Mi hermano es un clon: una historia que no arranca
Mi hermano es un clon. Autores: Marcelo Nacci y Laura Barneix. Fotografía: Martín Sapia y Alejo De Falco. Arte: Mariela Pita. Producción: Diego Andrasnik, Adrián González, Adrián Suar. Elenco: Nicolás Cabré, Gimena Accardi, Flor Vigna, Luis Machín, Andrea Bonelli, Fabián Vena, Tomás Fonzi, Benjamín Rojas, Benjamín Amadeo, Marcelo de Bellis, Julieta Nair Calvo, Pilar Gamboa, Facundo Espinosa, María Onetto. Dirección: Rodolfo Antúnez y Martín Saban. Canal: Eltrece. Nuestra opinión: regular
Todas las comedias de Pol-ka responden a una misma premisa. Colocan sobre el tablero las piezas de un rompecabezas, las presentan con bastante esmero durante el primer capítulo y dedican el resto de su largo recorrido a tratar de resolverlo, pero por lo general sin el mismo cuidado puesto en el comienzo. Esta regla de hierro suele convertirse en una carga a medida en que evoluciona la trama: son tantos los personajes y tantas las historias paralelas entrecruzadas que todo el tiempo se impone la necesidad de dejar nuevamente en claro quién es quién y qué lugar ocupa cada uno en la historia. Así, la ficción se vuelve a poner en marcha todo el tiempo. No importa tanto hacia dónde vamos, sino cuál es el rasgo de identidad que caracterizará a cada personaje.
El problema irresuelto que tiene Mi hermano es un clon es que esa necesidad de poner en limpio el papel de cada pieza es permanente. Tanto, que después de transitar los primeros 20 episodios casi nada parece haberse movido del punto de partida. Todo transcurre en una línea monótona, ajena a cualquier matiz e incapaz de movilizar la atención con alguna situación digna de relieve o de interés particular. Ni siquiera la revelación de que Nicolás Cabré interpreta no a uno sino a dos personajes idénticos en fisonomía y completamente distintos en temperamento altera esa calma chicha. Los responsables del programa seguramente imaginaron otra cosa, pero las morisquetas del actor y sus esfuerzos para mostrar que personifica a dos individuos que son el agua y el aceite funcionan solo en la superficie.
Entendemos, por la sobrecarga de esfuerzos físicos de Cabré, que Renzo y Mateo son dos personas diferentes. Fruto de un experimento científico de clonación, según se nos explica en el episodio inicial gracias a la fugaz (y muy divertida) aparición de Norman Briski. Pero ya hemos visto infinidad de veces ese recurso de duplicar personajes a través del mismo actor y en este caso el empeño de Cabré se agota en un histrionismo que de tan repetido cae en el vacío.
Esa repetición le cabe a la historia misma, interpretada por un vasto y por lo general desaprovechado elenco. Los lazos que unen a la multitud de personajes resultan por lo general forzados y, como decíamos más arriba, deben ser explicados y vueltos a explicar todo el tiempo con gestos o tics. Y la mayoría de las escenas transcurren de manera plana. No se desprende de ellas la construcción armoniosa de una trama con espesor, atractivo y un mínimo de intriga o diversión.
El de Mi hermano es un clon es un juego de aparentes equívocos que en el fondo no lo son. Y que dejan al descubierto el dilema de Pol-Ka: cómo darle continuidad a un modelo cada vez más aprisionado en una lógica invariable. La resistencia al cambio no es lo más aconsejable en un escenario que cambia todo el tiempo. En este sentido, las mediciones de audiencia suelen ser reveladoras.
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