de la pantalla no hace más que registrar en estas horas, muy por encima del contenido de ¿Quién es la máscara?, la abrupta baja de las mediciones de audiencia que tuvo el programa en el brevísimo lapso que fue de su debut a su segunda y tercera emisión.
Entre los óptimos 19.7 puntos de promedio de la apertura el lunes por la noche y los poco alentadores 11.2 de anteanoche (miércoles 14) hubo apenas 48 horas de diferencia. ¿Cambió tanto la reacción del público frente a un programa que en sus tres primeras emisiones mostró exactamente lo mismo? Ese primer veredicto deja abiertas muchas preguntas (y también pistas) respecto del futuro de la apuesta más reciente de un canal acostumbrado a jugar fuerte en el prime time y no perder ninguna de sus chances.
El primer factor que nos ayuda a entender el por qué de semejante salto es la “argentinización” de los shows que la TV abierta local diseña como réplicas de exitosos formatos globales. ¿Quién es la máscara? es el último exponente de una larga serie precedida entre otros ejemplos por las distintas versiones del Bailando…, La Voz, Talento argentino y Tu cara me suena. Ideas que tienen un denominador común (competencias musicales festivas y estridentes) junto a algunas diferencias muy significativas y marcadas.
Como en el resto de los casos, la versión presentada por Telefé de ¿Quién es la máscara? reproduce a primera vista todo lo que podemos apreciar gracias a YouTube bajo ese mismo título (The Masked Singer es el título internacional) en geografías muy distantes. La escenografía, amplia y muy vistosa, permite que los participantes se muevan con enorme comodidad frente al espacio en el que se acomodan el jurado de cuatro integrantes y el público convocado a un gran estudio para festejar cada aparición.
Quienes ya vieron The Masked Singer en otras latitudes se encuentran con un panorama bien conocido. Ese jurado mediático (Lizy Tagliani, Wanda Nara, Roberto Moldavsky y Karina Tejeda, más conocida como La Princesita) debe adivinar con la ayuda de varias pistas y su propia intuición quién es el “famoso”, oculto de los pies a la cabeza detrás de un disfraz muy llamativo y estrafalario, que se anima a cantar frente a ellos.
La versión local reproduce las reglas básicas que el programa impuso en todas partes desde que fue creado por la televisión surcoreana. Hasta que en un momento, como pasa siempre entre nosotros, esa reiteración termina chocando con la “exigencia” principal impuesta por las costumbres televisivas argentinas. Como si tuviéramos a la fuerza que marcar siempre alguna diferencia con el resto del mundo, ¿Quién es la máscara? se emite cada 24 horas, en formato de tira diaria, de domingo a jueves. No hay un solo fundamento razonable, fuera de la ansiedad por lograr resultados inmediatos en medio de un frenesí competitivo, para explicar semejante conducta.
Con apego a una realidad que nunca va más allá de su propia (y caprichosa) observación, los responsables de nuestra TV se justificarán en nombre de “lo que pide el público”, argumento que no se sostiene en un solo dato lógico o razonable. ¿Por qué creer que el temperamento de nuestro espectador promedio sería distinto al de su equivalente en cualquier otro país? Las reacciones frente a un programa de este tipo aquí, en México, en Italia, en los Estados Unidos o en Australia son las mismas: curiosidad, entusiasmo, euforia, efecto contagio, deseo de participar desde el hogar. ¿Por qué entonces tenemos aquí cinco emisiones semanales de ¿Quién es la máscara? por cada una de The Masked Singer en casi todo el resto del mundo?
Al emitirse una vez por semana en la inmensa mayoría de sus versiones, The Masked Singer se asegura (como ocurre en la mayoría de los shows de su tipo) un debate social creciente alrededor de sus participantes y las incógnitas que los envuelven. Es un día de emisión y otros seis de pura discusión, con el programa liderando las conversaciones en las redes sociales.
Aquí se argumenta, en cambio, que una opción de ese tipo sería inviable por la incapacidad que tenemos para mantener en secreto la identidad de las figuras que se prestan a jugar escondidas detrás de trajes y caretas que tienen un visible aire de familia con los personajes de series infantiles al estilo de Plaza Sésamo: Willy la Tortuga, Luna La Mujer Alien, Cambiazo el Camaleón, Nieves la Leoparda, La Mulita Pampa y así sucesivamente.
Sin dudas, revelar por anticipado quién está detrás de cada uno de estos disfraces (los primeros en hacerlo fueron el extenista Guillermo Coria y la artista plástica Marta Minujín) le quitaría todo el sentido a la idea del programa. Ese tipo de indiscreciones, lamentablemente, se fue haciendo costumbre en nuestro medio, a veces con intenciones aviesas. Pero rendirse por anticipado a una realidad poco dispuesta a aceptar el juego limpio y la sana competencia también tiene sus costos. Esa especie de seguro contra posibles infidencias se convierte automáticamente en un certificado que garantiza el desgaste prematuro (e innecesario) de la fórmula.
Desde esta opción podría empezar a entenderse el por qué de un descenso tan pronunciado (y veloz) de los números del rating. Un riesgo latente, y en un punto también comprensible, para un game show musical que por suerte toma distancia de algunas exageraciones adoptadas por la TV local para desarrollar sus propias versiones de éxitos globalizados.
¿Quién es la máscara? tiene en su ADN televisivo los recursos suficientes para devolverle al big show televisivo su esencia lúdica. Y esa propensión natural al entretenimiento sin pretensiones que identificó desde el origen del medio a algunas de sus buenas ideas. En este programa no hay historias de vida convenientemente edulcoradas que condicionan la elección de los participantes y pulsan a veces de más la cuerda emotiva del público. Tampoco hay recompensas que muchas veces funcionan como aliciente forzado para estimular la participación. Solo jugar por el simple hecho de hacerlo.
¿Estaremos tan acostumbrados a este tipo de recursos que ya no podemos tolerar una propuesta televisiva que nos invita nada más que a jugar por pura diversión? Ver las cosas de esa manera nos evitaría, por ejemplo, salir a buscar supuestas intencionalidades en los dichos de un grupo de jurados seguramente elegidos por su altísima exposición mediática.
No hace falta en este caso semejante cosa. Cuando se suman al juego, los cuatro “jueces” la pasan bien en su papel de adivinadores. Y equivocarse seguido es parte de esa diversión. No hay demasiada diferencia entre su desempeño en este programa y lo que podrían hacer en el ámbito público o privado participando, digamos, de entretenimientos al estilo de “dígalo con mímica”. Algo parecido podría decirse del lugar que ocupa como conductora Natalia Oreiro, que desde su innata desenvoltura ofrece un perfil ideal para sumarse a este tipo de propuestas.
Desde esta perspectiva, ¿Quién es la máscara? se aleja de competencias como La voz o Talento argentino y está mucho más cerca de Tu cara me suena, otra buena idea televisiva. Al mismo tiempo aparece como la contracara de Canta conmigo ahora, cuya versión “argentinizada” le quita casi todo el sentido en una competencia basada en destrezas artísticas a la función de un jurado multiplicado en este caso hasta el infinito.
¿Quién es la máscara? llega a una TV acostumbrada desde bastante tiempo a entender a este tipo de show competitivo de gran producción y búsqueda de elevado de otra manera, con una carga considerable de dramatismo y emoción, muchas veces demasiado calculada. El tiempo dirá si hay lugar en este terreno para una propuesta que recurre nada más que al juego como medio y también como fin.
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